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Austrias Mayores

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Llegar a conocer con exactitud la población que habitaba los reinos hispánicos bajo el gobierno de Carlos I y Felipe II es una operación que, por desgracia, resulta bastante complicada y que parece condenada a moverse en el resbaladizo terreno de las estimaciones. Sin embargo, la causa a la que, en último término, se puede achacar la falta de resolución que padece el análisis demográfico de la época resulta enormemente ilustrativa de su particular construcción social y política. Bien sea por lo mucho que nos enseña acerca del modo en que las teóricas divisiones internas de la sociedad de estados se hacían prácticas y tangibles -vecinos exentos frente a vecinos pecheros, por excelencia-, bien porque documenta la efectiva multiplicidad territorial de la Monarquía Hispánica -traducida, por ejemplo, en una multiplicidad de fuentes documentales que reproducen idéntico esquema-, la demografía histórica constituye, en sus dudas y vacilaciones, una excelente perspectiva desde la que mirar al siglo XVI hispánico en su irrepetible complejidad. Pese a las dificultades que encuentran los estudiosos, sí resulta posible llegar a establecer con cierta precisión la tendencia demográfica general que, en términos seculares, resultó favorable, convirtiendo al XVI en un período de saldo demográfico positivo, aunque quedan por resolver cuestiones como la correcta cuantificación del crecimiento que supuso y el ritmo que adoptó a lo largo de la centuria.

Una muestra de lo expansivo del período sería la vitalidad demográfica que testimonian las numerosas nuevas roturaciones de tierras, la fundación de algunas poblaciones de nueva planta, la emigración castellana con destino a las Indias y la recepción aragonesa de inmigrantes transpirenaicos. En suma, el signo demográfico del siglo vendría definido por la capacidad no sólo de recuperarse de los efectos de la crisis tardomedieval, sino también por la posibilidad de afrontar una auténtica repoblación. Al acabar la centuria, la población española en su conjunto rondaría entre los siete y ocho millones de habitantes, lo que supone un elevado crecimiento secular superior al 40 por ciento. Estos, no obstante, son cálculos algo optimistas y que van siendo retocados a la baja a medida que, de un lado, se reinterpretan registros documentales de forma más depurada y que, de otro, cambia la consideración de la crisis del XVII. De hecho, una de las maneras de explicar por qué el siglo XVII no supuso en realidad la sangría demográfica que siempre se le había achacado pasa por reducir el volumen de la población de que se habría partido al comienzo de la centuria. Como se ve, es éste todavía un campo presidido por la necesidad de moverse entre estimaciones y, quizá, lo sea siempre. Sin embargo, el principal escollo para conocer con una exactitud algo mayor la población española del siglo XVI no estriba en que los especialistas no dispongan de suficientes fuentes de valor demográfico para poder contar el número de sus habitantes.

Ni tampoco consiste en que las técnicas que se emplearon en la confección de dichos registros fueran poco adecuadas o declaradamente imperfectas, puesto que los demógrafos históricos han desarrollado métodos que les permiten enfrentarse con ciertas garantías a las fuentes de un período caracterizado por su condición pre-estadística -condición esta que no se define tanto por la precariedad o mala realización de su estadística, sino por la existencia de una finalidad que todavía no es con propiedad estadística. El verdadero problema radica en que los recuentos, censos y registros de población hechos en la época pretendían saber algo más que cuál era el número de habitantes que poblaban éste o aquel territorio. Ninguna de las autoridades (eclesiásticas, concejiles y reales) que, de una forma u otra, nos han dejado fuentes cuyo valor demográfico es indudable (libros parroquiales, padrones, vecindarios, censos, etc.), estaba interesada en conocer los movimientos y oscilaciones de población en sentido estricto, tal como los estudia la demografía. Sus fines eran otros y, sin duda, bien alejados de ese objetivo, pues estaban presididos por la consecución de una utilidad concreta y práctica, ya fuera, por poner tres ejemplos, el control de los fieles por sus párrocos, la formación de levas militares o la recaudación fiscal por parte de la Corona o de los concejos. Es cierto que también encontramos muchas noticias sobre el estado y evolución de la población durante este período en las obras de historiadores locales y corógrafos, dedicados éstos a la descripción pormenorizada de ciudades y reinos.

A ellas hay que añadir las informaciones que aparecen en los textos de índole política o económica que compusieron los llamados arbitristas. Sin embargo, también en las observaciones, datos y noticias que nos ofrecen unos y otros -por supuesto, después de ser sometidos a la crítica técnica de los demógrafos históricos- no deja de observarse el peso de factores ajenos a lo que se puede tener por estrictamente demográfico. Las historias y descripciones locales se hallan dominadas por la idea de exaltación del propio espacio que describen y, en muchos casos, su génesis responde a un encargo efectuado por las mismas autoridades de esos lugares. No se debe olvidar que una de las creencias más extendidas en la época era suponer que el volumen poblacional de un territorio constituía un índice de su prosperidad y, en consecuencia, la más lastimosa muestra de la decadencia era lo que hoy calificaríamos como escasa densidad de población. Por tanto, la afirmación en las corografías del "estado populoso" -de lo muy pobladas que están o estuvieron- de esta villa o aquel reino puede ser debido tanto a la real objetividad como a la retórica de la glorificación urbana o regnícola. Y, asimismo, la insistencia en la despoblación, que será característica del arbitrismo, le deberá una parte de su vehemencia a esa vinculación ideológica entre potencia, perdida o en riesgo de perderse, y volumen demográfico. En cualquier caso, y en términos generales, la razón última de las dudas y vacilaciones en que se debaten los demógrafos que se ocupan del siglo XVI tiene que ver con el modelo de sociedad de estados entonces imperante.

Recuérdese que, en ese modelo de organización, la caracterización social y política de las personas no respondía a lo individual, sino a su condición de miembros de un estado u orden determinados, en función de lo cual compartían un estatuto jurídico particular que, para cada uno de ellos, señalaba deberes y derechos distintos. Se basaba, por tanto, en la desigualdad ante la ley, derivada y expresada en la existencia de privilegios que eran estamentales, es decir, por definición supraindividuales. En esas circunstancias, la escala de percepción social no era el individuo, sino el estado al que éste pertenecía y, por tanto, la manera de concebir el compuesto de la población no se fundamentaba en el habitante, como unidad demográfica individual, sino en categorías como el clero, la nobleza, los pecheros o los padres de familia y vecinos. Si ahora tenemos en cuenta que una de las razones básicas para querer contar la población era de índole tributaria y que gozar de exención fiscal era definitorio de la pertenencia a estamentos privilegiados, entenderemos que la cuantificación de la población se dirigiera con prioridad a aquel segmento -los pecheros, por excelencia- obligado a contribuir y que, a su vez, para efectuar los recuentos y censos se recurriera a una unidad supraindividual como era el fuego (hogar, fogatge), expresión fiscal de la figura del vecino y que podría equivaler a unos 4-4,5 habitantes -o, incluso, algo menos, 3,75, como recomienda Alfredo Alvar en su estudio Demografía y sociedad en la España de los Austrias.

El que existiera esta utilidad impositiva resulta hoy de especial importancia gracias a la riqueza y extensión de las averiguaciones que su puesta en práctica llevó aparejadas. Así, las dos mayores fuentes documentales de que se dispone para el conocimiento de la población de la Corona de Castilla (el llamado recuento de 1530 -en realidad 1528-1536- y el gran censo de 1591), tienen su origen en trabajos destinados a preparar la recaudación del servicio y los millones concedidos a Carlos I y a Felipe II por las Cortes castellanas. De esta manera, el recuento de la población se convertía, en realidad, en un recuento de presumibles contribuyentes. Esto hace que para el correcto empleo de las fuentes que tengan este carácter fiscal, que son las más numerosas y las más utilizadas, sea indispensable tener en cuenta quiénes deberían pagar -sólo pecheros; pecheros y exentos- y el sistema de recaudación a que se recurriría para hacer efectivo su cobro. Si la cantidad que iba a ser exigida a una localidad se estimaba sobre el cálculo del número de contribuyentes, se abría el camino a la ocultación, que, por otra parte, no debió ser muy difícil de lograr; por contra, si la cantidad que debía pagarse en un lugar determinado ya estaba fijada de antemano y su cobro se efectuaba mediante el reparto entre vecinos, podía resultar atractivo hacer crecer sobre el papel el número de éstos para, así, obtener una cantidad menor de pago por fuego o unidad contribuyente.

Una vez señalado el porqué de tomar tantas reservas y precauciones, recordemos que al terminar el siglo XVI se ha calculado que la población española se habría acercado a los ocho millones de habitantes, aunque todavía debemos tomar la cifra con cierta cautela. Para esas mismas fechas, se ha estimado que, por ejemplo, Francia rondaría los dieciocho millones de habitantes, Italia los trece, Alemania los quince, los Países Bajos los tres y las Islas Británicas los seis. Esto supone que, dada su área, la población española habría sido relativamente baja en comparación con otros territorios de las zonas central y occidental de Europa, cuyo conjunto continental se elevaría hasta unos noventa o cien millones de personas. La densidad de población habría resultado baja en términos generales, pudiéndose considerar como media los 15-16 habitantes por kilómetro cuadrado, llegándose a alcanzar densidades muy superiores, de casi 40 habitantes por kilómetro cuadrado, en comarcas santanderinas, e inferiores en diez puntos, como en numerosas zonas del Reino de Aragón.

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