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Austrias Mayores

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Los ingresos de la Corona eran de una diversidad y variedad casi inimaginables, incluyendo desde la percepción de antiguos derechos medievales a tasas de novísima creación, con estados o territorios exentos para algunos de ellos, pero que sí contribuían en otros casos, contando, además, con distintos sistemas de recaudación y una estadística en la que el presupuesto se quedaba en la estimación. Con todo, la Hacienda Real tuvo que recurrir a otros expedientes para proveerse de fondos para sus cuantiosos gastos, haciéndolo con prontitud y en suficiente cantidad. Los asientos y los juros eran los dos más importantes y conocidos. El término asiento se refiere tanto al monopolio de una renta que la Corona arrienda a particulares -yerbas, azogue, estanco de negros, etc.- como a una operación financiera por la que se realiza el préstamo a interés de una cantidad y se gira a un lugar y en un momento determinados en la moneda de cambio en que hubiera que efectuar los pagos en el punto de destino. Para el reembolso del principal y los elevados intereses se hacían libranzas sobre rentas de la Corona, que quedaban, así, asentadas. En su Carlos V y los banqueros, Ramón Carande estudió las relaciones del Emperador con los asentistas y calculó que le prestaron 28.858.207 ducados, por los que hubo de pagar un 34 por ciento más, hasta llegar a la cifra de 38.011.170. Con Carlos I los más célebres, aunque no los únicos, fueron los alemanes Fúcares (Fugger) y Belzares (Welzer), a los que tomarán el relevo banqueros genoveses como los Centurione, Giustiniani, Fiesco o Spínola.

El rentable negocio, al que hay que añadir la adehala -beneficio obtenido con el cambio de la moneda- entrañaba más de un riesgo porque la Corona podía declararse en bancarrota o suspensión de pagos, como hizo en 1557, 1575 y 1596, debiéndose llegar a un arreglo con los acreedores que, por lo general, consistía en que aceptasen ser pagados en juros. Los juros, en un principio, fueron el fruto de mercedes reales que tenían carácter de pensión concedida por algún servicio prestado -perpetuos transmisibles por herencia (juros de heredad) y vitalicios, pagaderos durante la vida del titular. Junto a ellos se crearon los juros al quitar, que eran redimibles y constituían una forma de crédito por la que particulares servían al rey con ciertas cantidades que les serían devueltas con intereses por lo general, un 7 por ciento anual (aunque el rey podía subirlos, lo que, de hecho, suponía una bajada del interés) y que se cobraban sobre rentas de la Corona en los que los juros quedaban situados, aunque en algunos casos podían ser mudados de una renta a otra. Además, eran negociables, pudiendo ser vendidos por los particulares, cosa que solían hacer los asentistas cuando, tras una bancarrota, tenían que aceptar que se les pagase con ellos. En la práctica, acabaron por no ser redimidos nunca, y el abono de sus intereses pesó enormemente sobre la Hacienda Real, que recurrió a ellos de forma creciente durante el XVI. Buena parte de los ingresos de la Corona se destinaba al pago de las operaciones militares en el escenario internacional, donde se mantenían los tercios, así como la flota de galeras de España, para el Mediterráneo y el Estrecho con base en Cartagena y el Puerto de Santa María, y la flota del Mar Océano, para la defensa del Atlántico, cuya importancia se reforzó después del 1580 portugués.

La Monarquía, por otra parte, solía recurrir a la flota de galeras genovesa desde 1528. Las galeras solían ser movidas por galeotes esclavos o reos que cumplían su condena a bordo, y los tercios se componían de soldados voluntarios que recibían un sueldo y que sólo en parte provenían de Castilla, tratándose en su mayoría de mercenarios italianos, flamencos, suizos o alemanes. Los problemas por los retrasos en la percepción de sus pagas se hicieron célebres y derivaron en motines y saqueos de ciudades, como la furia española de Amberes de 1576. Pese a que el temor por una posible invasión desde el exterior siempre fue grande -primero franceses, luego turcos, más tarde ingleses- y el ideal de península cerrada y bien defendida aparece claramente expuesto mucho antes del fracaso de la Armada Invencible, la organización defensiva permanente dentro de los territorios peninsulares no fue amplia ni coherente. Existían milicias concejiles a cuyo mando quedaba el alférez del concejo, las guardas viejas de Castilla -en Aragón, la guarda del reino que era pagada a expensas del reino-, presidios en las plazas norteafricanas y guarniciones; como las que se pusieron en Zaragoza en 1591 o las de Portugal desde 1580. Sí existieron, no obstante, proyectos para crear contigentes de carácter militar más general. Algunos pensaron que los numerosos familiares del Santo Oficio podían convertirse en la base de una fuerza, si no permanente, al menos siempre en reserva.

También se consideró la posibilidad de levantar milicias populares sobre la base de distintos distritos territoriales, al estilo de la gente de ordenanza que se estaba creando en otros reinos. Las razones para que no llegara a cuajar un proyecto de este tipo se encuentran bien expresadas en el siguiente texto, algo prolijo, pero capital: "... podría resultar (peligroso) poniendo todas las armas en poder del pueblo, el cual de su naturaleza es levantado y entra en las novedades con cólera, y poner tanta fuerza en gente que no ha muchos años que estuvo tan alterada (por ejemplo, Comunidades), sin pretender en ello interés alguno, sino el que particularmente algunos de ellos pretendían, no sé yo si será cosa segura, especialmente en tiempo que esta nación está tan evidente que nunca estuvo jamás y más libre en su condición y, si por nuestros pecados, esta maldita pestilencia de Lutero no está del todo rematada en España puede acontecer que no faltase quien secretamente ganase la parte que Cazalla se alababa que tuviera si seis meses tardaran en hacer de él lo que hicieran. Así digo yo ahora que una gente que de su condición es tan inquieta, tanto que se escribe de ella que cuando le faltan enemigos de fuera los busca en casa, y que podemos decir que huelga con novedades, qué hará acrecentándole las libertades, las cuales serán ocasión de removerles el estómago a mil desórdenes. No habrá mancebía, no habrá carnicería, no habrá escuela de danzas ni esgrima donde no haya cuchilladas, porque a todas estas partes irán en escuadrón, y si la justicia los quiere castigar también los hallará en escuadrón.

Demás de esto muy pocos quedarán en España que no anden armados, porque el que fuere de Madrid, si fuere a Segovia, andará armado y si le quisieren quitar las armas dirá que es de la milicia de Madrid y para ello mostrará una cédula falsa o prestada. Y de esta manera todos serán de la milicia y todos andarán armados, y así el pueblo tendrá la fuerza y, como entre ellos habrá muchos moriscos y marranos y villanos, cualquier novedad hallará gente aparejada al humor de que fuere la misma novedad, porque así les ha acaecido a franceses con su infantería". De un lado, encontramos el temor a una revuelta interna; de otro, la posibilidad de una invasión, asociadas ambas al peligro que representan los protestantes propios y ajenos; pero, ante todo, el texto nos presenta una conceptualización muy negativa del pueblo villano (plebs, no populus como comunidad) del que, si llega a armarse, sólo pueden esperarse desgracias. Ese concepto es el propio de la sociedad estamental, que excluye a los villanos como hace con los herejes, los judeoconversos -aquí, marranos- y los moriscos. De la misma forma que la gobernación corresponde a los "meliores terrae", la fuerza debe quedar en sus privilegiadas manos.

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