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Austrias Mayores

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Ennoblecerse equivalía a exención fiscal y esto en el siglo XVI no dejó de ser cada vez más interesante en vista del progresivo incremento de la presión fiscal por parte de la Corona, siempre necesitada de recursos para llevar adelante una política internacional cada vez más costosa y expansiva. Tracemos las líneas básicas de la fiscalidad real en la Corona de Castilla, pues era ésta la que financiaba en lo sustancial la hacienda regia, beneficiándose los otros reinos, en principio, de no tener que mantener esta política a sus expensas. Como sintetizó Modesto Ulloa, a quien seguiremos en esta materia, tres fueron los grandes sistemas que se emplearon a lo largo del siglo XVI para la recaudación: encabezamiento, arrendamiento y repartimiento. En el primero, los contribuyentes se obligaban mancomunadamente a pagar mediante un acuerdo determinada cantidad que se fijaba y que luego se distribuían entre sí y se encargaban de cobrar; en el segundo, el arrendatario pagaba un precio por una renta y se encargaba de su cobranza; en el tercero, por último, el total de la exacción se repartía por la Hacienda Real sin que hubiera mancomunidad. El recurso a estos sistemas se hacía imprescindible tanto por la incapacidad real de administrar directamente sus fuentes de ingresos, pues carecía de suficientes oficiales para proceder directamente a la recaudación, como por la necesidad de obtener recursos por anticipado. Los ingresos de la Corona pueden ser divididos entre los ordinarios y los extraordinarios.

Entre los primeros, se contaban la alcabala, un gravamen del diez por ciento de carácter general sobre las compraventas que corría por cuenta del vendedor, y las tercias reales, las dos novenas partes de los diezmos de la Iglesia. Para facilitar su recaudación, solían cobrarse mediante encabezamiento, lo que suponía una pérdida de rentabilidad para la Hacienda Real porque, al estar su cuantía fijada para un período, no se podía repercutir en el montante el efecto de la subida de los precios. Junto a ellas, estaban algunos derechos de tránsito o aduanas. Así, los puertos secos -aduanas interiores sobre las fronteras de los distintos reinos y con Portugal-; el almojarifazgo mayor de Sevilla, sobre importaciones y exportaciones, a excepción de las americanas, que pagaban el siete y medio por ciento en el almojarifazgo de Indias; los diezmos de la mar, sobre las mercaderías de los puertos cantábricos; el nuevo derecho de las lanas, que gravaba las exportaciones laneras; el servicio y montazgo, sobre los ganados trashumantes; la renta de la seda del Reino de Granada que era trabajada por los moriscos. Otras rentas provenían de estancos o monopolios reales, como la renta de las salinas, el estanco de negros esclavos con destino a Indias, y los de la fabricación y venta de naipes, de la pólvora o del azogue (mercurio) y solimán (sublimado) que se extraía de las minas de Almadén; así como el derecho de señoreaje y monedaje que se cobraba a los propietarios de metales preciosos cuando los convertían en moneda en las cecas o casas de la moneda (Valladolid, Burgos, Toledo, Segovia, La Coruña, Sevilla, Cuenca y Granada).

La fiscalidad real también gravaba la extracción y producción de algunos metales, como el hierro, el azufre, o la galena (alcohol). Dentro de los ingresos extraordinarios de la Corona los más importantes son los servicios y los millones. Los servicios -servicio ordinario y servicio extraordinario- eran una tributación directa otorgada al rey en Cortes por su condición de ingreso extraordinario y que debían pagar sólo los pecheros por vecinos o fuegos, quedando eximidas Granada, Vizcaya, Guipúzcoa y Alava. En un principio eran concedidos como contribución no regular a un pedido regio, normalmente para alguna empresa exterior, pero, de hecho, se convirtieron en un ingreso ordinario porque su concesión acabó siendo perpetua, fijándose el montante del ordinario, a partir de 1538, en trescientos millones de maravedíes y el del extraordinario en ciento cincuenta millones. El impuesto de los millones o servicios de millones fue concedido por las Cortes de Madrid a Felipe II en 1590 después de la Armada Invencible, quedando establecida su cuantía en ocho millones de ducados que debían recaudarse en seis años. Reunía una condición extraordinaria, pues afectaba no sólo a los pecheros, sino también a los exentos, aunque se consiguieron privilegios para no contribuir. La recaudación se hizo a través de arbitrios distintos que elegían los regimientos, pero fue habitual gravar con sisas el consumo de productos como vino, vinagre, jabón, aceite y carne.

Ya se ha mencionado la entrega a la Corona de las tercias reales por parte de la Iglesia, pero ésta contribuyó, además, con la bula de la santa cruzada, el subsidio o décima y el excusado, que formaban el conjunto de las tres gracias concedidas por Roma al Rey Católico para sufragar su Defensa de la Fe. La bula, de la que se ocupaba el Consejo de Cruzada y que era vendida por los bulderos al precio de dos reales de plata, concedía indulgencias y el privilegio de romper el ayuno cuaresmal comiendo huevos y lacticinios. El pago del subsidio eclesiástico, que se renovaba cada cinco años, quedó establecido definitivamente en 1561, cuando Roma concedió 420.000 ducados para armar y mantener una flota de galeras contra el turco; se cobraba sobre las rentas de eclesiásticos (prelados y prebendados), que debían entregar la décima parte de su cuantía y para su recaudación se recurría a la Congregación de las Iglesias de Castilla. Por último, el excusado fue concedido a Felipe II en 1571 y consistía en que el diezmo mayor de los que se recibían en una parroquia pasaba a poder del fisco real, quedando excusado de entregarse a la Iglesia. Como titular de los maestrazgos de las Ordenes Militares, el rey-maestre recibía también las rentas de las mesas maestrales, entre las que destacaban los derechos que se cobraban por permitir el pasto de los ganados en las yerbas. Añadamos, además, que la Corona obtenía otras fuentes de ingresos por medio de ventas, desde hidalguías y dones a privilegios de villazgos, pasando por regimientos o escribanías. Los metales preciosos (oro y plata) procedentes de América contribuían también a la Hacienda Real por medio del quinto real o quinto de los metales, que se debía al rey porque las minas se consideraban una regalía al encontrarse en el subsuelo, lo que se hacía extensible al hallazgo de tesoros en tumbas indígenas (huacas). También se pagaba una quinta parte del valor de perlas y esmeraldas.

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