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De la misma forma que ser cortesano no admite reglas que aprender, ser capaz para el gobierno de una monarquía tampoco las precisa. Lo que debe definir al que compartirá con el rey las tareas de gobernación son esas "virtudes del alma y del ánimo" que se poseen naturalmente, pero que no se adquieren "por más leyes ni libros que hayan visto ni estudiado". He aquí cómo la ética cortesana se convierte en práctica política: el gobierno de la Monarquía debía ser dirigido con caballeros, no con letrados. Parece claro, también, que la recurrente insistencia en la superioridad de lo caballeresco era una forma de convertir la práctica política, o el disgusto ante el rumbo que tomaba, en cultura y ética -recuérdese ese dicho de resonancias moralizantes que Gondomar nos trasladaba, "quen perde a onra polo negocio perde a onra e o negoçio". Sin embargo, es innegable que los cortesanos, pese a sus muchas críticas y protestas, en modo alguno podrían pasarse, valga la expresión, sin la Corona, de cuyo servicio dependen en parte y de cuyas mercedes se benefician social y económicamente, desde la provisión de encomiendas al nombramiento para cargos y oficios. La importancia de la Monarquía como la fuente principal de gracia y patronazgo hace que hasta los más disgustados caballeros de la corte terminen por adaptarse a los cambios, aceptando, por ejemplo, disimular con los privados si es preciso para, como escribía Portalegre, "subir" a los puestos mayores y más ambicionados.

En materia de gracia real, la nobleza cortesana recurre a una interpretación de cuáles son sus fundamentos que difiere de la que parece quiere acabar adoptando el Príncipe. La cuestión del beneficio regio estaba plenamente abierta en el siglo XVI y encontramos su eco muy presente en los textos de corte, pero también en la literatura en general, por ejemplo, en esas vidas de pícaro dominadas por el continuo servir a distintos amos y por las recompensas a las que sus méritos les hacen o no acreedores. La polémica del beneficio se movía entre dos posturas, la de quienes consideraban que las gracias reales eran la recompensa obligatoria a los servicios prestados y los que defendían que la gracia era sólo el fruto de la liberalidad regia que elegía a quien deseaba para agraciarlo. La teoría del mérito que presenta la mayoría de los cortesanos se inclina hacia la primera de estas dos interpretaciones, insistiendo no sólo en que la recompensa de los servicios prestados es necesaria y obligatoria, sino también en que entre éstos debían contarse los propios y los de sus antepasados. Sin embargo, reconociendo que el ius graciandi, el derecho a hacer gracias, es más que una mera prerrogativa real, el Príncipe tiende a repartir sus mercedes y gracias más como expresión de su gusto y voluntad que como el producto de una obligación contraída. En cualquier caso, lo cierto es que el rey concede los beneficios de su patronazgo a quien elige para que le sirva.

A medida que avanza la Edad Moderna, va siendo evidente que para gobernar la Monarquía no se cuenta sólo ya con la pretendida exclusividad nobiliaria. Durante la segunda mitad del siglo XVI, las quejas que esto provocaba se unieron a las que suscitaron la introducción de la etiqueta borgoñona, las nuevas formas de despacho o la práctica de retraimiento seguida por el monarca. Sin embargo, los caballeros no tuvieron más remedio que adaptarse a todos estos cambios operados en la corte porque su responsable último no era otro que el rey. También el gran beneficiado de todas esas mudanzas del gobierno en la corte era el monarca, quien veía acrecentarse su condición de última instancia política cada vez un poco más por encima de la preeminencia que se le otorgaba en una sociedad de estados. Esto permite abrir una cuestión que no está resuelta definitivamente, la de los términos de la absolutización monárquica en el XVI. Teniendo en cuenta los límites que les imponían la sociedad de estados, ni Carlos I ni Felipe II fueron monarcas absolutos, pues, si definimos absolutismo, llanamente, como un régimen en el que la voluntad regia es la ley, su capacidad voluntaria de decisión se veía limitada, en la teoría y en la práctica, por el respeto a los privilegios de estados y reinos. Es cierto que se podía recurrir a la existencia de un principio de necesidad para, a la vista de un peligro inminente, poner en suspenso las trabas que esos privilegios suponían para la acción regia, pero, recuperada la normalidad, los límites volvían a alzarse.

No obstante, si, por contra, se define monarquía absoluta como la realeza de un Príncipe que no reconoce la autoridad de ningún otro por encima de la suya, es evidente que sí es posible referirse a la monarquía del XVI como absoluta. Este parece ser el sentido que a absoluto se daba en la época cuando se empleaba el término. Sin embargo, no hay que olvidar que, en general, por absolutismo se entiende la situación descrita más arriba y no esta última. Aunque no se alcanzara el absolutismo, parece innegable, en cambio, que sí se estaba asistiendo a un proceso de creciente robustecimiento de la voluntad real, lo que algunos autores han denominado proceso de absolutización para distinguirlo del absolutismo pleno (voluntad = ley). Aquí, el momento determinante es el reinado de Felipe II y su escenario principal, la corte, donde, sin duda, la figura real logró una presencia mayor de su capacidad voluntaria de decisión. Fuera de la corte, en los distintos reinos de la Monarquía, las cosas no son tan evidentes, pues la necesidad de concertación de ese Rey Ausente que era el Rey Católico era muchísimo más grande.

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