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En 1548, Carlos I ordenó que se procediese a la introducción en la corte castellana de la etiqueta al estilo de Borgoña. En lo fundamental, consistía en la aparición de nuevos oficios para la asistencia personal del Príncipe Felipe, ante todo un nuevo estilo ordenado para el servicio de las comidas. La decisión no fue muy bien recibida. El mantenimiento del estilo borgoñón suponía un incremento de los gastos en Palacio, pues, aunque disminuyera el número de cargos, aumentaban las cantidades que a cada uno les estaban asignadas. Por ello, en las peticiones de las cortes castellanas de 1555 y 1558 se pidió que en la casa que había que poner a Don Carlos se volviese al tradicional estilo de Castilla. Para la mayoría de los cortesanos, la etiqueta borgoñona fue una dificultad añadida, puesto que suponía mayores dificultades para ese "tener entrada" que todos ansiaban. Sin embargo, no hizo otra cosa que reforzar las pautas anteriores de ambicionar los lugares próximos al rey, puesto que éstos habían venido a ser todavía menos y el acceso a la regia persona se había hecho considerablemente más restringido y difícil. Desde el punto de vista de la majestad real, la importancia de la etiqueta de Borgoña no radica tanto en que diera una mayor magnificencia o boato a la vida en Palacio. La corte castellana anterior a 1548 parece haber sido de una divertida y espléndida brillantez caballeresca, que no parece que tuviera tanto que envidiar a los fastos septentrionales que el Príncipe Felipe conoció en su célebre viaje a los Países Bajos iniciado el mismo año que se reformaba su Casa a la borgoñona.

Por otra parte, la práctica de la etiqueta implantada en Castilla no consistió en la restauración del mítico estilo Borgoña de tiempos de Carlos el Temerario, sino que resultó una mezcla del orden cortesano del Emperador con pervivencias castellanas. La transcendencia capital de la etiqueta borgoñona consistió en que facilitaba el retraimiento del Príncipe dentro de la corte. El historiador Ludwig Pfandl apuntó que esta etiqueta venía a convertir al Príncipe en una especie de tabú dentro de las paredes del Palacio. El nuevo estilo de servir levantaba una barrera en torno a la persona real que muy pocos llegaban a atravesar y la vida palaciega giraba, precisamente, alrededor de la proximidad al rey y de los lugares que se ocupaban en su estela. El espacio de la corte, siempre sujeto a reglas, aparecía, ahora, indisponible y mucho más limitado. Todavía se habría de estrechar bastante más, porque la tendencia de retraimiento regio no dejaría de crecer a lo largo de la segunda mitad del siglo XVI. Se ha dicho que Felipe II se convirtió en una especie de Rey Oculto, tema que ha sido estudiado brillantemente por Fernando Checa. El cronista Pierre Matthieu describió las prácticas de ocultamiento de Felipe II de una forma muy expresiva. Para este autor, "no (a)parecía, sino como San Telmo en las nubes pasado la tempestad y vendía tan cara su vista a los españoles que ninguno, por grande que fuese, le vio sin primero solicitarlo".

Escenario predilecto de ese retraimiento habrían sido, en primer lugar, las casas y sitios reales, como el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, donde -escribe Matthieu- "se encerró... resuelto en no salir más y en mirar desde allí las ondas y las borrascas de la tierra". Pero incluso en el interior del Alcázar de Madrid, Felipe II habría buscado ocultar su visión al común de los cortesanos; en la capilla real con el recurso a la cortina que velaba su imagen; en esa torre en que tanto le gustaba estar porque desde ella podía verlo todo y no ser visto: "Ve su Majestad por las vidrieras encajadas en mármoles todos los que entran y salen sin ser él visto". Pero también en la ya analizada práctica del despacho de los negocios se deja observar ese retraimiento característico, pues éste se primaba, sin duda, al prescindir del despacho a boca y a pie en beneficio de la consulta escrita, con el desarrollo de la figura de los secretarios reales que Felipe II propició. Las críticas que recibió por abandonar el despacho tradicional, recuérdese, insistían en que era un mandato divino que los reyes "fuesen y sean públicos y patentes oráculos a donde todos sus súbditos vengan por respuestas y por remedio de sus necesidades y consuelo de sus afliciones, lo cual todo llevan muchos y muchas veces con sólo haber visto la cara de su rey y llevar una palabra buena de su boca".

Felipe II no habría querido ser público y patente oráculo que se manifestaba a sus súbditos y prefirió ocultarse. Para Pierre Matthieu, lo que había conseguido el rey con ello era que: "Cuanto más lejos estaban de él sus vasallos tanto más le temían, conociendo por el apartamiento una grandeza admirable y alguna cosa más que las ordinarias". He aquí un objetivo político claro tras el ocultamiento real, una forma de realzar la majestad al hacerla, si se quiere, más misteriosa e incrementar, de esta forma, el poder monárquico, preeminente, pero todavía limitado en el siglo XVI. Otros monarcas de la Edad Moderna también usaron su imagen para conseguir objetivos similares, aunque el caso de Felipe II y los Austrias posteriores resulta extraordinario porque lo habitual es incrementar y facilitar la visión de los reyes, no impedirla. Entre los coetáneos del Rey Prudente, por ejemplo, Isabel I Tudor parece haber sido plenamente consciente de la importancia de la majestad para desplegar su poder en escena. Entre los monarcas del siglo siguiente, Luis XIV es, sin duda, quien nos ofrece el ejemplo más completo de uso de la majestad con estos fines, pero, también en este caso, se recurre a la participación en espectáculos de corte y toda clase de ceremonias palaciegas. En las Memorias de Luis XIV encontramos una interesante teoría del valor político de dejarse ver abiertamente entre sus súbditos. En un pasaje recuerda la práctica de ocultamiento característica de los Austrias hispanos que había iniciado su antepasado Felipe II: "Hay naciones en las que la majestad de los reyes consiste, ante todo, en nunca dejarse ver.

Esto es posible entre espíritus acostumbrados a la servidumbre, a los que sólo se gobierna mediante el miedo y el terror". Quiere Luis XIV que una monarquía en la que el rey no se deja ver por sus súbditos es una forma proclive a la tiranía, pero, aunque la condena expresamente, obsérvese que, como ya antes Pierre Matthieu, no deja duda de la efectividad política de esta práctica de ocultamiento en el robustecimiento del poder real. Para los cortesanos el paso del siglo se había ido sustanciando en una serie de modificaciones en el que había sido su orden tradicional. Bien a través de la etiqueta de Borgoña o de las nuevas formas de despacho, la presencia del rey se les negaba y, con ello, la posibilidad de ascender en la corte se hacía más complicada y debía correr por nuevos caminos. Uno de éstos era acercarse a esos nuevos privados que también habían pasado a ocupar un lugar en el despacho y que tenían entrada gracias a la etiqueta borgoñona. El Conde de Portalegre se hizo eco de todos estos cambios en la Instrucción de 1592, un magnífico texto de corte compuesto "para lectura de curiosos" y no sólo para su hijo, como se quiere aparentar en su personalizada redacción. Como Portalegre, que se había criado en la corte anterior a 1548, trazaba sus preceptos sobre la base de la instrucción que Juan de Vega había escrito a mediados del siglo, la comparación entre ambas arroja mucha luz sobre la capacidad de reacción de que los cortesanos hicieron gala para adaptarse a una corte cambiante.

Cómo enfrentarse o encarar la figura de los privados se contaba entre las novedades: "Para subir a estos puestos (los mayores) el camino del atajo es el de la negociación, más llano el de los merecimientos, pero rodéase mucho por él. Tomaría que fuésedes por medio entre la solicitud indigna y baja de los más y la entereza, y al revés de Juan de Vega, que nunca se rindió a los lobos,... procurad merecer las cosas v fundaos en esto, mas no disgustéis a los privados, sufridlos, disimulad con ellos y granjeadlos con decoro y destreza". Un cortesano no debería incurrir nunca en la indecorosa mentira, pero sí le estará permitido disimular con destreza. La disimulación de que aquí se habla será uno de los signos más característicos de la vida de corte moderna. Era ésta una especie de razón de estado cortesana que, sin entregarse a la mentira, tampoco llegaba a decir la verdad. A finales del siglo, los preceptos de Portalegre sancionaban la adopción de esta ambigua actitud como algo necesario para quien quisiera vivir en la corte y ascender en ella. Sin embargo, setenta años antes disimular era un paso que no todos querían dar porque se hallaba demasiado cerca del mentir, limitándose a emplearse en los otros dos ejercicios que la teoría de corte recomendaba, esperar y desconfiar. Uno de los primeros y mejores retratos conservados de la vida de corte en la España del XVI fue el que Johannes Dantiscus trazó en su correspondencia. En 1519, se encontraba en Barcelona durante la celebración del capítulo del Toisón de Oro presidido por Carlos, el nuevo Emperador, y le escribió a un amigo cómo era aquel laberinto en el que, confesaba, se hallaba algo perdido.

Comparando la corte como una gran escuela, el embajador Dantiscus apunta que en ella se aprenden cuatro grandes facultades, es decir, materias de enseñanza: "... la primera enseña la paciencia, la segunda a no confiar, la tercera a disimular y la cuarta y la principal a cómo mentir con educación". Dicho esto, a continuación expone el estado de sus progresos en el adiestramiento cortesano que estaba recibiendo en Barcelona: "Yo mismo soy consciente de cuánto he aprovechado en la primera; en la segunda escucho lecciones a diario; las dos últimas exigen un carácter más sutil que el mío y nadie puede progresar en ellas a no ser por inclinación natural"; para terminar pidiendo que el rey Segismundo Jagellón "me haga volver, pues ya estoy más que medianamente instruido en las dos primeras. No sea que, al demorar aquí mi estancia, la maldad venza a la naturaleza en las dos siguientes". Como puede verse, a comienzos del XVI se desaprobaba, claro, la mentira, pero también la disimulación, porque una y otra eran incompatibles con la naturaleza, es decir, con la naturalidad que, según la preceptiva, constituía el ideal del caballero en corte. No sólo no debía falsear la verdad mintiendo, el perfecto cortesano tenía que huir de toda afectación, también engañosa, en sus ademanes y actitudes para mostrarse tal cual era. Esto ya sería suficiente para probar lo egregio de su condición, porque la perfecta cortesanía era una expresión de la virtud interior, una especie de privilegio estamental que de forma natural poseían damas y caballeros.

Esa natural virtud interior donde se demostraba con mayor brillantez era en la agilidad al dialogar y en el ingenio al hacer comentarios, se decía, "de repente". Recuérdese aquí a Folch de Cardona que, por no mentir, sólo hablaba su nativo catalán en la corte y es que la expresión oral también debía ser natural y no falseada. Sin duda, la cortesanía del XVI supone el triunfo de la oralidad y su quintaesencia, El Cortesano de Castiglione, como escribió Garcilaso de la Vega, era un libro que "trata de todas las maneras que puede haber de decir donaires y cosas bien dichas a propósito de hacer reír y de hablar delgadamente". El término italiano "sprezzatura" venía a definir esa buscada falta de afectación en comportamiento, gestos y expresión que debían adoptar los cortesanos. En castellano, la idea se tradujo en la máxima de moverse con un "desembarazo compuesto". Sin embargo, comportarse así exigía más de un esfuerzo porque la ansiada naturalidad no era afectada, pero tampoco podía caer en simpleza o rusticidad. La cortesanía era una forma de mesura entre todos los extremos posibles de la que resultaban amenidad, entre el disgusto y la burla, alegría, entre la gravedad y el ridículo, agudeza, entre la tosquedad y la erudición, apostura, entre la fealdad y la lindeza, etc., etc. En castellano, a este segundo carácter de la cortesanía se le llamó comedimiento. En suma, para la nobleza cortesana el Palacio es un espacio moral y su cultura una forma de ética, algo innato, no estudiado, fruto apenas de la virtud estamental de sus componentes.

Pero esto no supone que tras esa mesurada ética de la naturalidad no se escondiera una política, una respuesta a una pregunta clave para el siglo XVI, la de en quiénes deberá apoyarse el monarca o, en el fondo, cómo se ha de gobernar. Un principio inamovible del perfecto cortesano es que no se puede aprender a serlo, que, por más que se imiten ademanes y gestos, la cortesanía no tiene reglas y sólo se alcanza, lo hemos visto, como expresión de una innata virtud aristocrática. Ese rechazo de lo aprendido es el mismo que sale a relucir en la negativa nobiliaria a aceptar que una formación escolástica fuera base suficiente para enfrentar las tareas de gobierno y que fue lanzada contra el ascenso político de los letrados juristas. Por ejemplo, cuando Felipe II, recién llegado al trono en 1556, introdujo un número mayor de letrados en los consejos en detrimento de la presencia nobiliaria, Juan de Vega, al que ya conocemos por sus advertencias cortesanas, le escribió al mismo rey sin contemplaciones que: "... muy diferente cosa es saber las leyes y pragmáticas de cómo se ha de gobernar los reinos y provincias y hacer justicia al ejecutar el gobierno y la justicia, que, si por reglas e instrucciones se pudiesen aprender las cosas semejantes, no habría nadie que con un poco de ingenio no diese a aprender estas reglas, así de la paz como de la guerra y no saliese excelente y bastante en el arte, mas como la cosa no está en la ciencia adquista (i.e. adquirida), sino en otras virtudes del alma y del ánimo que Dios da a quien es servido, hay tan pocos sujetos para semejante oficio, por más leyes ni libros que hayan visto ni estudiado".

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