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La palabra exclusión surge con frecuencia cuando se habla de la España del XVI, un siglo que se encuentra flanqueado, casi simétricamente, por dos grandes éxodos obligados de población, el de los judíos de 1492 y el de los moriscos de 1609. Él mismo ve sucederse ese primer episodio de lo que ocurrirá en 1609 que fue la expulsión de los moriscos del Reino de Granada y su dispersión por el resto de los territorios peninsulares. Asiste, también, al celo inquisitorial que vigila de cerca el pensamiento y la vida de los conversos o cristianos nuevos, los cuales no serán sólo ya judeoconversos, sino también los moriscos a los que, primero en Castilla y luego en Aragón, se ha forzado a convertirse de musulmanes en cristianos. La mayoría de los moriscos parecen haber seguido manteniendo su credo y costumbres en secreto; no así los judeoconversos, entre los que la práctica del criptojudaísmo fue más escasa, sobre todo, después de la represión brutal ejercida en el paso del XV al XVI. Y, sin olvidar la vigencia de una obsesiva preocupación por la limpieza de sangre que aparece detrás de la implantación de distintos estatutos de limpieza de sangre en cabildos, órdenes religiosas y concejos, recordemos que a la vigilancia que el Santo Oficio muestra hacia los conversos se unirá la persecución a que se somete a los que defienden las herejías protestantes. Tan distintos entre sí, judeoconversos, moriscos y herejes acabarán apareciendo unidos por la inquina con la que los trató la sociedad hispánica del siglo XVI.

La causa que, en último término, podría explicar semejante rechazo parece no estar tanto en los que son repudiados como en los que repudian, en los que se definen como "cristianos viejos" o "limpios". Estos son los que para reconocerse a sí mismos como una comunidad necesitan crear la figura de los otros; son los manchados los que constituyen la frontera dentro de la cual se puede reconocer la comunidad católica o cristiana vieja. El concepto de excomunión -apartar de la comunidad- ilustra a la perfección esa idea no integradora y excluyente. Es la alteridad absoluta, esa condición de no ser como los otros, lo que, de hecho, une a criptojudíos, moriscos y herejes. Y para ellos no queda espacio en una sociedad de estamentos porque, al no estar construida sobre la igualdad de sus miembros, necesita la radical diferencia de los otros para definirse como tal comunidad. En la España del siglo XVI, a esta esencial falta de cohesión propia de la sociedad de estados, se unió la herencia de enfrentamientos, muy fuerte en ámbitos locales, entre grupos de poder y económicos vinculados bien a conversos o bien a cristianos viejos. Como ha mostrado Jaime Contreras, la lucha por el poder local ayuda a explicar denuncias y apertura de procesos, entrando la consideración de la fe a ser un elemento en la estrategia de las facciones y de las oligarquías. La situación terminó agravándose porque, después de la Reforma, la evolución del catolicismo romano recorría ya de forma meridiana el camino de la confesionalización, un proceso que tendía, de un lado, a uniformar interiormente a la comunidad de fieles y, de otro, a singularizarla frente a las demás.

Confesionalizar conllevaba, primero, la negación absoluta de todos los otros credos que habían resultado de la fractura religiosa (católicos vs. luteranos vs. calvinistas vs. anabaptistas, etc., etc.); pero no se trata sólo de la negación de su verdad, sino también de su combate y, en la medida de lo posible, de su exterminación. La mentalidad confesional era profundamente militante y se traducía en el recurso a la violencia -conversión forzosa, guerra civil religiosa- y en el ideal de misión -por ejemplo, jesuitas a Inglaterra, hugonotes a Países Bajos. En segundo lugar, las muestras externas de cada credo (ceremonias, ritos, oraciones, lecturas) se elevaron al primer plano, convertidas en signo distintivo de la pertenencia a una confesión y elemento de su diferenciación. Así un calvinista lee en su lengua la Institución del cristiano y participa en la escuela dominical; un católico reza con las Horas de la Virgen, va de romería y adorna sus paredes con imágenes de santos. De esta manera, los hechos cotidianos (ajuares, usos higiénicos, costumbres alimenticias, profesiones, diversiones, etc.) pasaron a primer plano y pudieron acabar siendo dotados de un valor confesional, siguiendo una lógica del siguiente tipo: los protestantes comen, visten o se saludan de una forma determinada que los diferencia como tal grupo. La vida cotidiana y las formas materiales de cultura son sujetas a una regulación hasta entonces impensable en lo que se llama disciplinamiento social.

La exclusión es el fruto natural de la alteridad en una sociedad de estados porque no puede reservarse un espacio para aquellos que se quedan fuera de la comunidad y, si ésta viene definida por la confesionalización o la limpieza de sangre, los que no participan de ciertas formas exteriores, son de linajes diferentes o practican un credo distinto no pueden permanecer durante más tiempo en su mismo territorio. Podría decirse que la alteridad los convierte en extraños, los hace extranjeros, y que la exclusión es una forma íntimamente ligada a lo xenófobo -el excomulgado se convierte en extranjero. Se cierra, así, el espacio impidiendo que entren los protestantes o eliminando a los que ya hayan entrado, se terminará por expulsar a los moriscos y se recelará siempre de que los conversos no sean, en realidad, otra cosa que criptojudíos. El Santo Oficio de la Inquisición encarna con dedicación su papel de garante de una cohesión basada en el repudio de la alteridad religiosa y cultural. Se crearon nuevos tribunales en Granada (1526) y Santiago de Compostela (1561) y la red de familiares se asentó definitivamente, por supuesto, sobre la probanza de limpieza de sangre. Su ambigüedad entre institución eclesiástica e instrumento político de la Corona es el mejor ejemplo de cómo la uniformidad religiosa y cultural era el fruto exigido por la confesionalización y de cómo el disciplinamiento social era imposible sin el concurso de la autoridad del Rey Católico, cuyo poder, claro está, acabará incrementándose.

Las situaciones en las que la Inquisición actuó como instrumento político y confesional fueron numerosas. Por ejemplo, en 1581, el Obispo de Huesca solicitó de Felipe II que ordenase al Santo Oficio proceder contra los bandoleros que operaban en las tierras pirenaicas como si fuesen herejes, pues habían atacado a las propiedades eclesiásticas. En la carta del prelado, el Rey Católico aparece como el brazo ejecutor de la verdadera religión y la Inquisición como su principal agente: "Y porque ha más de un año que están descomulgados perseverando en la desobediencia de la Sede Apostólica, con riesgo tan voluntario de sus almas, ya podía mandar Vuestra Majestad que, atento que o por temor o por otros respectos no se atrevan a resistirles los pueblos, proceda el Santo Oficio contra ellos, como contra suspectos de fide, según lo dispone el Concilio Tridentino". El "peligro" del criptojudaísmo parece haberse desvanecido después de 1530, aunque la llegada de judeoconversos procedentes de Portugal reavivará la paranoia en el último cuarto de siglo. Un nuevo objetivo será la represión de los moriscos, que no deja de intensificarse, así como la de los cenáculos protestantes, aunque los grandes autos de fe de Sevilla y Valladolid de 1559 parecen haber abortado definitivamente la historia española del evangelismo. Muestra de la paranoia en que había desembocado la lucha confesional o consecuencia de su esencial alteridad, judíos, protestantes y moriscos son convertidos en aliados que han venido a conjurarse entre sí.

Por ejemplo, el bachiller Alonso Rodríguez unía para el Santo Oficio la doble condición de descendiente de confesos y de haber profesado el luteranismo en Sevilla, donde fue condenado en 1564 porque iba al quemadero de los herejes y tomaba las cenizas de algunos que habían sido sus amigos y las guardaba para sí y para sus devotas. La supuesta alianza se hacía más peligrosa, si cabe, porque era propiciada por los enemigos exteriores de la Monarquía -Francia, Inglaterra, el Turco, Países Bajos- que podían enviar a sus agentes a España para destruirla. También las colonias de extranjeros serán objeto de los recelos inquisitoriales, sobre todo si provienen de tierras en las que se asiste a un abierto conflicto confesional. El cartógrafo flamenco Joris Hoefnagel viajó por España entre 1563 y 1567 dibujando las vistas de ciudades con destino a las Civitates Orbis Terrarum de Hogenberg-Braun. En uno de sus dibujos representa a un sambenitado -la cruz roja aspada del sambenito era el signo que debían llevar los penitenciados por la Inquisición- sobre unos versos en neerlandés cuya traducción al castellano sería: "Meditad sobre mí, cuantos tenéis tratos con los tierras de España. Esto es la Inquisición. El Santo Oficio cuida así de quienes no dominan bien su lengua, persigue a muchos buenos hombres a quienes no les sirve de nada quejarse. Lleva el sambenito. Cierra la boca, cierra la bolsa.

Este es el lema del mundo". El consejo de Hoefnagel para los extranjeros que viajen a España se resume en esos versos finales "Cierra la boca, cierra la bolsa. Este es el lema del mundo" -Mont toe, borse toe, dat is tsweerelds deuijs. Una recomendación para practicar el nicodemismo, es decir, aceptación formal del credo oficial, pero íntima fidelidad al que de verdad se profesa. Parece que muchos de los extranjeros residentes en la España de Felipe II como comerciantes, artistas o, incluso, oficiales reales adoptaron una postura de corte nicodemita, intentando librarse, así, del acoso del Santo Oficio para el que siempre resultaron sospechosos. Pero, junto a estos grandes enemigos, la Inquisición dedicó buena parte de sus más que particulares esfuerzos al control de los cristianos viejos, ocupándose de la purificación de sus usos y costumbres (bigamia, hechicería, blasfemias, superstición, fornicación simple, etc.). Por tanto, podría inducir a error pensar que el Santo Oficio se ocupaba sólo de las minorías, pues, a la vista está, también lo hizo de esa mayoría que se intentaba disciplinar. En el caso de los moriscos, su consideración exclusiva como minoría puede llegar a distorsionar la comprensión del problema. Claro está que constituyen una minoría a escala global, puesto que se ha calculado que su número sería de unos 300.000 a finales del siglo XVI sobre un conjunto de cerca de ocho millones. Sin embargo, localmente los moriscos son algo mucho más que una minoría, llegando a representar más de la mitad de la población granadina antes de la Guerra de las Alpujarras y en torno a un cuarto de la de Aragón y Valencia, donde ocupan amplias zonas de señorío.

Los antiguos mudéjares de la Corona de Castilla fueron obligados a convertirse al cristianismo en 1502 y los de la Corona de Aragón se vieron forzados a lo mismo en 1525. En esas zonas en las que localmente no son una minoría, los moriscos, además de su credo, conservaron plenamente vivas su lengua, escrita y hablada, y sus usos y costumbres, lo que no se avenía con una sociedad que estaba en vías de confesionalización como era la cristiana vieja. En su Viaje por España, Andrea Navagero nos describe así las diferencias de los que poblaban Granada: "Los moriscos hablan su antigua y nativa lengua, y son muy pocos los que quieren aprender el castellano; son cristianos medio por fuerza y están poco instruidos en las cosas de la fe, pues se pone en ello tan poca diligencia, porque es más provechoso a los clérigos que estén así y no de otra manera; por esto, en secreto o son tan moros como antes, o no tienen ninguna fe; son además muy enemigos de los españoles, de los cuales no son en verdad muy bien tratados. Todas las mujeres visten a la morisca, que es un traje muy fantástico". Los intentos de integración por medio de la misionalización y la educación de los más jóvenes que se había pactado con sus autoridades no dieron resultado y los moriscos mantuvieron, así, su alteridad doblemente, primero en lo religioso, después en lo cultural y consuetudinario. Además, fueron acusados de colaborar con los turcos favoreciendo los ataques corsarios que los berberiscos lanzaban contra las costas del Mediterráneo.

La consecuencia directa de su no integración fue la expulsión de los moriscos granadinos después de la revuelta alpujarreña de 1568-1570. Unos 75.000 fueron repartidos por las tierras de la Corona de Castilla, donde ya vivían pequeños grupos de moriscos descendientes de los antiguos mudéjares castellanos, y sus lugares de origen fueron repoblados con cristianos viejos. La deportación de los moriscos del Reino de Granada tampoco resolvió el problema, sino que, por el contrario, vino a agravarlo quedando la población repartida por un espacio del todo ajeno en el que un grupo desintegrado e irreconocible como comunidad sí que estaba verdaderamente condenado a la exclusión. La definitiva expulsión de 1609 fue el resultado de esa exclusión; los moriscos habían perdido su espacio y debían abandonar el de los otros. Sólo en Valencia y Aragón, donde, en su mayoría, eran vasallos de tierras de señorío, la nobleza intentó evitar su salida. Los nobles adoptaron esta posición, sin duda, porque la expulsión les acarreaba grandes pérdidas económicas, pero también porque los moriscos estaban allí como sus vasallos. Formaban parte del señorío y éste era un espacio cuya realidad sí que era reconocida en una sociedad de estados.

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