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Austrias Mayores

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La forma clásica, aunque no la única, de establecer la relación entre el rey y el reino habrían sido las asambleas de estados bajo la forma de cortes, parlamentos, dietas, etc., que se reunían por convocatoria real. Gracias a ellas, el rey podía recibir la ayuda -económica o militar, ante todo- y el consejo que necesitaba para cumplir con sus funciones. Ciñéndonos al ámbito peninsular, a finales del reinado de Felipe II había cortes en Castilla, Navarra, Aragón, Valencia, Cataluña y Portugal. Representan al reino en su división por estamentos (nobiliario-militar, eclesiástico y llano-real-popular-comunidades-"povos"), reuniéndose en tres brazos, salvo en las de Aragón que contaban con cuatro (ricos hombres, caballeros, eclesiástico y llano). Desde las celebradas en Toledo de 1538, a las Cortes de Castilla no serán convocados nobles y eclesiásticos, pasando a reunirse el rey sólo con los dos procuradores que enviaban cada una de las dieciocho ciudades que tenían voto en cortes (Burgos, Toledo, León, Toro, Zamora, Salamanca, Valladolid, Soria, Avila, Segovia, Madrid, Guadalajara, Cuenca, Córdoba, Sevilla, Jaén, Murcia y Granada). La no convocatoria del estamento eclesiástico se palió en parte gracias a la Congregación de las Iglesias de Castilla que, formada por representantes de los grandes cabildos catedrales, se reunía en Toledo y que permitió una relación corporativa con la Corona en aspectos como la recaudación de rentas eclesiásticas concedidas por Roma al Rey Católico.

Algunos territorios contarán con juntas generales particulares, como Asturias, Galicia o el señorío de Vizcaya, Alava y Guipúzcoa. Vinculadas con las cortes regnícolas se encuentran las Diputaciones, especialmente activas en la Corona de Aragón, donde se convirtieron en defensoras de los privilegios territoriales frente a la acción real o virreinal. También existieron en Navarra (1593) y Castilla (1525). En su origen, las Diputaciones debían servir para seguir y vigilar el cumplimiento de lo acordado en las cortes una vez que éstas se habían disuelto, en especial la recaudación de las ayudas tributarias concedidas. Se ha discutido muchísimo sobre el sentido que había que darle al principio sobre el que se sustentaban las asambleas de estados de la Alta Edad Moderna y que se cifraba en la sentencia "quod omnes tangit ab omnibus approbari debet", es decir, lo que a todos concierne debe ser aprobado por todos. La historiografía liberal magnificó el alcance y extensión de ese principio y pensó que cortes y dietas eran el antecedente directo de las asambleas representativas del XIX, convirtiendo a los antiguos parlamentos y cortes en una especie de valladar legislativo de los excesos monárquicos, similar al que representaban las asambleas parlamentarias de su tiempo contra la política del ejecutivo. Sin embargo, aunque es difícil sustraerse a la tentación de considerar estas asambleas de estados de la Edad Moderna como una expresión de la voluntad general, la noción de reino excluía en la práctica a gran parte de la población.

En realidad, sólo representaba, como explica Hespanha, a los que eran titulares de intereses jurídicos en causa, a aquellos que podían verse afectados por las peticiones que iba a cursar el rey (cobro de tributos, por ejemplo) y de los que, por tanto, debía ser solicitada la aceptación. Esto, y no la idea de voluntad general, se encontraría tras la famosa fórmula "quod omnibus tangit..." A este respecto, obsérvese que las mitificadas cortes castellanas sólo representaban a dieciocho ciudades del reino y que, además, los procuradores que entraban en ellas eran elegidos por las oligarquías locales, cuyos intereses, evidentemente, servían. Pero, volviendo ahora a la Monarquía Hispánica y a su ausente Rey Católico, hay que decir que su práctica parece haber respondido al citado dualismo característico de la sociedad de estados. Habría sido ésta una monarquía preeminente que se fundamentaría en la concertación dentro de los distintos reinos, en la que el campo de acción regia se vería limitado, en primer lugar, por el respeto a todos los privilegios existentes en cada uno de ellos y que, según los lugares, recibirían el nombre de fueros, libertades, derechos, etc. Una circunstancia fundamental es pensar que este sistema de concertación estuvo abierto continuamente a la renegociación, a la reformulación de los términos pactados, porque la Monarquía Hispánica no fue un sistema congelado, sino más o menos ágilmente capaz de adaptarse a nuevas circunstancias en nuevos territorios, como, por ejemplo, el portugués a partir de 1580.

Por otra parte, también constituiría un error pensar que la Monarquía Hispánica fue un sistema ideal en el que no hubo conflictos y en el que la Corona no recurrió a la fuerza para imponer sus criterios, bien porque dispusiera de recursos suficientes para alterar su posición en este o aquel territorio, bien porque el equilibrio interno dentro de uno de los reinos le fuese desfavorable. Para que el paradigma jurisdiccionalista funcionase a la perfección era preciso que los reyes no tuvieran voluntad, parafraseando la singular sentencia que, según Jehan L'Hermitte, habría pronunciado Carlos I ("Que los reyes no habían de tener casas ni voluntad"), que se conformasen con el disfrute de su dorada majestad, que aceptasen ser aconsejados en su gobierno y que, como buenos jueces, respetasen todos los privilegios de quienes eran acreedores a ello. Pero esto, claro está, no fue siempre así, en especial en el reinado de Felipe II para con ciertos territorios, como el Reino de Aragón, al que "deja reformadas sus leyes con yugo de guarnición en Zaragoza y otras partes, habiendo degollado a los que perturbaron la paz pública y la buena administración de la justicia y ha incorporado en su Corona Real el Maestrazgo de Montesa y el Condado de Ribagorza". Tomamos estas frases de un Papel que se redactó en 1598, cuando el rey iba a morir, y en el que se enjuiciaban las distintas acciones del monarca durante su largo reinado.

En ese mismo texto se habla del único tesoro que Felipe II "ha amontonado" y que, lejos de ser material, no habría consistido en otra cosa que en ser "temido". Sin duda, el reinado de Felipe II ocupa un lugar crucial en el largo y complejo proceso de absolutización monárquica en la España moderna. Este proceso de robustecimiento del poder regio vendrá a provocar las mayores distorsiones dentro de la Monarquía Hispánica y el intento de sustituir su sistema por otro nuevo en el que la ausencia real se paliaba por medios distintos a los tradicionales -administrativismo y no jurisdiccionalismo- fue la causa de la ruina de todo el conjunto, como bien muestra el ciclo de grandes revoluciones y revueltas que hizo tambalearse la Monarquía a mediados del siglo XVII. Sin embargo, fue el mismo Felipe II quien en 1580, apenas diez años antes de reformar las leyes aragonesas por la fuerza, dirigió la integración de la Corona de Portugal en el seno de la Monarquía Hispánica de acuerdo con los principios tradicionales de, primero, mantenimiento de todo su privativo régimen político-jurisdiccional y, segundo, concertación con las elites locales, en especial con los fidalgos del reino. De las Cortes de Tomar de 1581 salió el llamado Estatuto de Tomar por el que Portugal se agregaba a la Monarquía Hispánica como un reino particular, en el que sólo los naturales del reino podían entrar en la administración de su justicia y su hacienda, su organización eclesiástica e imperial, así como en su asamblea estamental de representación.

Lo que, eso sí, perdía Portugal era un rey que residiera en el reino, y esto, pese a sus protestas y lamentos, no sin cierta satisfacción por parte de los fidalgos. Para paliar dicha falta de asistencia regia, el Estatuto de Tomar arbitró dos grandes expedientes: un Consejo de Portugal que, como otros consejos de reinos, residiría cerca del monarca en su corte aconsejándole en materias portuguesas, y un sistema de virreinatos o gobernaciones que representarían al rey en el reino como "alter nos" de la ausente figura monárquica. Ambos expedientes nacían como privilegio del reino, eran una parte de sus fueros y libertades, simbolizando la eminente condición jurídica y política de Portugal pese a haberse agregado a la Monarquía del Rey Católico. Consejos y virreinatos/gobernaciones se encuentran entre esos medios capaces de suplir la presencia del príncipe allí donde resultaría imprescindible, en palabras del citado Varillas. Aunque a continuación vayan a ser considerados también como medios de gobierno al servicio del rey, virreinatos/gobernaciones y consejos no dejan de ser una expresión de que se mantenía el particularismo de los dominios de que se componía la Monarquía Hispánica. Por sí solas, la existencia de un virrey de Portugal o de un Consejo de Aragón indicaba lo diferentes que eran esos dos dominios y dejaba claro que, respectivamente, mantenían unas relaciones particularizadas con el Rey Católico, relaciones que ya no seguían la única vía de la reunión de los Tres Estados de las Cortes portuguesas o de las Cortes de Aragón.

Así, pues, en cada uno de los territorios, la Monarquía fue realizando una serie de pactos que, de una manera más o menos formalizada, hicieron posible el dominio, solventando en primer lugar el problema de la consabida ausencia de la figura real. Los llamados a entrar en esa negociación fueron las elites de los distintos territorios, aquellos que eran titulares de derechos políticos, los que eran los "meliores terrae", los que, con propiedad, constituían el reino, quienes garantizaron la práctica de esa Monarquía. Antes hemos señalado la incapacidad de la Monarquía Hispánica de poder gobernar de una manera centralista el mosaico de sus territorios porque, en primer lugar, no disponía de un cuerpo de oficiales suficientemente amplio como para garantizar el dominio o transmitir los mandamientos y órdenes que habrían debido recibir desde esa sede central. Sin embargo, la alianza dualista con las elites locales sí que permitía ejercer el control que era preciso tener sobre los territorios puesto que, llegado el caso, las redes de clientelas que esas elites habían construido sobre el terreno venían a servir los intereses de la Corona, que no siempre disponía de ellas, aunque pretenda forjar las suyas propias. Esas redes clientelares eran muy fuertes en el ámbito local y se mantenían y manifestaban gracias a distintas formas de patronazgo que generaban una relación de dependencia entre un señor y sus criaturas o clientes, quienes, a su vez, podían volver a ser cabeza de nuevas clientelas, hasta lograr el sistema una red jerarquizada de dependencias más o menos difusas que afectaba a amplias capas de población y espacios no pequeños.

De esta forma, los papeles del Rey Católico y de las elites quedaban reforzados, haciendo estas últimas viable el gobierno real en la escala territorial, al tiempo que el dominio local de las oligarquías quedaba, igualmente, asegurado como fruto de semejante alianza. Eran los miembros de las elites y oligarquías los que interpretaban el cuerpo de principios de los fueros y libertades de cada unidad territorial, lo que estaba en consonancia con esa básica desigualdad jurídico-política entre estados. Podría decirse que los privilegios de un reino no eran en realidad los privilegios de todos sus habitantes, sino sólo los de una parte de ellos. Así, la política antiforalista de un monarca podía no ser otra cosa que política antiestamental y, por tanto, la defensa de unos fueros conculcados no estaría lejos de ser la defensa de un orden estamental atacado. Esto permite presentar el debate entre centro y periferia en el seno de la Monarquía de los Austrias de una forma nueva. La permanencia en la Monarquía Hispánica no es tanto el fruto de una tensión entre el centro que es el rey con sus oficiales y distintos reinos convertidos en periferias, sino el resultado de una dinámica interna a la que se estaría asistiendo dentro de cada reino, entre el rey y las elites territoriales, de un lado, y, a su vez, entre los distintos estamentos de ese reino, de otro. Dejando, pues, la escala general de la Monarquía Hispánica, veámos cómo se articulaban internamente sus reinos. Su definición como inconexo y múltiple compuesto politerritorial quizá no nos parezca tan extraña cuando consideremos la esencial pluralidad jurisdiccional que caracterizaba a cada uno de ellos por sí mismo.

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