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Austrias Mayores

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En 1585, Felipe II abandonó Madrid para dirigirse a Aragón acompañado de buena parte de su corte. Una relación de este viaje da noticia de la bienvenida que "mucha gente comarcana bailando y cantando con mucha alegría" tributó a la comitiva al alcanzar las primeras tierras aragonesas. Llegado el rey hasta los términos, se dio paso a una ceremonia perfectamente organizada por la que, en presencia de Juan de Lanuza, el Viejo, Justicia Mayor de Aragón, "los alcaldes y alguaciles y toda la justicia de Castilla es obligada (a) poner sus varas de justicia en el suelo, según costumbre antigua, porque (Aragón) es otro reino". Aquello no era un simple gesto protocolario, sino que suponía el reconocimiento de la diferencia jurisdiccional del Reino de Aragón, un dominio con instituciones y territorio privativos, como bien mostraba el hecho de que la alta instancia de su Justicia Mayor se acercase a la frontera para recibir al rey de Aragón que entraba en su reino y que, además, lo hacía porque iba a celebrar sus cortes en Monzón, lugar que también solía ser elegido para reunir las correspondientes asambleas de Cataluña y Valencia. Como prueba de lo efectiva que era la división que suponían aquellos "mojones de piedra que enseñan la raya", nuestra fuente insiste en que "si pasare (los mojones) alguno que en Castilla mató a un hombre o debe cantidad de hacienda es libre y no le puede prender la justicia de Castilla". Mucho más, por tanto, que mero protocolo de una corte en marcha.

Donde quedaba plasmada a la perfección esta situación de diferenciación de dominios era en el llamado dictado o regia intitulación que daba cuenta de los distintos territorios en los que el rey era reconocido como señor. En el dictado también figuraban otras dignidades que el monarca poseía a título personal y, además, ciertas pretensiones dinásticas sin dimensión práctica alguna, aunque sí de cierto valor simbólico. Así, en el codícílo testamentario de Felipe II, otorgado en 1597, un año antes de su muerte, se puede leer: "Yo Don Felipe, por la gracia de Dios, rey de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Portugal, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Mallorca, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de las islas de Canaria, de las Indias Orientales y Occidentales, islas y tierra firme del Mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante y Milán, conde de Habsburgo, de Flandes, de Tirol, de Barcelona, señor de Vizcaya, y de Molina, etcétera..." Pocas veces un etcétera parece haber estado más justificado, pues la intitulación completa de Carlos I o Felipe II podía resultar absolutamente prolija y abrumadora caso de llegar a desarrollarse por completo y, por tanto, ya entonces solía ceñirse en exclusiva a reinos, ducados, condados y algunos señoríos considerados de especial importancia.

En aras de esta misma claridad expositiva, y dejando a un lado los territorios italianos y borgoñones, señalemos que para finales del siglo XVI se distinguen tres grandes Coronas: Castilla, Aragón y, desde 1580 -hasta 1640-, Portugal. Las tres, a su vez, se dividían en reinos y otros dominios que no por menores estaban menos diferenciados. La Corona de Aragón estaba constituida por los reinos de Aragón, Valencia y Mallorca y el Principado de Cataluña con sus condados transpirenaicos de Rosellón y Cerdaña. En la Corona de Castilla se integraban antiguos reinos (Castilla y León, pero también se mantenía el recuerdo de los de Galicia, Toledo, Murcia, Sevilla, Córdoba, Jaén...) y señoríos como el de Vizcaya. Fue a esta Corona a la que se añadieron el reino de Granada y los territorios atlánticos (Canarias) y ultramarinos (Indias) a medida que fueron descubiertos y conquistados, así como el reino de Navarra, aunque éste en una situación de agregación que lo particularizaba enormemente. La Corona de Portugal en su dimensión metropolitana aparecía, por su parte, subdividida entre los reinos de Portugal y del Algarve. La complejidad de este mosaico de dominios era inmensa, pues cada uno de ellos mantenía su constitución privativa, lo que se traducía en la existencia de cuerpos legislativos, regímenes jurídicos y aparatos institucionales particulares. Por ejemplo, existía toda una serie de asambleas de Estados o cortes propias que expresaban la diferenciación política de las Coronas y, dentro de ellas, de distintos reinos.

Así, en la Corona de Castilla se contaba con unas Cortes de Castilla, a las que terminó por enviar procuradores también la ciudad de Granada, aunque la agregación de Navarra no supuso la desaparición de unas cortes propias que siguieron reuniéndose con normalidad. Dentro de la Corona de Aragón, las hubo en Aragón, Valencia y Cataluña. A su vez, desde 1580, la Corona de Portugal siguió disfrutando del privilegio de reunir sus particulares asambleas de los Tres Estados de Cortes. A la muerte del monarca, su sucesor, que ya había sido jurado previamente como heredero en cada dominio, debía ser reconocido en todos y cada uno de ellos, al tiempo que debía jurar el mantenimiento de todos los fueros y libertades que formaban su antigua constitución. Igualmente, el nuevo monarca pasaba a ocupar un lugar en la particular sucesión monárquica de cada reino, como quedaba reflejado en la numeración que se añadía a su nombre, la cual, llegado el caso, podía diferir de un territorio a otro. Así, por ejemplo, Felipe II, de Castilla, era sólo Felipe I de Aragón o de Portugal y así aparecía en los documentos de las cancillerías y así lo llamaban sus súbditos. Había, pues, un conjunto de comunidades perfectamente diferenciadas en lo político y jurídico, cuya distribución se reflejaba en la existencia de fronteras internas, como esa raya que separaba Aragón de Castilla, cuyo paso suponía -recuérdese la citada relación del viaje real de 1585- entrar en otro reino, otro territorio, otra fiscalidad, otra justicia, otra ley.

En los momentos previos a la incorporación de Portugal en su Monarquía y para vencer las resistencias de quienes se oponían a que ocupase el trono de los Avis porque tal cosa supondría la sujeción del reino a Castilla, el propio Felipe II describió de su propio puño y letra la mencionada situación señalando que: "...juntarse los unos reinos y los otros no se consigue por ser de un mismo dueño, pues aunque lo son los de Aragón y éstos (Castilla) no por esto están juntos los reinos, sino tan apartados como lo eran cuando eran de dueños diferentes... se pueden hacer muchas prevenciones de manera que, aunque sean siempre de un mismo dueño, no se junten los reinos, sino que estén apartados". Con frecuencia se elige la exposición de esta peculiar estructura territorial de, parafraseando al propio Felipe II, reinos juntos, pero apartados, como el rasgo más distintivo o definidor de la España de los Austrias. Con la pretensión de evitar confusiones con posteriores situaciones en la historia española, para referirse a ella se usa, generalmente, el término Monarquía Hispánica, que hoy resulta por sí solo evocador de las particulares circunstancias jurídicoterritoriales que se atravesaron durante el período de los Austrias. Asimismo, y con idéntico objetivo de precavido anti-actualismo, para denominar a quien se hallaba al frente de ese mosaico territorial suele usarse la dignidad de Rey Católico que, como la de Cristianísimo para los soberanos franceses, era privativa de los monarcas hispánicos desde 1496.

Por último, para hablar del conjunto de los dominios del Rey Católico se emplea también el término Monarquía Católica. Este es un término que, ante todo, resulta apropiado para hablar de la Monarquía en el contexto específico del desarrollo del tema imperial en el pensamiento político moderno. El proceso de confesionalización de los distintos credos (católico romano, luterano, calvinista, anglicano...) en que quedó dividida Europa como consecuencia de la quiebra espiritual que provocó la Reforma, vino a reforzar y actualizar la antigua disputa que se ocupaba de la relación existente entre el Sacro Imperio y las diferentes monarquías occidentales. Podría decirse que éstas habían pugnado por convertirse a sí mismas en imperios, primero, para desasirse por completo de los lazos que aún pudieran ligarlas de alguna forma con el Imperio, teórica cabeza de todos los poderes seculares, de la misma forma que el Papa lo sería en los asuntos espirituales. Pero, además, lo hacían como elemento para rivalizar en la jerarquía y en la escena internacional con otras dinastías; así el Rey Cristianísimo francés contra el Rey Católico hispánico. Y, por último, para intentar robustecer con esta reafirmación su papel al frente de los que pasaban a ser nuevos imperios. En la Monarquía de Felipe II aparecen estrechamente unidas la pretensión de confesionalizar sus dominios sobre la base del catolicismo romano, tal y como éste había sido definido en el Concilio de Trento, y la aspiración a presentarse como soberano de un imperio particular.

La política de conciliación con los protestantes que entonces practicaban los Emperadores le sirvió para insistir en su condición de único y verdadero Defensor de la Fe, pues estando la Cristiandad afligida de tantos males -Christianitas Afflicta-, sólo se encontraba él para socorrerla en sus calamidades (turcos, herejes). La propaganda regia insistía, dentro y fuera de sus dominios, en que era Felipe II quien cumplía la función que deberían estar desempeñando los Emperadores y que éstos abandonaron tras la abdicación de Carlos V. Por tanto, el Rey Católico, que había hecho de los enemigos de la verdadera religión los enemigos de sus reinos y había tomado para sí la defensa de los amenazados fieles católicos allá donde estuviesen (Ligue, rebeldes irlandeses, etc.), quedaba elevado al papel imperial, y su Monarquía a una forma de imperio. Esto era lo que, por ejemplo, expresaba con sólo dos versos el jerónimo fray Miguel de Madrid en sus Fiestas reales de justa y torneo: "Pontífice en Italia sólo es Sixto / y Felipe en España, Rey de Cristo". Idéntica sustitución del Emperador por Felipe II como Defensor de la Fe, puesto al nivel de Sixto V como una de las dos autoridades universales, se encuentra trasladada a imágenes en un precioso grabado de Jan Wierix de 1587 en el que es el propio Jesucristo quien pone el mundo en manos de Sixto V revestido de pontifical y de Felipe II armado, a quien le entrega la espada desenvainada que simboliza el poder ejecutor que pasa a tener como representante suyo en la tierra.

Al pie del grabado, la leyenda de una cartela lo identifica como el Catholicus. En suma, los términos Monarquía Católica o Rey Católico no fueron el fruto de una contaminación anti natura de lo político y lo religioso efectuada por obra de un fanatizado Felipe II, sino un manifiesto de la consideración de lo que era el poder en el siglo XVI. La mención de esta Monarquía del Rey Católico suele ir acompañada de una serie de calificativos que, como plural o politerritorial, remarcan que era un complejo de territorios caracterizado por la ya mencionada escasa cohesión interna. Esta primera observación casi siempre va seguida del recuerdo de las sorprendentes casualidades sucesorias que hicieron que esos dominios no compactos quedaran asociados, como fruto de la múltiple herencia de los Trastámara de Castilla y de Aragón, los Habsburgo y los Borgoña, bajo el gobierno personal de los miembros de la que acabará siendo rama española de la Casa de Austria. La insistencia en que fue lo sucesorio el factor que creó la Monarquía de los Austrias no debe hacer olvidar que durante el gobierno de Carlos I se produjo la integración, en el mosaico de dominios que éste regía, de nuevos territorios como el Ducado de Milán o algunas de las Diecisiete Provincias de que pasarían a componerse los Países Bajos, así como que la entrega de éstos a Felipe II sólo fue posible después de forzar una gran polémica porque tal cosa suponía desgajarlos del ámbito imperial.

El principio sucesorio de la primogenitura era el imperante en las monarquías de la Europa occidental y a genealogías más o menos enrevesadas le deben también mucho las historias de Francia, Portugal o Inglaterra/Escocia entre finales del siglo XV y comienzos del XVII, aunque quizá no con tanto azar como el que parece haberse sumado en la herencia de Carlos I y Felipe II. El que fuera la herencia el justo título teórico para haber ascendido al trono de los distintos dominios de la Monarquía Hispánica repercutía de forma directa en el mantenimiento de la particularidad constitucional de éstos. Heredar así lo exigía, mientras que si un territorio se oponía a reconocer a su legítimo soberano quedaba abierta la vía para la reforma de sus fueros en uso del derecho de conquista. En el caso concreto de la Sucesión de Portugal de 1580, una parte del reino se negó a aceptar a Felipe II como legítimo heredero de los Avis, lo que sería esgrimido en tiempos de Felipe IV para intentar modificar el estatus privilegiado de Portugal dentro de la Monarquía. Como cuando se habla del Sacro Imperio Romano Germánico que, tras la abdicación en Bruselas del emperador Carlos V, regiría la rama vienesa de los Austrias, la sola mención de su pluralidad o politerritorialidad acarrea la asunción de ciertos prejuicios que, en mayor o menor grado y de forma más o menos voluntaria, han terminado por alterar sustancialmente la consideración del valor y la funcionalidad de la Monarquía Hispánica.

Historiográficamente, estos prejuicios deben explicarse en el marco del debate general sobre la formación del Estado moderno y el nacimiento del absolutismo, pues han surgido al comparar la Monarquía Hispánica con monarquías nacionales que, como las de los Tudor y Estuardo en Gran Bretaña o la de los Borbones en Francia, habrían venido a marcar las directrices generales de un supuesto modelo teórico de modernización en la organización de la sociedad y del poder político. Como requisito previo a su establecimiento definitivo, los estados modernos habrían necesitado estar asentados sobre unidades territoriales lo suficientemente compactas para que las monarquías, a las que se les reserva el papel protagonista en el proceso, pudieran centralizar de forma conveniente todo el poder en una sola sede, es decir, en sus propias manos, mediante la imposición de un sistema racional de gobierno basado en la extensión de la administración y burocracia dependientes de la Corona. Según esto, la falta de cohesión interna de una monarquía mal articulada como era la Hispánica habría constituido un obstáculo para su evolución y la habría relegado a ser, como el Sacro Imperio, una fórmula retardataria en una Europa de cuyo sendero común estaba condenada a separarse. De ella, en suma, sólo cabía esperar su natural consunción, pues estaba condenada al fracaso, aunque extrañamente parecía resistirse a ello porque, para sorpresa general, esta invertebrada Monarquía perduró hasta el comienzo mismo del siglo XVIII.

Como hemos dicho, la historiografía insistía en que sólo las llamadas monarquías nacionales habrían estado en condiciones adecuadas para llevar adelante la centralización necesaria para la formación de verdaderos Estados. En ellas, el protagonismo regio en la consecución del monopolio del poder político podía desarrollarse mejor sobre y gracias a un espacio que no resultaba fragmentario. Sin embargo, recientemente se ha producido un profundo replanteamiento de la cuestión de la centralización política en la Alta Edad Moderna, llegando a ponerse en duda, hasta en el caso de aquellos clásicos modelos de modernización política y social, tanto su supuesta cohesión interna como el grado de implantación de una administración de cuño real. Ahora que el absolutismo de Luis XIV parece no haber llegado casi a las provincias y que las perspectivas escocesa o irlandesa ganan importancia en el estudio del régimen de los Estuardos, ha sido posible preguntarse si la estructura de los antiguos modelos no era también plural y pluriterritorial como la de esa Monarquía de los Austrias que siempre había sido considerada aparte por culpa de su anquilosamiento territorial. Sin duda, una de las novedades historiográficas de los últimos años ha sido la nueva consideración que en la crítica internacional se le ha venido otorgando a la Monarquía Hispánica. Podría decirse que ésta ha dejado de ser una de las excepciones que servían para contrastar los progresos y logros de otras monarquías y se ha convertido en, valga la expresión, un caso central y digno de ser estudiado por las muchas posibilidades que, ahora en positivo, ofrece por sí sola.

Constituye un tópico decir que lo que unía al mosaico de dominios distintos de la Monarquía Hispánica era la persona de aquel Rey Católico que a todos ellos resultaba común. Al partir casi exclusivamente de esta premisa que, sin duda, es cierta, y dentro del marco del citado debate general sobre los orígenes del Estado moderno, se ha construido una imagen historiográfica de la Monarquía que aparece volcada por completo hacia el análisis y exposición de la problemática clásica de la centralización política en torno a la institución regia. Según esto, la Monarquía Hispánica estaba, por desgracia, lastrada por cuanto le imponía su esencial pluralidad territorial, pero, eso sí, contaba con un único rey. ¿Y a qué principios podía responder la actuación de éste, sino a los mismos que desarrollan sus iguales en las, más afortunadas, monarquías nacionales? Lo que merecía la pena estudiar era qué medios se siguieron para superar el problema que suponía la pluralidad territorial característica de la Monarquía y cuanto estaba detrás de ella, es decir, las instituciones privativas de ese mosaico casi heredado por azar. Así, ese monarca compartido acabó siendo transformado en el pretendido centro de una constelación de periferias que se resistían a ser arrastradas hacia él. En estas circunstancias, resultaba dudosa cualquier exposición de la práctica de la Monarquía Hispánica conforme a criterios que no pasaran por la pretendida centralización regia, matriz explicativa de todos los conflictos y supuesto eje vertebral de la acción real. Sin embargo, además de por ese monarca compartido, en la práctica casi todos estos territorios estaban igualados por una circunstancia más: eran dominios de un monarca ausente, porque estaba claro que el rey no podía residir en todos ellos.

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