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Austrias Mayores

Desarrollo


Fuera de la Península, la década de 1520 no resultó menos problemática para el Rey Católico-Emperador que lo que lo era en el interior. De un lado, las Guerras de Italia se reinician en 1521 y Carlos V encuentra su gran rival caballeresco en Francisco I (1494-1547); de otro, la presión turca encabezada por Solimán el Magnífico llega ese mismo año hasta Belgrado; por último, se suceden los primeros movimientos del protestantismo alemán y Martín Lutero es condenado como hereje en la Dieta de Worms, también en esa fecha crucial del 1521. En realidad, aunque haya que presentarlos por separado y cada uno de ellos responda a su particular proceso explicativo, todos estos conflictos se encuentran íntimamente unidos. Por ejemplo, Francia no dudará en aliarse con el Turco o con los protestantes para enfrentarse a la potencia del Emperador y éste podrá actuar de una forma más o menos decisiva contra los príncipes alemanes que se han ido uniendo a la Reforma sólo si se lo permiten sus compromisos en Italia o en el Norte de Africa, utilizando siempre la amenaza que representa Solimán para fortalecer su postura en España o dentro del Imperio. Frente a la sedentarización que para la figura real supone la época de Felipe II, la primera mitad del siglo XVI está llena de monarcas-guerreros que acuden con sus huestes al campo de batalla. Así, Carlos I participará activamente en las campañas alemanas -recuérdese el célebre cuadro de Tiziano que lo retrata en Mühlberg- y lo mismo harán Solimán y Francisco I.

Pero esto puede resultar especialmente peligroso. En 1525, el rey francés, que había cruzado los Alpes con un contingente numerosísimo de soldados, es derrotado en la batalla de Pavía, cerca de Milán, y hecho prisionero. Trasladado a Madrid, en 1526 se firma el Tratado que lleva el nombre de esta villa por el que se pone fin a la primera guerra hispano-francesa de Carlos V, pero se dará paso rápidamente a una segunda conflagración en la que Francia se alía con Florencia, Venecia y el Papado contra Carlos V en la Liga de Cognac o Liga Clementina, llamada así en honor a Clemente VII de la casa de Médicis que la preside. La respuesta imperial a la Liga de Cognac o Clementina será el envío de sus tropas contra la misma Roma donde, con el Papa Clemente VII cercado en el Castel Sant'Angelo, se produce el saco de la ciudad por las tropas de lansquenetes y otros mercenarios que han entrado en ella bajo el mando del Condestable de Borbón. El célebre Saco de Roma de 1527 supuso una conmoción para toda Europa y deja bien claro tanto que el Emperador no se detendría en su intento de controlar Italia como que la Santa Sede era una potencia que entraba abiertamente en los enfrentamientos seculares de su tiempo. Las guerras con Francia no terminarán con la Paz alcanzada en Cambrai en 1529 (Paz de las Damas), pero la hegemonía de los Austrias en la Península italiana va a ir asentándose progresivamente. Además de mantenerse en la posesión de Sicilia y Nápoles, Milán quedará definitivamente en la órbita de los Austrias españoles desde que el futuro Felipe II es investido como Duque de Milán; los Médicis son expulsados de Florencia y sólo volverán a ella bajo tutela hispánica; Génova abandona el partido francés y los Doria se convierten en grandes aliados de los españoles, poniendo a su servicio la fuerza marítima de su flota de galeras.

En suma, la coronación de Carlos V como Emperador en Bolonia en 1530 por el Papa Clemente VII marca su ascendencia hegemónica en la Península, de la que sólo Venecia parece poder librarse. La pujanza otomana que representa el largo sultanato (1520-1566) de Solimán el Magnífico, llegará a amenazar también Italia con su progresiva expansión desde el Mediterráneo oriental hacia las costas norteafricanas de Berbería, así como la frontera imperial avanzando sobre los Balcanes; ocupando Hungría, después de la batalla de Mohacs (1527), en la que muere el rey Luis II, y llegando a cercar Viena, por vez primera en 1529. La Conquista de Túnez (1535) constituye el gran triunfo de Carlos V contra este enemigo tradicional de la Cristiandad que pone en jaque continuo el poder imperial y que, como un elemento más, entra en las operaciones diplomáticas europeas con toda naturalidad. Desde las costas norteafricanas del Magreb, los piratas berberiscos apoyados por los turcos atacaban continuamente las plazas y el tráfico comercial del Mediterráneo occidental, poniendo en grave peligro a Italia, los archipiélagos (Sicilia, Cerdeña, Baleares) y el mismo litoral valenciano y andaluz. En este escenario, Carlos V sí logrará compaginar su imagen de Emperador que defiende el mundo cristiano contra el infiel y la ley del Rey Católico que es heredero de la política norteafricana de Isabel I y de Cisneros (conquista de Orán), con lo que contará con el apoyo de sus súbditos peninsulares.

En 1529, Barbarroja (Kheir-ed-Din) se apodera de Argel y, desde aquí, cinco años más tarde se hace con Túnez, una plaza de importancia capital para la defensa del tráfico, en especial de cereales, entre Sicilia y los puertos españoles. El 31 de mayo de 1535, Carlos I parte de Barcelona con una gran flota en la que no sólo hay tropas españolas, sino también portuguesas, italianas, alemanas, flamencas y maltesas. A ella se unirá más tarde la armada genovesa al mando de Andrea Doria. En total más de cien barcos de guerra y trescientos de transporte que se dirigen hacia el Norte de Africa como si partiesen hacia una nueva cruzada. Después de ser ocupada la fortaleza de La Goleta, a la entrada de la bahía de Túnez, caerá también la ciudad teniendo que huir Barbarroja. Al frente del gobierno de la plaza se restaura al antiguo rey, que firma un tratado de vasallaje con el Emperador. Este, no pudiendo tomar Argel, se dirige hacia Italia, que lo recibe como un héroe clásico y cristiano. Pero la gloria de Túnez no supuso el final de Barbarroja ni terminó con el hostigamiento de los piratas berberiscos. En 1541, Carlos V intenta de nuevo tomar Argel, donde se había refugiado Barbarroja en 1535, y para ello se organiza una gran expedición naval en La Spezia. Su fracaso será conocido como el Desastre de Argel, cuyo recuerdo no será borrado por algunos éxitos que, como la toma de Africa-Mahadia en 1552, se logran contra el corsario Dragut, quien había sustituido a Barbarroja como principal aliado norteafricano de los turcos.

Los corsarios berberiscos mantenían continua relación con los moriscos granadinos y levantinos -Argel, por ejemplo, estaba lleno de ellos-, así como con Francia, que los utilizaba para impedir los contactos entre España e Italia, que suponían un peligro evidente para su fachada mediterránea. En realidad, esta colaboración no era más que una parte de las relaciones que Francisco I estableció directamente con Solimán el Magnífico, con quien firmó un tratado de alianza en 1536. Francia también formalizó contactos con los príncipes alemanes que se oponían a Carlos V y que habían creado con algunas ciudades la Liga de Esmalkalda en 1530. El movimiento reformado iniciado por Martín Lutero en 1517 se convirtió rápidamente en soporte para numerosas aspiraciones sociales y políticas. En la década de 1520, caballeros y campesinos alemanes recurrieron al credo luterano para justificar sus protestas en sendas revueltas que acabaron por ser dominadas. Mayor relevancia y duración tendrá la vinculación con el Protestantismo de los intereses de los príncipes territoriales del Imperio. Bien porque compartieran la fe reformada y, en conciencia, se opusieran a la proscripción que Carlos V lanzaba contra Lutero como hereje; bien porque esperaran hacerse con las propiedades de abadías y episcopados que el luteranismo ponía en sus manos al suprimir el orden sacerdotal; bien, por último, porque hicieran de la Reforma un instrumento de su propio poder y autoridad, los príncipes coaligados en la Liga de Esmalkalda se opusieron militarmente a Carlos V quien, además de a sus campañas francesas y africanas, tuvo también que enfrentarse a las llamadas Guerras de Alemania.

Las razones de tipo político parecen haber sido especialmente importantes para explicar por qué los príncipes se adhirieron a la Reforma. De un lado, lo hacían porque así se debilitaba la posición del Emperador, cuya política, desde tiempos de Maximiliano I, tendía a recortar la autonomía alcanzada por los señores en sus respectivos territorios; de otro, la idea de autoridad que defendía y propiciaba el luteranismo reforzaba la capacidad de acción de los príncipes sobre sus súbditos particulares, porque los convertía en jefes de las distintas comunidades espirituales que se iban formando y porque dotaba a los titulares seculares de un poder incontestado en función de la teoría del origen divino del poder que había manifestado Lutero. A su vez, Carlos V se veía obligado a actuar en materia religiosa porque así lo exigía su condición de Defensor Fidei como brazo ejecutor de la Iglesia y porque no podría retroceder ante el robustecimiento de la posición de los príncipes en la esfera territorial. Una vez que quedó claro que ni las Dietas (Augsburgo, Ratisbona) ni el Concilio General que, en principio, todos proponían no iban a servir para solucionar el conflicto espiritual, el enfrentamiento militar se reveló inaplazable. Aprovechando el respiro que le suponían tanto la Paz de Crepy con Francia (1544) como la firma de una tregua con el Turco, Carlos V inició la campaña danubiana de 1546, obteniendo la victoria de Ingoldstadt, y trasladó el teatro de operaciones a la cuenca del Elba al año siguiente.

Aquí se produciría la batalla de Mühlberg (23-24 de abril, 1547), en la que el Emperador derrotó a los jefes militares de la Liga, Federico de Sajonia y Felipe de Hesse. Sin embargo, Mühlberg es sólo un espejismo de victoria imperial sobre los príncipes protestantes. En 1552, Enrique II de Francia, el sucesor de Francisco I, firma con los príncipes alemanes el Tratado de Chambord y ocupa las plazas de Metz, Toul y Verdun. El Emperador sufre la humillación de tener que huir de Innsbruck y, además, fracasa estrepitosamente al intentar recuperar Metz (1553). La solución definitiva se alcanzará en la Paz de Augsburgo de 1555 por la que cada príncipe podrá determinar la religión de su territorio (cuius regio, eius religio), y la posición del Emperador quedará irremediablemente debilitada en el interior del Imperio. El gobierno de Carlos de Gante llega, así, a su final con un balance no muy favorable en el que ni turcos ni príncipes alemanes han sido vencidos y, ni siquiera, los franceses que, ahora con el nuevo rey Enrique II, siguen contestando el supuesto poder universal que había querido imponer aquel Duque de Borgoña, Rey Católico y Emperador. Las abdicaciones de Bruselas parecen haber sido más la solución a un momento crítico que ese abandono del mundo y de sus pompas con el que la mitología monárquica recreó el retiro a Yuste. La postura mantenida por Fernando de Austria, futuro Fernando I, era claramente contraria a los designios de su hermano, e incluso en la sucesión de su hijo Felipe II hay más de sustitución que de relevo.

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