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En una miscelánea de manuscritos catalanes de finales del siglo XVI encontramos la advertencia de que es grande laberinto la historia de Carlos V. Sin duda, el azar viene a complicar un poco más la comprensión de un largo reinado de cuatro décadas en el corazón mismo de la agitada historia europea de la época. Suele olvidarse, con frecuencia, que Carlos de Gante (1500-1558), el hijo de Juana la Loca y Felipe el Hermoso, fue primero Duque de Borgoña, luego Rey de España (Rex Hispaniae) como Carlos I, para, sólo después, convertirse en Emperador del Sacro Romano Germánico como Carlos V. A la muerte de Fernando el Católico en 1516, Carlos de Gante pasó a heredar la Plural Monarquía de los Reyes Católicos. De un lado, los dominios de la Corona de Aragón en España e Italia que su formidable abuelo había regido personalmente hasta el fin de sus días; de otro, los de la Corona de Castilla que, por incapacidad de la reina Juana, también gobernaba el Católico como regente de su hija. A todo esto, había que sumar los territorios de la herencia borgoñona (Países Bajos, Franco Condado), que recaían en él por línea paterna y de los que había empezado a ocuparse al alcanzar la mayoría de edad en 1515, aunque ya ocho años antes había sido reconocido como Duque de Borgoña al morir en Castilla su padre Felipe el Hermoso. Rico y poderoso, el joven Duque de Borgoña y Rex Hispaniae se presenta a la elección imperial que tuvo lugar en Colonia en 1519.

De allí, habría de salir como Carlos V, el César que fue coronado dos veces, primero en Aquisgrán en 1520; diez años más tarde en Bolonia, recibiendo la corona imperial de manos de Clemente VII en la que fue la última ocasión en que un Pontífice Romano consagraba a un Emperador Germánico. Carlos de Gante sucedía a su abuelo Maximiliano I de Habsburgo en el trono imperial al que, de hecho, estaba vinculada la Casa de Austria en su línea hereditaria. Sin embargo, tal vinculación no impedía que a la muerte del Emperador se hubiera abierto el tradicional proceso por el que un cuerpo de siete príncipes electores debía designar entre varios candidatos al nuevo Rey de Romanos quien, una vez coronado, se convertía en el kaiser titular del Imperio. Para suceder a Maximiliano I, además de su nieto Carlos, presentó su candidatura el Rey de Francia, Francisco I de Valois, quien también pretendía alcanzar la dignidad cesárea como descendiente directo nada menos que del mismísimo Carlomagno. Apenas cuarenta años después de su ascensión al trono de la Monarquía Hispánica, Carlos abandonará el gobierno de tan distintos dominios como le cupo regir para retirarse al monasterio jerónimo de Yuste, donde moriría en 1558. En una serie de solemnes ceremonias de abdicación celebradas en Bruselas a finales de 1555 y a lo largo de 1556, Carlos I cederá a su hijo Felipe la soberanía de los Países Bajos y las Coronas españolas con sus dominios italianos y extraeuropeos, dominios estos que no han cesado de crecer con la conquista de Nueva España y Perú.

Como anticipo de lo que iba a suceder en Bruselas, el futuro Felipe II ya había recibido Nápoles y Milán cuando, en 1554, contrajo matrimonio con la reina María Tudor de Inglaterra. En septiembre de 1556, por último, Carlos V abdica en su hermano Fernando de Austria el Imperio Germánico, siendo aceptada la renuncia por los representantes territoriales del Imperio dos años más tarde. El nuevo emperador Fernando I había sido designado Rey de Romanos en 1531 para, así, obviar las complicaciones inherentes a un interregno imperial y, de hecho, había estado ocupándose del gobierno desde comienzos de la década de 1550, después de haber ejercido como delegado de su hermano en distintas ocasiones desde 1522. Durante los cuarenta años que median entre 1516 y 1556, la historia española se vio en la poco habitual situación de ser dirigida por quien también era el Emperador, lo que vendría a dotar de un acento especialmente universalista a su proyección exterior. Con la ayuda material hispánica -ante todo de Castilla y sus Indias-, Carlos V sostuvo un esfuerzo de aliento universal cuyo radio de acción era mucho mayor que el de la presencia internacional lograda por los Reyes Católicos, aunque, ciertamente, también fuera heredero de los intereses de éstos, especialmente en su dimensión de enfrentamiento continuado con la potencia francesa. En una carta madrileña de 1525, el polaco Johannes Dantiscus describía los objetivos últimos de la política imperial, haciéndose eco de la sustancial rivalidad con Francisco I: "Si el Emperador o el rey de Francia pudieran, con justicia o sin ella, doblegar todo el orbe bajo sus dominios, lo harían y dejarían las disputas para los expertos en derecho".

Aunque motivada en parte por la posesión de Borgoña, la disputa entre las Casas de Austria y de Valois encontrará su escenario predilecto en la lucha por el control del espacio italiano, ahora no tanto en el sur napolitano como en el Norte peninsular, donde el dominio del Milanesado será el principal objetivo de los contendientes. Así, el suelo de Italia continuará siendo devastado por una interminable guerra dinástica, en la que la satisfacción y cumplimiento de supuestos derechos a la posesión de este o aquel territorio no eran más que meros pretextos para enmascarar una conflagración de fuerzas que luchaban por ganar la hegemonía en Europa. En España -ante todo, en Castilla- esta política imperial no va a interesar especialmente porque se daba preferencia a otros objetivos, como eran los africanos y antiturcos. Sólo la defensa de la frontera pirenaica, donde los franceses no se resignaban a la pérdida de Navarra, podrá llegar a ser considerada como absolutamente propia frente a otras guerras septentrionales del Emperador.

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