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Reyes Católicos

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Los historiadores nos hemos prohibido a nosotros mismos cerrar algunos paréntesis de la Historia con la ambigua reducción incomprometida que trata de expresar, en el lenguaje científico de hoy, lo que ya no tiene tiempo. Desde que Cristóbal Colón descubrió lo que es hoy continente americano, hasta que existió verdadera conciencia política y cultural de que la historia europea era una simple y muy provechosa historia fragmentada de lo local, pasó un corto, o un largo tiempo, depende de cómo se mire, y desde qué perspectiva política se mida. Las utopías que imaginaron algunos hombres eminentes y otros más humildes, nos siguen sorprendiendo y admirando a quienes seguimos esperando que, algún día, por nuestro trabajo solidario y comprensivo, seamos capaces de construir la racionalidad. Por fortuna, desde la Historia, sí es posible demostrar que Castilla elevó en un corto plazo de tiempo la poca racionalidad que se supone existió en la época; unas veces emergió por exceso de los mares de la intolerancia, y otras lo hizo por defectos de profundidad y de anchura de miras de los ríos de la tolerancia. En la actualidad que ya es pasado, me atrevo a proponer una contemplación historiográfica más acorde con la admisión sentida de la variedad y de la improvisación. El río castellano que desembocó en la mar océana lo hizo en avenidas desordenadas, imposibles de periodizar y de acotar. Las riberas que han sido siempre el punto más reposado de contacto, descubrieron unas veces el cadáver del asesinado por la brutalidad; en otras ocasiones, el oro que sacaba a relucir la erosión natural o el trabajo esclavo de los hombres; y en las invisibles brisas cambiantes de toda la ribera, en el nombre de Dios, la humillación de los otros como Él, y la justificación de la brutalidad, de la esclavitud y de la invocación de la invisibilidad para jerarquizar lo que nunca se puede medir.

Invito a mis compañeros a quedarse en la ribera. En muchas ocasiones los ríos y la mar cumplen de manera casi imperceptible el mismo papel; a unos los arrastra el río, y a otros los ahoga la mar. La interpretación más racional continúa siendo la que es acorde con el tiempo, con los hombres y con la ribera que todos fueron capaces de descubrir. A la corta distancia de sólo veinte años del descubrimiento, en 1512, una minoría de teólogos y juristas reunida en Burgos dictaminaba a petición de la Monarquía Católica que los desconocidos eran hombres libres, que tenían que trabajar, que las condiciones de trabajo habían de ser llevaderas, que tenían derecho a la propiedad privada, que los trabajadores por cuenta ajena cobraran un salario conveniente en especie, y que, en todos los procesos, debía de hallarse Dios. Desde los primeros momentos de la colonización, los Reyes Católicos se preocuparon de la libertad de los nativos. Así lo hicieron en repetidas ocasiones: en 1495 manifestaron su interés en reunir a "letrados, teólogos e canonistas" para saber si "con buena conciencia" podían ser esclavizados, y en 1503 promulgaron una provisión por la que prohibían a los castellanos hacer cautivos, traerlos a la Península, trasladarlos a cualquier otro punto, y a los que ya hubiesen cautivado a ponerlos en libertad. La reiteración de las disposiciones de los Reyes Católicos, y la insistencia, todavía en 1542, cuando se promulgaron las Leyes Nuevas, de que "de aquí adelante por ninguna causa de guerra ni otra alguna, aunque sea so título de revelión ni por rescate ni de otra manera, no se pueda hazer esclavo indio alguno", muestran que la práctica colonizadora de los castellanos iba por los derroteros aprendidos en experiencias anteriores desarrolladas en las costas africanas, en las islas Canarias, y en el antiguo reino de Granada.

La crueldad inicial de la conquista, además de provocar las airadas denuncias de fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias, había despertado diversas sensibilidades que lo mismo dudaban de la humanidad de los nativos, escandalizándose de las bárbaras costumbres observadas y narradas en las crónicas, que de la licitud y legitimidad de la presencia castellana en aquellas lejanas tierras y de la justicia de la guerra. Además de los padecimientos deducidos de la conquista militar, la crueldad de los castellanos originaba vejaciones y malos tratos que los Reyes Católicos decidieron corregir; en 1501 y en 1503, en diversas instrucciones a Nicolás de Ovando, los Reyes le otorgaron la facultad de imponer "las penas que viéredes ser menester", a quienes robasen, hiciesen daño, tomasen mujeres por la fuerza, etc.; tratando al mismo tiempo de reglamentar el trabajo de los indios: "Mando a vos, el dicho nuestro gobernador, que del día que esta mi Carta viéredes en adelante, conpelais e apremieis a los dichos indios que traten e conversen con los christianos de la dicha isla e travajen en sus hedeficios e cojer e sacar oro e otros metales e en hacer granjerías e mantenimientos para los christianos vecinos e moradores de la dicha isla, e fagais pagar a cada uno, el día que trabajare, el jornal e mantenimiento que segund la calidad de la tierra e de la persona e del oficio vos paresciere que deviere aver.

Mandando a cada cacique que tenga cargo de cierto número de los dichos indios, para que los haga ir a trabajar donde fuere menester, e para que las fiestas e días que paresciere se junten a oir e ser dotrinados en las cosas de la Fée (...)". El sistema de encomendar a los cristianos un número indeterminado de "indios" que eran repartidos desigualmente, se prestó a grandes abusos; desde el principio de la aplicación del régimen de encomiendas, el encomendero no cumplió con las condiciones establecidas por la Corona (salario, alimentación, vestido, instrucción religiosa...), y el "indio" fue, pese a la prohibición expresa, prácticamente un esclavo. Fernando el Católico, en una provisión que confía a Diego Colón en el verano de 1509, intenta regular los repartimientos según la calidad de los castellanos establecidos en Indias (cien "indios" para los "oficiales e alcaides" de nombramiento real, ochenta para el "caballero que llevare su muger", sesenta a los escuderos casados, y treinta a los labradores casados). La Corona percibiría anualmente un peso de oro por cada cabeza de "indio" encomendado. Sin embargo, hasta 1512, no se completaron las disposiciones con la precisión que indica las fallas que continuaban existiendo. Cada cincuenta encomendados había que construir cuatro "bohíos" de 25 a 30 pies de largo por 15 de ancho, se les entregaría media fanega de maíz para la siembra, una docena de gallinas y su gallo, y se les explicaría que todo era de su propiedad, y que se les entregaba como compensación por las tierras que habían abandonado para vivir junto al encomendero.

Junto a la entrega de estas propiedades materiales, el castellano habría de construir una iglesia y hacerse cargo de la instrucción religiosa de la comunidad, escogiendo de entre ella, por cada cincuenta encomendados, un "muchacho, el que más ávile dellos le pareçiere", para enseñarle, además de la doctrina cristiana, a leer y a escribir. También hubo de reglamentarse el trabajo en las minas; para tratar de evitar el completo desarraigo de los "indios", que eran trasladados a la fuerza fuera de sus poblados hasta las zonas mineras, se estableció que el trabajo se desarrollase en períodos de cinco meses, y que una vez terminado el tiempo, los mineros pudiesen descansar cuarenta días. Y la alimentación -pan y una libra de carne a diario, una olla de carne en las fiestas, "mejor que en los otros días"-; y las costumbres, tratando de extender entre los "indios" la monogamia, la celebración del sacramento del matrimonio, enseñarles los impedimentos que contraían por parentesco, poniendo sus hijos menores de trece años, durante cuatro años consecutivos, bajo la custodia de los franciscanos que, junto a su tarea misional, adquirían la obligación de alfabetizarlos. Todas estas disposiciones, cuyo incumplimiento era castigado con penas variables, casi siempre monetarias, son expresivas de la larga lucha por la justicia que la Corona emprendió en sus territorios de ultramar. Pero también revelan la crueldad de los comportamientos de conquistadores y colonos, y la práctica imposibilidad de la monarquía por controlar una situación lejana de la que sólo unas pocas voces informaban con veracidad.

La protección del embarazo y de la maternidad, el tratar de asegurar la custodia de los niños a sus padres, el recordar continuamente la dignidad de los conquistados, señalan la evidencia de una intolerancia inicial que requirió una cuidadosa atención por parte del Estado. A propuesta de la Corona, la reunión de juntas extraordinarias en Castilla transcendió, en forma de leyes positivas, el mero carácter consultivo; de ellas nacieron proyectos evangelizadores y humanitarios que sobrepasaron la preocupación muy principal de hallar las riquezas que demandaba la sociedad europea. El oro fue un objetivo muy importante. Estuvo presente en todos los convenios, en todos los viajes proyectados, en todas las cartas y provisiones; como también lo estuvo la adquisición de nuevas tierras y el programa pedagógico de la evangelización. El trabajo político también existió, y la transferencia de instituciones a los nuevos territorios significó el principio de la reglamentación de la violencia, exigió conferir a gobernadores, administradores y jueces, poderes extraordinarios que hiciesen posible una pacificación que requirió mucho tiempo. En 1529 una consulta del Consejo de Indias seguía repitiendo que los "indios" eran libres, que el mal mayor era la voluntad desobediente de los encomenderos, pero que ellos eran la única fuerza de que disponía la Corona en aquellas tierras.

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