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Arte Antiguo de España

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La arquitectura teatral no muestra altibajos tan radicales como circos y anfiteatros. El teatro es, por definición, menos grandioso que el anfiteatro, pues su aforo es sistemáticamente menor allí donde se dan conjuntamente ambos monumentos; pero, por otra parte, su sentido, como edificación pública, trasciende lo meramente utilitario, pues sirve -vale la pena insistir en ello- para asambleas de tipo político y religioso, cargadas de boato oficial; por tanto, no existe en principio un edificio teatral de carácter popular, un paralelo directo, digámoslo así, al circo de Mirobriga o al anfiteatro de Vergi. A esto se añade, por otra parte, que la construcción de teatros en nuestra península se concentra en un período muy breve, de poco más de un siglo, entre el período cesariano y los primeros años de la dinastía flavia. En consecuencia, es muy explicable una cierta sensación de homogeneidad, y hasta de monotonía, que sólo algunas construcciones, por su originalidad o su riqueza, permiten superar. Acaso debamos comenzar la historia de estos edificios por uno que, precisamente, resulta un tanto atípico, y que por ello ha dado lugar a todo tipo de dudas y especulaciones. Nos referimos al de Pollentia (Alcudia), una verdadera miniatura entre los teatros hispánicos, que resulta imposible de fechar a través de estratigrafías o restos arqueológicos, tan esquilmada está la roca en que se tallaron su cavea y su orchestra. Reducidos al estudio de sus escuetas formas, no podemos sino observar que, aunque su planta sea romana en líneas generales, tiene tantos detalles de tipo griego -párodoi descubiertos en vez de los aditus maximi en forma de túnel, orchestra de planta ultrasemicircular, y rodeada por un banco con respaldos de piedra- que se impone el recuerdo de los teatros de Sicilia (Tindaris, Segesta, Solunto), aunque sea como modelos lejanos.

Ya en estilo romano ortodoxo, el más antiguo de nuestros teatros es, sin lugar a dudas, el de Acinippo (Ronda la Vieja), obra quizá cesariana, o por lo menos del Segundo Triunvirato, que debe la majestuosa conservación de sus estructuras, sin retoques apenas, a su temprano abandono en el siglo II d. C. Su frons scaenae recta, de sillares bien escuadrados y unidos con mortero y grapas, muestra entalles donde se fijaban los arquitrabes de la columnatio, y constituye el mejor ejemplo que tenemos de este tipo de estructura escénica, tan característica de la época tardorrepublicana y de principios del Imperio. Pero la verdadera fiebre constructiva comienza con Augusto, y alcanza su momento álgido bajo la dinastía julioclaudia: nada menos que doce teatros hispánicos pueden fecharse en esta época, y el resto se hallan en tal estado, o se conocen aún tan mal, que resulta imposible aventurar fechas concretas: ¿qué sabemos hoy del de Carteia, fechado por algunos a fines de la República, o de los localizados en Singilia (cerca de Antequera), en Celsa (Velilla de Ebro) o en Arcobriga (Monreal de Ariza)?, ¿qué conclusiones sacar de las huellas de gradas y proscaenium halladas en Urso?, ¿podrá confirmarse por las excavaciones la cronología cesariana atribuida al de Gades?, ¿se llegará a fechar el teatro de Malaca? Una vez más, la señal de la partida para esta carrera de construcciones ha de buscarse en Emerita Augusta, donde el magnífico teatro, conocido por todos, se inaugura en el año 15 a.

C. Aun siendo un encargo oficial, diseñado sin duda por arquitectos vinculados a la corte augustea, logra toda su grandiosidad sin acudir a los hallazgos técnicos de los teatros de Pompeyo y de Marcelo -este último, por entonces en obras-: se limita a apoyarse en una ladera, y crea así un precedente que, como hemos dicho, se mantendrá en Hispania con particular intensidad. La austera fachada curva de la cavea, relativamente baja, ya que sólo cierra los sectores más altos de la gradería, prescinde por completo de sucesiones de arcos: la nobleza de sus sillares no hace sino afirmar su carácter de simple muro de contención. El ejemplo cunde con rapidez, y en pocos años, tanto en Metellinum como en Italica, surgen teatros con estructuras parecidas. Después, tras la muerte de Augusto, el panorama se complica de forma definitiva: surgen por doquier las construcciones locales, y, como en el caso de los anfiteatros, la variedad acarrea un cierto descenso en la calidad media de los monumentos. Algún teatro, como el de Bilbilis, llega a prescindir incluso de la forma semicircular de la cavea para evitar los gastos que exigiría completar la ladera a la que se adosa.Esta tendencia no supone, sin embargo, la ausencia de teatros correctos, como los de Regina o Baelo, o incluso de enormes caveas talladas en la roca -recuérdese Clunia- o elaboradas en parte con grandes masas de hormigón, como en Saguntum. Lo que falta, en realidad, no es empuje, sino capacidad de inventiva o, por los menos, de interés por soluciones audaces venidas de fuera.

En este sentido, sólo queremos hacer dos excepciones: el teatro de Caesaraugusta y el de Tarraco. El primero, aunque tristemente arruinado, tiene la doble gloria de ser el mayor de toda la Península, con 107 m de diámetro, y el único, además, que adopta con decisión la estructura hueca, alzándose sobre bóvedas de hormigón rematadas con sillares. En cuanto al de Tarraco, lo poco que conocemos de él -unas cuantas gradas de la ima cavea, parte de la orchestra y restos ínfimos de la scaena- nos basta para intuir una interesante innovación: frente al dogma tradicional, que ve el teatro como un conjunto de círculos y de radios en torno a un único centro geométrico, aquí los cunei y las scalae parten de un punto distinto. Dado este paso, pierde valor el principio de la orchestra semicircular, destinado a realzar precisamente su centro, y se abre la posibilidad de realizar orchestrae más estrechas, como arcos de círculo: es, precisamente, lo que debió de aprender en la capital de su provincia el arquitecto que después diseñó el teatro de Segobriga. Lástima que éste sea el último bien fechado de cuantos conocemos en Hispania, a caballo entre los reinados de Nerón y de Vespasiano: el filón abierto podría haber dado más frutos de interés. Para entonces, sin embargo, hacía tiempo que había comenzado, de forma paralela y colateral, una peculiar y postrera fase en la arquitectura de teatros: nos referimos a la conocida afición por las reconstrucciones y restauraciones, que afectó de forma radical a los elementos más vistosos: los proscaenia y las frontes scaenae.

Poco diremos de los primeros, aunque debían de ser muy apreciados y motivo de orgullo para sus autores, si hacemos caso a los epígrafes hallados en Olisippo, Malaca e Italica. En cambio, merece la pena que dediquemos nuestro último párrafo a recordar esas columnatas escenográficas que aún hoy constituyen una invitación al teatro clásico y hasta un símbolo de la propia Roma. Por lo que sabemos, la frons scaenae de tipo tardorrepublicano, con filas de columnas sobre un fondo liso, empezó en cierto momento a sufrir la competencia de la frons scaenae mixtilínea, donde cada valva se sitúa al fondo de un ábside curvo o rectangular. No sabemos con exactitud cuándo ocurrió este fenómeno, pero tendemos a aceptar las razones de M. Bieber, quien piensa que fue en el reinado de Nerón, coincidiendo con el surgimiento del cuarto estilo pompeyano en pintura. A partir de entonces, cada vez que se quiso restaurar una escena, se aprovechó para cambiar también su trazado, dándole esa sugestiva estructura de entrantes y salientes; sólo en teatros muy concretos -y el de Itálica pudo ser uno- se evitó caer en tan agradable tentación, y se mantuvo la planta primitiva. En los demás casos -Saguntum, Bilbilis, Regina...- triunfaron los aparatosos ábsides entre columnatas, dando resultados como el de la escena de Emerita, fechable hacia el 100 d.C.; o como el que hemos de imaginar en Segobriga, donde al movimiento general de los muros se añadía el de las columnas con acanaladuras torsas. De nuevo Segobriga, ahora de forma definitiva a finales del siglo II d.C., marca el abarrocado final de la arquitectura de espectáculos en la Hispania romana.

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