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Arte Antiguo de España

Desarrollo


Si la actividad teatral es difícil de interpretar, y la escasez de sus datos inclina a suponer que, junto a verdaderas representaciones, los edificios teatrales vieron muy a menudo asambleas de carácter religioso o político -culto imperial, ceremonias municipales-, la actividad circense, centrada durante el Imperio en las carreras de carros y caballos, parece mucho más obvia. Antes de entrar en ella, merece incluso la pena dar unas cifras. Si tomamos tan sólo aquellos monumentos cuya existencia es por completo segura, Hispania cuenta actualmente con 21 teatros, 12 anfiteatros y 6 circos. No son muchos edificios, si comparamos su número total, 39, con los 60 que tiene el Magreb, los más de 100 de la Galia y los 200 largos de Italia, pero hay que tener en cuenta que, entonces como ahora, Hispania resultaba un tanto despoblada -salvo regiones como la Bética-, y por tanto es mejor centrarnos en proporciones numéricas. Pues bien, ni la Galia ni el Magreb tienen más de seis circos, e Italia alcanza sólo una decena. La consecuencia es evidente: Hispania, y especialmente sus provincias Lusitania y Tarraconense, se presenta como una región muy interesada en las carreras hípicas, y gran criadora de caballos. En relación con los demás tipos de edificios para espectáculos, nuestra península es, con diferencia, la región del Imperio con mayor proporción de circos, duplicando crecidamente el porcentaje del conjunto.

Sería imposible pasar aquí revista a las numerosas obras en mosaico o pintura que nos han legado ciudades como Mérida, Itálica, Gerona o Barcelona, fuentes insustituibles para el conocimiento de este deporte de masas e incluso para la reconstrucción del Circo Máximo de Roma. Como símbolos sobresalientes del éxito de caballos y aurigas hispanos en la propia Italia, bastará recordar dos figuras famosas: el lusitano Cayo Apuleyo Diocles, quien, a mediados del siglo II d.C:, se retiró a Palestrina después de vencer en 1.462 carreras, y el aristócrata y literato Quinto Aurelio Símmaco, cuya correspondencia fechada en 399 d.C. ha transmitido hasta hoy sus desvelos en busca de caballos hispánicos destinados a las fiestas de Roma. Fruto de este entusiasmo por las carreras de carros son -no cabe olvidarlo- algunas de las más bellas lápidas funerarias que se han hallado en Hispania. Y no nos referimos tanto al breve y escueto epígrafe, hallado en Valeria (Valera de Arriba, Cuenca), de un auriga muerto a los 23 años de edad en Ilici (Elche), cuanto a dos magníficos epitafios en verso hallados en Tarraco. Ambos son muy retóricos, y, mientras que uno recuerda también a un jovencísimo auriga, muerto éste de enfermedad, el otro canta las glorias de un as de la facción azul: "A Fusco,... nosotros, sus incondicionales admiradores y buenos amigos, hemos costeado y dedicado esta ara... Intachable es tu fama: mereciste la gloria en las carreras; con muchos te enfrentaste, mas.

.. a ninguno temiste" (CIL, 11, 4315; trad. de P. Piernavieja). Queda, finalmente, decir unas palabras de los combates de gladiadores. En este campo, nos hallamos en una situación un tanto peculiar. Así, si volvemos a nuestros números, vemos que los anfiteatros de la Península son relativamente escasos: la proporción que tenemos, de casi dos teatros por cada uno de ellos, contrasta con la de las otras regiones occidentales del Mediterráneo: tanto en el Magreb como en la Galia hallamos teatros y anfiteatros en número semejante, e incluso en la culta Italia aparecen tres teatros por cada dos anfiteatros. Mas, por otra parte, cuando nos acercamos a otros tipos de testimonios, las desproporciones y ausencias resultan llamativas. Recordemos que, desde principios del siglo I d.C., se fue imponiendo, hasta hacerse predominante en época flavia, la fórmula del munus legitimum, que solía dividir el espectáculo en tres partes bien diferenciadas: las venationes -cacerías o enfrentamientos de animales- por la mañana, unas luchas menores, alternando con ejecuciones capitales, al mediodía, y los combates de gladiadores propiamente dichos por la tarde. Pues bien, de las venationes sólo sabemos que debieron de gustar y atraer al público, dada su frecuente representación y el propio interés por la caza que, según diferentes textos, caracterizaba a los hispanos en el Imperio; pero no hay epígrafes seguros de gentes que se dedicasen a este tipo de juegos. De las ejecuciones públicas en el anfiteatro, no conocemos prácticamente nada, si no es el caso de algunos mártires cristianos.

En cuanto al mundo de los gladiadores, su presencia es bien paradójica en nuestra península. Por una parte, la escasez relativa de representaciones en mosaico, escultura, pintura o cerámica parece ahondar en la idea de que el munus gladiatorio no era particularmente apreciado, y, en el mismo sentido, no deja de ser elocuente que la práctica ausencia de gladiadores hispanos en el conjunto del imperio venga unida a una aplastante proporción, en nuestros epígrafes, de gladiadores nacidos y entrenados fuera de la Península. Pero, por otra parte, es innegable la abundancia de epitafios de gladiadores en nuestras necrópolis, el hallazgo de la llamada "Ley Gladiatoria de Itálica", y hasta la presencia de inscripciones votivas relacionadas con esta profesión. Tarraco, Barcino, Emerita, Gades y, sobre todo, Corduba son buenos testigos de nuestro aserto. Posiblemente deba explicarse este alto número de epígrafes por la propia vida del gladiador, con su peligro constante -que le lleva a dedicar ex votos por sus triunfos o curaciones-, y con el drama de su muerte violenta -que incita a amigos, esposas o amantes a encargar amargos epitafios-. Un cierto hálito morboso rodea aún hoy estas secas fórmulas, testimonios de la faceta más brutal del mundo romano, y basta como ejemplo un epígrafe dedicado en Corduba a un murmillo o mirmilón, gladiador que combatía protegido por un enorme escudo: "Murmillo Cerinthus, de los Juegos Gladiatorios Neronianos, luchó dos veces. Nación griega. Murió contando 25 años. Rome, su esposa, puso a su costa esta lápida en memoria de su benemérito marido. Te ruego, tú que pasas delante de ella, digas: séate la tierra leve" (trad. de A. García y Bellido).

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