Moralistas y predicadores

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Rango

Aragón Baja Edad Media

Desarrollo


Uno de los proyectos más ambiciosos y extensos de toda la prosa catalana medieval es el realizado por el franciscano Francesc Eiximenis, que nació en Gerona en 1327 y murió en Perpiñán en 1409, siendo obispo de Elna y patriarca de Jerusalén. Eiximenis se propuso redactar una gran summa que agrupara todo el conocimiento de su época con una finalidad de adoctrinamiento: Lo Crestiá (El Cristiano), planificado en trece libros de los que sólo concluyó cuatro. Como escribía con la intención de llegar a personas simples y legas y sin grandes letras aunque interesadas en obtener refuerzo moral y mayor solidez teológica, Eiximenis procura ser siempre ameno, con lo que sus disquisiciones se llenan de anécdotas, cuentos, detalles de la vida cotidiana, expuestos siempre en forma colorida y vivaz, y con un peculiar sentido del humor. Eiximenis pasó la mayor parte de su vida en Valencia, desde donde se mantuvo en estrecho contacto con la casa real, y donde se interesó activamente por la política de la ciudad. Para los jurados de Valencia redactó el Regiment de la cosa pública (1383). Sus ideas, de clara filiación escolástica, delatan una mentalidad burguesa y conservadora, que no impide manifestar un rechazo contundente de la tiranía, no condenando, con la callada por respuesta, la eliminación del tirano si éste se resiste a la voluntad contraria de sus súbditos. Entre sus restantes libros destacan un tratado de angeología, el Libre dels ángels (1392) y Lo libre de les dones que, en líneas generales es moderadamente favorable a la condición femenina.

Eiximenis fue un predicador famoso y solicitado - consagró un libro a este arte- que halló un serio competidor en el dominico san Vicente Ferrer (Valencia, 1350-Vannes, 1419). Era el santo persona convencida de la proximidad del fin del mundo y de la presencia -que llega a calibrar- del Anticristo sobre la tierra. Por tanto, toda su predicación se inclina hacia la purgación penitencial, y en sus sermones, que llegaban a durar más de seis horas, dominaba a menudo el tono apocalíptico. En sus giras de predicación iba acompañado por una multitud de más de trescientos penitentes, que recorrían las calles de los pueblos flagelándose, rezando y cantando, inclinando a la población a la piedad y al arrepentimiento. Su capacidad de convocatoria era extraordinaria y su poder de seducción debió ser enorme pues, a lo que parece, era entendido por franceses, occitanos e italianos hablando siempre su lengua materna, y también, y eso ya tiene más mérito, por flamencos y bretones. A no ser, claro es, que consideremos el efecto ambiental impactante de su compañía. Conservamos sus sermones porque unos reporteros transcribían estenográficamente sus palabras. Ferrer, un buen orador, utiliza un lenguaje, y hemos de suponer que una gestualidad que se intuye, en función del público al que se dirige. Siguiendo un esquema canónico -tema, introducción, división-, Ferrer lo adorna con un lenguaje a menudo coloquial, sencillo, muchas veces pintoresco, que no teme recurrir a la imitación, al canto o a la onomatopeya: "a san Vicente en la parrilla, lo giraban a un lado y a otro, y al girarlo, la carne, chii, chii, y caía la grasa al romperse la piel".

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