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Aragón Baja Edad Media

Desarrollo


La Corona de Aragón, estratégicamente situada en el noreste de la Península, con una amplia fachada marítima, exportó una parte de su producción a los países del entorno y supo jugar un decisivo papel de intermediario mercantil entre los países del continente europeo, los reinos peninsulares y el Mediterráneo. La fase de máxima prosperidad de la Corona, dentro de un equilibrio global, corresponde a los años 1250-1350. La mayor actividad y volumen de negocios se dio entonces alrededor de las grandes capitales: Mallorca, Zaragoza, Valencia y Barcelona. Fue un momento único en la historia de catalanes y aragoneses, cuando la Corona se convirtió en una de las principales potencias del Mediterráneo. Manifestaciones de estabilidad en la prosperidad fueron la correspondencia entre expansión política y expansión económica, la cristalización de las instituciones, el equilibrio de la balanza comercial, la paz social relativa y la madurez cultural y artística (P. Vilar). El impulso fue tan grande que cuando cambió la coyuntura y se quebró el ritmo global de crecimiento, particularmente en el sector primario, el volumen de los negocios no decreció, aunque hubo que adoptar medidas proteccionistas. Roto el equilibrio interior en la prosperidad, se entró en una fase que, en perspectiva global, hay que calificar de crisis, pero que resulta contradictoria al considerar sus componentes por separado: mientras en el sector primario se producía una caída de la renta feudal, que ponía en marcha mecanismos de reacción (señorial) y revolución (campesina), y en el sector secundario, la contracción del mercado acentuaba la competencia y, con ella, la reacción corporativista (cierre de los gremios y proteccionismo), en el sector terciario, a pesar de signos alarmantes (quiebras bancarias e inestabilidad monetaria), siguió largo tiempo el ascenso de las cifras del gran comercio (M.

Del Treppo), en el que los mercaderes de la Corona hacían un lucrativo papel de intermediarios. Contradictoria también la cronología y la geografía: mientras los grandes mercaderes catalanes alcanzaron probablemente el óptimo de sus negocios la primera mitad del siglo XV para quebrar después; los valencianos remontaron un siglo XIV difícil y llegaron a finales del siglo XV en fase ascendente, y los aragoneses, quizá porque no habían tenido una sólida estructura mercantil, la crearon durante los siglos XIV y XV en lucha contra la crisis. Ciudades y villas eran los centros principales del negocio mercantil. Merced a su amplia fachada mediterránea, y a las ventajas que ofrecía el transporte marítimo de mercancías, un gran número de ciudades y villas portuarias de la Corona desarrollaron una intensa actividad mercantil. Una lista, no exhaustiva, debería incluir Mallorca, Collioure, Roses, Cadaqués, Palamós, Sant Feliú de Guixols, Tossa, Sant Pol, Barcelona, Sitges, Tarragona, Cambrils, Portfangós, Peñíscola, Castellón, Burriana, Sagunto, Valencia, Cullera, Gandía y Denia. Y, claro está, a estos puntos de comercio marítimo deberían añadirse los puertos fluviales del Ebro, de Zaragoza a Tortosa. De ningún modo, por tanto, puede reducirse el comercio exterior de la Corona al de la ciudad de Barcelona. Sirvan como muestra los cálculos de C. Carrére para quien el valor total de las importaciones y exportaciones de la ciudad de Barcelona (o que pasaban por ella), hacia 1400, equivalía a la mitad del comercio exterior de Cataluña, lo que, ciertamente, no es poco.

De hecho, Barcelona, desde el punto de vista demográfico y mercantil, era un ciudad de segundo orden en el Mediterráneo, por debajo de las grandes ciudades-estado italianas, donde había capitales y compañías más poderosas que las barcelonesas. Era el conjunto del comercio mediterráneo de la Corona el que podía competir con el de las grandes ciudades italianas e incluso superarlo. No obstante, hasta 1350-1400 Barcelona jugó el papel de principal motor mercantil de la Corona. Después perdió posiciones, hasta el punto que podría decirse que la segunda mitad del siglo XV Valencia la reemplazó como principal centro económico de la Corona. Con sus mercaderes, capitales e infraestructuras (lonjas de contratación, puertos, atarazanas), las ciudades eran la anilla central de una red comercial que tenía en las ferias y mercados de las villas sus células básicas. A ellos acudían los mercaderes, sobre todo para comprar alimentos, especias, productos tintóreos y materias primas (trigo, fruta seca, azafrán, lana), vender una parte de sus productos de importación (la elite campesina era buena consumidora) y contratar los servicios de la manufactura rural a la que proveían de materia prima. El comercio interior tenía, como es lógico, la dificultad del transporte, que imponía severos límites al volumen de mercancías y a la velocidad de desplazamiento. Por tierra, en caravanas, con carros de cuatro ruedas, arrastrados por mulas, las mercancías debían viajar un promedio de 50 km.

por día. El transporte fluvial era mejor, más voluminoso y rápido. En la Corona, la gran ruta del Ebro enlazaba Aragón y Cataluña, cuyas economías se complementaban, y servía a los mercaderes catalanoaragoneses como vía para introducir en la Península productos de importación mediterránea. Naturalmente, el sistema de transporte que más ventajas ofrecía, tanto por el volumen de mercancías como por la rapidez y las distancias que se podían cubrir, era el marítimo. La construcción naval, en las atarazanas o astilleros de las grandes ciudades mediterráneas de la Corona (Mallorca, Barcelona y Valencia), y de algunas villas portuarias (Mataró, Arenys de Mar, Blanes, Sant Feliú de Guixols, Calella, Palamós), era, por tanto, esencial. Las atarazanas de Cataluña trabajaron, sobre todo, con madera del Montnegre, el Montseny y el Pirineo central catalanoaragonés, y las de Valencia con madera aragonesa de la zona de Teruel y de los propios bosques valencianos. Las embarcaciones con las que los marinos y mercaderes de la Corona surcaban el Mediterráneo pertenecían a dos tradiciones náuticas: la latina, de embarcaciones ligeras, a remos (larga eslora, líneas planas, timón lateral, gran vela triangular), y la atlántica, de embarcaciones redondas (casco grande, eslora corta, timón único a estribor, vela cuadrada). A la tradición latina pertenecían la galera y el lleny. La galera, con una capacidad de carga de unas 40 toneladas, fue utilizada en el combate naval por su rapidez, y se mantuvo como barco mercante en las líneas de larga navegación.

El lleny, con un porte no superior a las 10 toneladas, era utilizado en la navegación de cabotaje y en las rutas que enlazaban Mallorca con los puertos de Valencia y Cataluña. Las embarcaciones de tipología atlántica, que con mayor frecuencia navegaban por el Mediterráneo, compitiendo con las galeras, eran la nao y la coca, que a veces pertenecían a armadores cántabros, transportistas rivales de los catalanes en el propio ámbito mediterráneo. Mientras las galeras eran idóneas para el transporte de las ricas y poco voluminosas especias de los mercados de Oriente, los veleros de tradición atlántica servían mejor para el transporte de mercancías voluminosas y más baratas (cereales, madera, ganado, lana, vino) en el Mediterráneo occidental. El porte de las naos, con mayor capacidad de carga que las cocas, se situaba entre las 200 y las 400 toneladas, en el siglo XV. Complemento necesario de la construcción naval fue el perfeccionamiento de las técnicas de navegación, al que contribuyeron los portulanos ejecutados por la escuela cartográfica mallorquina.

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