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Castilla Baja Edad Media

Desarrollo


La sociedad castellana del siglo XV vivió en continuo sobresalto. Las luchas de bandos estaban a la orden del día en numerosas villas y ciudades de todo el reino. Pero al mismo tiempo seguía funcionando el binomio expansión señorial-resistencia antiseñorial, cuyo momento culminante se expresó en una petición de los procuradores del tercer estado en las Cortes de Ocaña del año 1469. No obstante, el conflicto más agudo de cuantos padeció la Corona de Castilla en la decimoquinta centuria fue el que estalló en tierras de Galicia en 1467, el de los Irmandiños. Las aristocracias urbanas de la Castilla del siglo XV se hallaban frecuentemente divididas en bandos antagónicos, protagonistas de luchas sin cuento para conseguir el monopolio del poder local. No olvidemos que, en ocasiones, eran los propios linajes de la ricahombría los que participaban en las luchas urbanas. En ese capítulo hay que consignar, entre otras, la pugna sostenida en Sevilla entre el bando que capitaneaban los Guzmán y el que dirigían los Ponce de León. Notable fue asimismo el enfrentamiento que mantuvieron en Toledo las familias de los Silva y los Ayala. Ahora bien, la pugna banderiza más enconada de aquel tiempo fue la que enfrentó, en tierras del País Vasco, a lo Oñacinos y los Gamboinos. Cada uno de esos bandos, a cuya cabeza se encontraba siempre un pariente mayor, es decir un miembro del sector más encumbrado de los poderosos del territorio, aglutinaba detrás de sí a extensos sectores de la nobleza de la región.

Las luchas banderizas del País Vasco estallaron en el siglo XIV, y prosiguieron, con inusitada violencia, en el siglo siguiente. Lope García de Salazar, en su obra Bienandanzas e Fortunas, nos ha transmitido un minucioso relato de aquellos sucesos. Es preciso señalar, no obstante, que con frecuencia las luchas de bandos de las tierras vascongadas encubren enfrentamientos de tipo vertical, concretamente entre los señores y los campesinos. Los labradores censuarios se quejaban de que por ellos ser "hombres bajos e de poca maña, algunos caballeros del dicho nuestro Condado e Señorio de Vizcaya... por fuerza e contra su voluntad les entraron e tomaron e ocuparon los dichos montes". Asimismo continuaba pujante el proceso señorializador. Juan II efectuó importantes concesiones a la alta nobleza, como la que otorgó en 1444 al maestre de Alcántara, punto de partida de la constitución del condado de Belalcázar. Pero el mayor dispendio de bienes del dominio realengo lo realizó, sin duda alguna, Enrique IV. De ahí que fuera precisamente en ese reinado cuando cobrara más cuerpo la actitud antiseñorial. En las Cortes de Ocaña del año 1469 los representantes de las ciudades y villas se lamentaban amargamente de la política regia de concesión de mercedes a la alta nobleza: "el acreçentamiento del estado de las tales personas que de la vuestra rreal sennoria rresçiben los dichos mercedes, va bien aconpannado de lagrimas e querellas e maldiçiones de aquellos que por esta causa se fallan despojados de lo Suyo".

Pero los procuradores del tercer estado iban más lejos, pues pedían a Enrique IV que diera las oportunas cartas para que todas las ciudades, villas y lugares concedidos a la nobleza "por si mismos e por su propia autoridad se puedan alçar por vuestra alteza e por la corona rreal de vuestros rreynos". De hecho, aunque revestida de defensa del dominio realengo, aquella era una llamada en toda regla a la resistencia antiseñorial. En los años siguientes, los movimientos antiseñoriales proliferaron por toda la geografía de la Corona de Castilla: Agreda, Sepúlveda, Aranda de Duero, San Felices de los Gallegos, Tordesillas, etcétera. Veamos el ejemplo de Agreda. En el año 1472 el monarca Enrique IV otorgó el señorío de dicha villa al conde de Medinaceli, Luis de la Cerda. Mas los vecinos de Agreda, según el relato del cronista Hernando del Pulgar, "se pusieron en defensa, é como quier que el Conde guerreó é hizo muchos daños, robos é quemas á los de la villa é su tierra por la señorear...", decidieron finalmente entregarse a la princesa Isabel, como una forma segura de mantenerse dentro de los dominios realengos. Aquel era, no lo olvidemos, el segundo movimiento de resistencia antiseñorial que, en menos de un siglo, protagonizaba la villa de Agreda.

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