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Jaén constituía una base importante para conquistar Sevilla, la capital emblemática de los almohades. Era el siguiente paso obligado para el rey castellano y sus ejércitos. Pero Sevilla, último bastión importante de los almohades, constituía una presa muy difícil a causa de las poderosas defensas de la ciudad, sus riquezas y la numerosa población (se le atribuyen hasta trescientos mil habitantes). Esto, aparte del cinturón de plazas fuertes que la rodeaban, como Cantillana, Carmona y Alcalá de Guadaira, y del río Guadalquivir que la unía con la poblada comarca de Jerez y con el Norte de África, desde donde le podían llegar víveres para aguantar el asedio, único sistema que para tomarla tenía Fernando III. Los preparativos cristianos fueron largos. Se organizó una flota en los puertos cántabros mandada por Ramón Bonifaz, designado primer almirante de Castilla, para controlar el acceso fluvial a la ciudad e impedir la llegada de bastimentos y refuerzos; se convocaron los concejos para que proveyeran de dinero, hombres y víveres para la campaña para la primavera de 1247, estableciéndose Córdoba como punto de concentración; finalmente, se llevó a cabo una serie de operaciones contra las poblaciones que rodeaban la capital: Carmona, Lora del Río, Setefilla, Cantillana..., que concluyó con la toma de Alcalá del Río, enclave defensivo estratégico a las mismas puertas de Sevilla, que costó un asedio de varias semanas.

La resistencia de los sevillanos fue digna de ser narrada con todo lujo de detalles por la "Primera Crónica General". Cercados por tierra y por vía fluvial, intentaron infligir algunas pérdidas a las filas castellanas hostigando el campamento del rey, cortando las líneas de aprovisionamiento o robando ganado. Sin embargo, los castellanos tenían todas las de ganar. Desde su postura de fuerza y convencidos de que los asediados no se rendirían rápidamente, evitaron las sorpresas y efectuaron razias contra las poblaciones de Sevilla, necesarias, por otro lado, para avituallarse en la misma zona. Con el buen tiempo y los nuevos refuerzos -encabezados por el heredero del trono, el infante Alfonso-, se intensificó el cerco cristiano con el objetivo de aislar absolutamente la ciudad, privándola de las pocas conexiones que le quedaban con la orilla derecha del Guadalquivir. La flota de Ramón Bonifaz, procedente del Cantábrico (Santander, Castro Urdiales, Laredo, Santoña, San Vicente de la Barquera y Avilés), impidió la llegada de refuerzos norteafricanos, a la vez que, roto el puente de barcas que unía el castillo de Triana con la ciudad, Sevilla quedaba absolutamente aislada. Ya estaban las tropas cristianas cerca de alcanzar la meta. Al final del verano cayó el castillo y Sevilla se vio obligada a rendirse a las tropas de Fernando III, tras más de catorce meses de asedio -desde agosto del año 1247 hasta el 23 de noviembre de 1248- y sus habitantes se enfrentaron con un largo proceso de capitulaciones.

Este se cerró con la firme decisión de Fernando III de expulsar de Sevilla a todos los musulmanes, como lo había hecho antes en Córdoba y Jaén. La continuación de la campaña por la Andalucía Bética fue tarea más fácil. Fernando III, a pesar de su precaria salud, continuó la acción militar hacia el Bajo Guadalquivir, la zona de las Marismas y la comarca próxima al estrecho de Gibraltar e, incluso, preparaba una expedición contra el Norte de África, que no pudo realizar porque le sorprendió la muerte el 30 de mayo de 1252. La ausencia de su empuje guerrero, unida a las dificultades surgidas en Castilla durante los reinados de Alfonso X y de sus herederos, y la insuficiencia demográfica de Castilla, aminoraron la velocidad de las conquistas castellanas y fueron las causas esenciales de que el reino nazarí de Granada sobreviviera dos siglos y medio más. Nada más acceder al trono, Alfonso X el Sabio se enfrentó con la necesidad de consolidar las conquistas realizadas por su padre en tierras andaluzas y de incorporar lo que quedaba de al-Andalus -Cádiz y Niebla- excepto el reino nazarí de Granada, con el que estableció una relación de vasallaje, similar a la que había mantenido Fernando III. En 1253, recuperó Morón, incorporó Tejada y ocupó la importante plaza de Jerez. A causa de la sublevación de los nobles castellanos, Alfonso X tuvo que esperar hasta 1262 para ocupar definitivamente Cádiz y terminar con la taifa de Ibn Mahfuz, de Niebla, que comprendía, aparte de la capital, importantes localidades como Gibraleón y Huelva.

No fue ésta una conquista fácil, por ser Niebla una ciudad muy fortificada y, según parece, a causa de una epidemia que diezmó a los sitiadores. Fue necesario el uso, según dice la "Crónica real", de ingenios o máquinas de guerra por el ejército castellano para que cayera Niebla el 12 de febrero de 1262. Se dio así por terminado el período expansivo del reino castellano-leonés que, en unos treinta años, redujo a los musulmanes al reino granadino y limitó la expansión de aragoneses y portugueses hacia el Sur, convirtiéndose así en el reino de mayor importancia de la Península. La acción militar castellana en todos los frentes estuvo acompañada por otra de índole social tan importante como la primera. Por un lado, amortiguar el impacto de la densidad de la población musulmana en las ciudades andaluzas, vaciándolas de sus habitantes, en el caso de haber resistido militarmente ante las tropas cristianas y, en los casos en los que no hubo tal resistencia, permitirles trasladarse a las zonas rurales dejando libres las ciudades. Por otro lado, y simultáneamente, se procedió a la repoblación paulatina de estos territorios a través del sistema de repartimientos en donadíos y heredades. Los donadíos eran grandes extensiones de terreno concedidas a altos mandos militares, a caballeros o a miembros de la nobleza, en recompensa por la ayuda prestada durante las acciones militares contra los musulmanes. Las zonas de la frontera meridional que limitaban con Granada fueron concedidas en donadío a las órdenes militares para que se encargaran de su defensa y, a la vez, para que fomentaran su repoblación.

Las heredades, pequeñas parcelas, se concedían a los que se comprometían a quedarse en ellas, obedecer el fuero de la ciudad y no enajenarlas durante cierto número de años. De esta forma, se impulsó la formación de los concejos, organizados sobre la base de las antiguas ciudades islámicas. Las conquistas cristianas del siglo XIII permitieron la incorporación de feraces tierras a la Corona castellano-leonesa: las vegas del Tajo y del Guadiana y la huerta murciana; se ampliaron también las especies cultivadas, como el olivo y la higuera, hechos todos que facilitaron el despegue agrícola del reino. El contacto con las ciudades hispano-musulmanas contribuyó a la transmisión de un rico legado urbano que jugó un papel importante en el desarrollo de los centros de fabricación de los diversos productos manufacturados y en el fomento de las rutas del comercio. Reflejo de ello es el progreso que se experimentó en Castilla y León en la industria textil debido, por un lado, a la expansión de la ganadería lanar y, por otro, al legado recibido de la tradición artesanal musulmana. El florecimiento del comercio castellano-leonés a escala interna, que se basaba en la institución del mercado, se debió, en gran parte, a la estructuración de este sistema en la tradición de las ciudades islámicas y sirvió de patrón para los mercados castellanos. Hay que destacar, también, el modelo musulmán en las primeras acuñaciones monetarias de los reinos occidentales de la Península, con fuerte significación en el desarrollo comercial y económico de Castilla y León.

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