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Al-Andalus omeya

Desarrollo


La grave crisis del final del siglo IX y comienzos del X no derribó al poder omeya, que logró mantenerse a pesar de la división política del país y del considerable debilitamiento del poder central hasta su restauración por Abd al-Rahman III. En opinión de Levi-Provençal el emir Abd Allah fue, aunque su poder se había debilitado enormemente, el sostén de una dinastía que se apoyaba todavía en Córdoba y su región, y en una aristocracia estatal constituida por familias omeyas, especialmente de clientes de la dinastía de origen oriental, descendientes de los que habían sido el apoyo inicial de Abd al-Rahman I. Alrededor del emir se movía un alto funcionariado gubernamental en el que figuraban familiares del príncipe como Abd al-Malik b. Abd Allah b. Umayya, clientes omeyas como los hijos del general Hashim b. Abd al-Aziz, el jefe de la cancillería Ubayd Allah b. Muhammad b. Abi Abda, su hayib, Abd al-Rahman b. Umaya b. Shuhayd y algunos esclavones como el eunuco Badr. En el momento decisivo, cuando Ibn Hafsun se había apoderado de Poley (Aguilar) y amenazaba directamente Córdoba, pudo todavía agrupar un ejército de 14.000 hombres de a caballo -compuesto en su mayoría de cordobeses voluntarios aparte de 4.000 soldados regulares- con el que obtuvo la victoria que salvó definitivamente la capital (278/891). Reducido a la mínima expresión, el poder cordobés se siguió considerando el único sultan o poder central legítimo, hecho que llevó a la mayoría de los rebeldes -aparte de lbn Hafsun- a buscar en él su propia legitimación y a reconocer, al fin y al cabo, su soberanía teórica.

Una ciudad tan alejada como Tortosa recibió gobernadores en los años 275/888-889, 278/891-892 y 280/893-894. Cuando en el año 902 Isam al-Jawlani emprende a su costa la expedición naval con el objetivo de someter las Baleares al dominio del Islam, la empresa se hizo en nombre del emir de Córdoba. Aparte del caso de Ibn Hafsun, el más peligroso sin duda de estos poderes locales y de los que se limitaban a la preponderancia de un jefe de banda, los jefes locales se preocupaban sobre todo de administrar -la mayoría de las veces concienzudamente- su región y de pelearse eventualmente con sus vecinos, pero nunca pensaron en atacar al poder central y, mucho menos, pusieron en duda su pertenencia a la comunidad islámica. Muhammad al-Tawil, señor muladí de Huesca y de la Barbitania, que ejerció el poder en esta región desde el año 887 hasta su muerte en el 913, luchó enérgicamente contra los condes cristianos de los Pirineos que le rodeaban. Después de él, su hijo Abd al-Malik pidió al emir de Córdoba la confirmación de su gobierno. Puede hablarse, por tanto, de una especie de crisis profunda del poder central, en un país islamizado y casi con seguridad arabizado, pero fragmentado en células heterogéneas autónomas unas respecto de las otras y todavía organizadas según un modelo completamente tribal en el caso de ciertos grupos beréberes. Levi Provençal consideraba que la conversión de Ibn Hafsun al cristianismo le costó el apoyo decisivo de las poblaciones urbanas que habían seguido su epopeya con no disimulada simpatía.

¿Podríamos, tal vez, llegar más lejos -como hizo recientemente Manuel Acién Almansa en su obra sobre Ibn Hafsun- e intentar reinterpretar el episodio de Ibn Hafsun, y detrás de él, la fitna del final del IX y comienzos del X, como una especie de crisis de crecimiento de la organización socio-política omeya? ¿Se habría enfrentado con las resistencias que suscitó su reforzamiento, tanto en el entorno arabo-beréber, cuyas estructuras sociales eran todavía marcadas por el tribalismo, como entre los autóctonos cuya organización era de tipo prefeudal? He defendido en mi Al-Andalus la idea de una coexistencia de dos estructuras sociales antagónicas -que he calificado de occidental y de oriental- en al-Andalus de los primeros siglos. Creo, por otro lado, que se comprende mejor la formación socio-política andalusí si utilizamos para describirla la noción neo-marxista de sociedad tributaria. Se trata de una estructura estatal, de tipo musulmán en este caso, superpuesta a comunidades rurales y urbanas relacionadas con el Estado por el pago de un impuesto o tributo, sin que hubiera apropiación masiva de tierras por la aristocracia cuyos medios de existencia dependían en gran medida de la recaudación fiscal. Hay que tener en cuenta el paso de la estructura socio-política visigótica -que podemos definir, en principio, como prefeudal, en la que la aristocracia vivía de la renta que se le pagaba por ser propietaria del suelo y por dominar a los hombres-, al sistema tributario en al-Andalus de los siglos X-XIII, que cada vez se afirma más.

Por otro lado, no podemos negar que los elementos árabes y beréberes llegados en el siglo VIII introdujeron en la Península a la vez modos de organización todavía cercanos al tribalismo -las estructuras orientales a las que hice referencia anteriormente- y el sistema de organización político-religiosa islámica que favorecía la emergencia de una sociedad de tipo tributario. El procedimiento se inicia con el comienzo de la implantación del régimen musulmán en la Península. Vimos la preocupación de los primeros gobernadores por configurar la nueva sociedad según las normas fiscales del sistema islámico. Sobre un gráfico de las emisiones monetarias se puede seguir fácilmente el reforzamiento de una estructura centralizada a la vez emisora de moneda y receptora de impuestos. Podemos admitir por tanto, como Manuel Acién, que se produjo en el último cuarto del siglo IX la ruptura de los antiguos equilibrios cada vez más contradictorios. Coincidirían el reforzamiento del Estado y el aumento de la presión fiscal, el descontento de la población indígena, tanto en el sector aristocrático beneficiario de la renta del suelo como entre las clases dominadas expuestas a la doble presión rentista y fiscal, la crisis de las antiguas solidaridades tribales en las que se afirma el peso de los jefes de linaje. Estas tensiones habrían provocado la crisis política y social en la que se encontraba inmersa la parte musulmana de la Península en los años 880-920.

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