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Datos principales


Rango

Hispania visigoda

Desarrollo


A lo largo de toda la historia de los godos, la sucesión al trono es un problema que va surgiendo constantemente, aunque durante prácticamente toda su existencia el nombramiento de un nuevo rey se llevó a cabo dentro de un clan. La elección centrada en un único linaje facilitaba la sucesión hereditaria, pero además proporcionaba una mayor perdurabilidad. Si bien esta sucesión fue perpetuándose cada vez más, también es cierto que todo monarca debía ser aclamado y aceptado por la aristocracia gentilicia goda. Así, los amalos ostentaron las jefaturas militares de los godos. Posteriormente los ostrogodos fundamentaron su realeza en el linaje de los amalos, siendo el primer rey Ermenerico. En cuanto a los visigodos, su primer rey Alarico I estableció la sucesión en el linaje de los baltos, que estuvo en el poder hasta la muerte de Amalarico, quien estaba a la vez emparentado con los amalos por vía materna. La realeza visigoda de la época de las invasiones y los pactos romanos era de carácter mixto, aunaba la monarquía de tipo tradicional, la de las grandes familias, con la de carácter militar, la de los duces, elegidos por su capacidad militar. De sus funciones judiciales, a la vez que militares, dan cuenta las fuentes cuando les califican de iudices. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que aun conservando su carácter germánico, los reyes que establecían pactos con los romanos reconocían por medio de éstos la superioridad del Imperio, pero, a su vez, éste les confirmaba como la suprema autoridad dentro de su pueblo y, además, les otorgaba el título de magistri militiae, es decir, un alto cargo dentro de la administración imperial romana.

Es evidente que este cargo les confería cierta autoridad sobre la población de origen romano donde se habían asentado. Por otra parte, los visigodos se encontraron con una administración territorial del Imperio que seguía funcionando y, aunque se mantuvieran los séquitos visigodos, cargos militares y sistemas originales de su organización, es indudable que la coexistencia y convivencia con cargos romanos, tanto militares como civiles, provocaría que, poco a poco, se fuese dando paso a una progresiva mezcla y cierto desdibujamiento de los límites diferenciados de funciones. La sucesión dinástica real empezó siendo efectiva con la creación del reino de Tolosa y uno de sus más grandes representantes, Teodorico I; pero todavía no se contemplaba la posibilidad de la sucesión hereditaria, e incluso la ostentación del poder podía venir dada por el apoyo de las clientelas. Estas habían ido fortaleciendo cada vez más su poder, como elemento esencial de consolidación de la monarquía, pero la pérdida del reino visigodo tolosano y las tierras posibilitaron a la aristocracia gentilicia luchar por el poder e intentar romper la línea sucesoria de los baltos. La regulación de la sucesión al trono no quedó establecida hasta la celebración del IV Concilio de Toledo del año 633, puesto que, al no existir una herencia dentro del mismo linaje desde la muerte de Amalarico, las asociaciones al trono se habían ido multiplicando.

Toda asociación real eliminaba de principio una posible sucesión al trono por aclamación o por elección, que aun habiéndose perpetuado el linaje de los baltos, siempre se había producido de este modo. La clara intención de conservar el trono dentro de una misma familia la encontramos con Liuva I, que asoció a su hermano Leovigildo. El mismo hecho se repite con Leovigildo, que asoció al trono a sus hijos Hermenegildo y Recaredo. También Suintila asoció a Ricimiro antes del IV Concilio, y con posterioridad a la celebración de éste, las usurpaciones y las asociaciones al trono se repitieron con Chindasvinto y Recesvinto, y con Egica y Witiza. El IV Concilio de Toledo estableció las bases para la regulación electiva del nuevo monarca y procurarle la necesaria legitimidad. De hecho, la importancia política de este Concilio fue decisiva, se buscaba la mayor fortaleza de la monarquía por parte del rey, y también de la Iglesia; pero, a la vez, la nobleza consiguió la formulación precisa de una monarquía de carácter electivo y no hereditario; se logró mayor intervención y poder eclesiástico al legitimar por la unción de manos del obispo a los reyes y, con ello, la sacralización del poder, la igualación entre el estamento nobiliario y el clero y la obligación de fidelidad de los súbditos al rey.

Además de las garantías procesales en los juicios reales y una dura política antijudaica, según hemos indicado. El largo texto del canon 75 hace hincapié en todos los aspectos de la sucesión pero también en los de la forma de gobernar que debiere tener un monarca. Probablemente, Isidoro de Sevilla, que presidía el concilio, quiso plasmar su concepción filosófico-horaciana de lo que él entendía por ejercicio del poder y que en muy pocas ocasiones coincidía con la realidad: "Rex eris si recte facias, si non facias non eris" (rey serás si obras con rectitud, si no obras así, no lo serás). El carácter legítimo del nuevo monarca sólo podía respaldarse en sus atribuciones sagradas, es decir, en la unción real. El caso de Witiza es el más paradigmático puesto que fue ungido en vida de su propio padre, lo cual presupone la sacralización de su persona, estableciéndose una monarquía hereditario-patrimonial posible gracias a un sistema electivo sacralizado por la unción. El otro ejemplo, que había precedido al de Witiza, fue el de Wamba. El intervencionismo cada vez más claro de la Iglesia y la nobleza en los asuntos de Estado, durante el siglo VII, muestra que si bien el rey podía ser elegido y ungido por estos grupos sociales dominantes, también es cierto que podía ser depuesto por estos mismos grupos. El canon 75 del IV Concilio de Toledo es muy relevante a este respecto: ".

..que nadie prepare la muerte de los reyes, sino que muerto pacíficamente el rey, la nobleza de todo el pueblo, en unión de los obispos, designarán de común acuerdo al sucesor en el trono..." Al mismo tiempo la legislación conciliar establece que todo nuevo monarca debía ser entronizado en la capital del reino o bien en el lugar donde había muerto su predecesor, pero la ceremonia no podía celebrarse si no estaban presentes las altas jerarquías sociales y eclesiásticas. De este modo quedó establecido en el canon 10 del VIII Concilio de Toledo, celebrado en el año 653: "...De ahora en adelante, pues, de tal modo serán designados los reyes para ocupar el trono regio, que sea en la ciudad real, sea en el lugar donde el rey haya muerto, será elegido con el voto de los obispos y de los más nobles de palacio, y no fuera, por la conspiración de pocos, o por el tumulto sedicioso de los pueblos rústicos". Se reafirma así el poder aristocrático y episcopal en la sucesión al trono. El aulae regalis officium o palatinum officium (Aula Regia o Palatina) estaba integrada por una serie de nobles o palatinos y gardingos al servicio directo del rey y órgano central del gobierno. Estos individuos vivían en la corte o en propiedades cedidas por ella, jugaron un papel importante durante el siglo VII, puesto que formaban parte del séquito que acompañaba al monarca a la reunión conciliar y además firmaban las actas. Este hecho contribuye a que se conozcan muchos nombres de los individuos que formaban el aula regia.

Esta estaba constituida por los maiores palatii, seniores, optimates, primi y primates, que tenían acceso directo al rey, al igual que los gardingos, aunque estos últimos no ostentaban cargas administrativas, sino sólo de lealtad personal y de acciones militares específicas. Cabe destacar que los seniores no siempre formaron parte de la aristocracia que vivía en el palacio, sino que, aun a pesar de ser nobles de linaje godo, sólo tenían algunos compromisos de carácter militar con el rey y esencialmente cuando éste convocaba una publica expeditio. El resto de la corte u órgano gubernamental se componía de los viri ilustres de origen romano, de los comites y por último del dux. Los comites tenían importantes cargas administrativas; así, por ejemplo, el comes thesauriorum se ocupaba de la tesorería real y las finanzas de la corte, sus funciones se prolongarían en el siglo VII al control de ciertos impuestos y de la acuñación de moneda; el comes patrimonii atendía los problemas de la administración territorial y se dedicaba a la recaudación de impuestos; el comes scanciarum controlaba las necesarias provisiones reales; el comes spatariorum (del gótico spatha, espada), tenía a su cargo el control de la guardia personal del rey; ya en el siglo VII, estas dos categorías tenían relación con la administración fiscal, podía haber varios y podían tener diversas fincas reales bajo su control, además emplearían parte de los impuestos recaudados por los servicios del comes patrimonii para cubrir gastos de la administración y el ejército; el comes cubiculariorum se ocupaba de la cámara real; el comes stabuli era el encargado de las caballerizas y, posiblemente, del aprovisionamiento e intendencia de armas; el comes notariorum se hacía cargo de la cancillería; los convites civitatum se ocupaban de la administración civil de tipo judicial y fiscal y eran similares a los iudices o rectores provinciae, gobernadores provinciales; y, por último, los convites exercituum ostentaban la jefatura regional de los ejércitos provisionales; pero el mando supremo del ejército estaba al cargo del dux exercitus provinciae, que terminó por tener atribuciones tanto civiles como militares.

El palatinum officium es el que reafirma sin comparación el poder real, pues es esta institución la que regula y hace funcionar la máquina estatal, cuya decisión final está en manos del monarca. Uno de los principales mecanismos lo encontramos en el juramento de fidelidad de un súbdito del rey para con el monarca. El vínculo personal que se creaba a partir de este juramento tenía mucho de político, pero también de religioso y de moral. La violación o quebrantamiento del juramento de los fideles al rey era sancionada y castigada duramente, puesto que los monarcas visigodos utilizaron este vínculo de fidelidad como instrumento regulador y pacificador del territorio sometido al poder real. El compromiso de fidelidad al rey comportaba, al mismo tiempo, un compromiso de fidelidad con Dios. Por tanto, es fácil imaginar que el no cumplimiento de tal juramento debió suponer duras penas de castigo. Por otra parte, esta vinculación de fidelidad llegó a ser el soporte más directo de la realeza, hasta el punto de que los reyes procuraron legislar a través de los concilios para asegurar la vida de sus fideles, junto con la de la propia familia real, en caso de muerte del monarca o usurpación del trono. El estatuto jurídico fue explicitado especialmente en el VI Concilio de Toledo, con Chintila, según se ha comentado anteriormente. Otro de los compromisos que se establecían entre el monarca y sus fieles era la prestación de servicios a cambio de una concesión de stipendia, que a pesar de que no eran hereditarios, la práctica hacía que pasasen de padres a hijos. Es evidente que la retribución por medio de concesiones de tierras era uno de los principales instrumentos para el enriquecimiento de las altas clases aristocráticas al servicio del monarca.

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