La Iglesia ante el fin del Imperio romano

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Hispania Bajo Imperio

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La posición de la Iglesia ante el final del Imperio Romano y la invasión de los pueblos bárbaros ha sido objeto de multitud de reflexiones desde que Gibbon planteara su tesis sobre la influencia decisiva del cristianismo en la caída del Imperio Romano. Tesis que, incluso considerada por algunos estudiosos un tanto simplificadora, nunca ha sido rebatida del todo. Es cierto que desde el siglo IV la poderosa Iglesia atraía a muchos hombres que encontraban en ella la posibilidad de acceder a un poder mayor que el que podían adquirir dentro del aparato del Estado. Ya nos hemos referido a las palabras que un obispo dirigía a un judío, patrono (y por tanto hombre rico e influyente) de la ciudad de Iamona (Ciudadela): "Si quieres vivir seguro y ser honrado, cree en Cristo". Sabio consejo que nos consta aprovechó pasando, poco después, a ser obispo de la ciudad. Las mentes más sobresalientes y difusoras de la ideología bajoimperial eran hombres de la Iglesia como Ambrosio de Milán, Jerónimo, Agustín, Atanasio, Juan Crisóstomo y un largo etcétera. Muchos de estos hombres cultos que reunían en sí la habilidad política y los poderes espirituales eran considerados por Gibbon como hombres perdidos para el Estado, puesto que muchos de ellos hubieran podido llegar a ser excelentes generales, gobernadores provinciales u otros altos cargos. Pero la Iglesia había ido consolidando sus posiciones, cada vez más fuertes, ante un Estado cada vez más débil.

El celo por preservar su creciente supremacía frente al Imperio es una idea recurrente en Agustín y sobre todo en su obra La ciudad de Dios. Resulta sorprendente, por ejemplo, el empeño demostrado por Agustín y Paulino de Nola para lograr que un conocido común, llamado Licentius, que aspiraba a la carrera senatorial, abandonase estas ambiciones mundanas. En palabras de Paulino: "La distancia entre el cielo y la tierra no es mayor que la que separa el Imperio del César y el de Cristo". Hay implícita una condena hacia el Imperio, cristiano por otra parte, y una sola vía de salvación, la Iglesia. Ante, las invasiones de los bárbaros la impresión dominante es que "la Iglesia -según Momigliano- después de haber contribuido al debilitamiento del Imperio fue propensa a aceptar una colaboración con los bárbaros y también una sustitución de las autoridades romanas por los jefes bárbaros". Al pagano culto los bárbaros le aterrorizaban. No había posibilidad alguna de adecuar mínimamente los ideales tradicionales aristocráticos y la violencia primitiva de los invasores germánicos. Pero la Iglesia católica tenía otra actitud: siempre podía convertirlos. Muchos de ellos ya se habían hecho cristianos, aunque desafortunadamente para la Iglesia católica, los evangelizadores hubieran sido arrianos. Sólo este hecho alteraba a la Iglesia y la predispuso al enfrentamiento con los bárbaros. El rechazo a la herejía era entonces mucho mayor que el rechazo al paganismo.

Mientras en Oriente la Iglesia estaba casi totalmente identificada con el Estado romano de Constantinopla, en Occidente se tenía la impresión de que la Iglesia iba sustituyendo poco a poco al desfalleciente Imperio Romano en las relaciones con los bárbaros. Su rechazo a éstos parece debido más a su condición de arrianos que a su condición de amenaza para el Imperio. En adelante será la Iglesia quien asuma, al margen del Imperio, la tarea de civilizarlos y cristianizarlos. El hispano Orosio se congratula de los éxitos alcanzados en este aspecto: "En Oriente y Occidente, las iglesias de Cristo estaban llenas de hunos, suevos, vándalos y burgundios y de pueblos incontables, de creyentes. Es preciso pues, exaltar y alabar la misericordia de Dios puesto que, aunque fuera a costa de la ruina de nuestro pueblo, de tan grandes naciones recibían el conocimiento de la verdad que no habían podido encontrar de otra forma que no fuera así". La ruina del Imperio en cierto modo se ve compensada, para Orosio, con las adhesiones al cristianismo de tantos bárbaros. Pese a las crónicas en las que Hidacio describe, con horror, el primer momento de la irrupción de los bárbaros en Hispania y especialmente de los suevos en Gallaecia, pronto sus críticas hacia ellos adoptarán un carácter distinto. Ya no son los enemigos del Imperio, sino un pueblo de herejes sin respeto alguno a la Iglesia católica. Así, destaca cómo el vándalo Genserico, después de tomar Cartago, expulsa al obispo y al clero de la ciudad y los sustituye por otros arrianos.

De las incursiones que los suevos hicieron en la Betica, le preocupaba sobre todo que hubieran expulsado al obispo Sabino a las Galias porque, sospecha él, que hay una alianza entre suevos y priscilianistas. Según Hidacio, esta secta aprovecha la llegada de los suevos para ocupar el asiento episcopal. Cuando los suevos, aprovechando la marcha de los alanos a Africa, intentan apoderarse del sur de Lusitania, destaca que su jefe Heremigarius había hecho injuria -en palabras suyas- a la santa mártir Eulalia, por lo que tiene como justo castigo haber perecido ahogado en el Guadiana. De la cruel entrada de Teodosio II en Braga es el hecho de que mancillara los lugares consagrados lo que realmente le preocupa, puesto que éste había convertido en cuadras para sus caballos las iglesias de la ciudad. Podríamos continuar con otros muchos ejemplos semejantes, pero en medio del laconismo de sus crónicas, destaca el hecho de que el jefe suevo Requiario se había convertido al catolicismo, pese a la oposición de su familia. El mismo Requiario que invadió después las regiones de la Betica saqueándolas. Los obispos son quienes actúan entre los bárbaros y el Imperio. El propio Hidacio había formado parte de una embajada de este tipo y Simposio, obispo de Astorga, fue encargado de ir a Rávena -entonces sede del emperador occidental- para que se reconociesen las cláusulas del acuerdo impuesto por los suevos a los galaicos. Este obispo había actuado como representante y emisario del jefe suevo Hermerico. Así pues, la Iglesia, tanto en Hispania como en el resto de las provincias occidentales, se constituyó muy pronto en el eslabón que hizo posible que el Imperio sucumbiera definitivamente y que los nuevos dueños pasasen a ser sus nuevos protectores.

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