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Una vez instalados en Nueva York los artistas, incluso europeos, no quisieron irse. Parece que se estaba bien allí. Era igual inaugurar una exposición en un galería alquilada que nadie conocía en la ciudad. Era igual si se podía poner en el curriculum vitae: "1983, exposición en Nueva York". Porque Nueva York es tan grande como pequeño, esa es la verdad. Breton lo comprobaría y quién sabe si al final hizo bien en no aprender inglés. Para qué, si no lo necesitaba. El era un mito y en Nueva York lo importante no es lo que uno haga sino lo que los demás creen que uno hace. Cuando los Gemelos Starn triunfaron clamorosamente a mediados de los 80, el éxito se debió a una crítica de Gary Indiana aparecida en "The Village Óbice", uno de los periódicos más leídos de la ciudad: "No vayan a ver la exposición, corran a verla". Y eso bastó para que la ciudad entera decidiera adorar algo que, aunque no llegara a verse, había que ir a ver corriendo.Y es que hay muchas formas de estar en Nueva York, porque estar no basta. Hay que estar allí como mito, es necesario to make it, como dice una expresión muy neoyorquina: conseguirlo, triunfar. Por eso, cuando se pasea por Soho, el barrio de las galerías, el barrio esencial para el mundo artístico internacional, se tiene la impresión de que sólo pocos lo consiguen y lo consiguen a veces sin querer siquiera hacerlo. Antes se hablaba de Haring y Basquiat, de cómo hacían pintadas en la calle y eran pronto aclamados por la ciudad como artistas, pero incluso en ese caso se trataba sólo hasta cierto de un producto del azar: muchos graffiteros no llegaron nunca a convertirse en artistas.

Los encuentros parecen jugar también aquí un papel importante, sobre todo en el caso de Basquiat, que había sido uno de los protegidos de Andy Warhol. A su favor jugaba la fama de maldito y el color de su piel. Estas circunstancias se verían coronadas por una muerte temprana, con 27 años, y un éxito meteórico -la crítica suele decir que "su fama superó a su arte"-. Sus pinturas, entre primitivas y sofisticadas, le llevaron del East Village, lugar de la escena artística radical del Nueva York de los 80, a Soho, y más concretamente a la galería Mary Boone, una de las más prestigiosas, donde con 24 años exponía al lado de los chicos mayores, esos artistas con regusto neo-expresionista. Después de eso, tal vez, sólo quedaba repetirse, igual que Pollock. Y tampoco la muerte de Basquiat pilló a nadie de sorpresa, dijo entonces la prensa: "Pollock se estrelló en un coche, Basquiat se estalló con una aguja".Nueva York nos da, Nueva York nos quita. Y así uno tras otro se iban recuperando países, tendencias a las que, de forma sistemática, se colocaba un neo delante, por si alguien acusaba a los artistas de plagiarios. Y es que en la época de las apropiaciones es posible apropiarse de cualquier identidad. Primero se apropiaron de los alemanes -Anselm Mefer (1945), Georg Baselicz (1938), un grupo de pintores con referentes expresionistas-, luego de los italianos -Francesco Clemente (1952), Sandro Chia (1947)- que seguían esa misma línea neoexpresionista que triunfaba entonces.

Europa se recuperaba por países, por oleadas y el crítico Paul Taylor llegó a escribir por esos años un artículo que tituló "Cómo Europa ha vendido la idea del arte posmoderno" parafraseando el título de Guilbaut.Y por fin llegaron los rusos que durante algunos meses inundaron con sus imágenes románticas las galerías neoyorquinas (hacia 1988 más de 200 en la ciudad). Fue ese un lanzamiento sistemático y sin fisuras, que llenó la ciudad de la producción soviética, víctima de la recuperación historicista. Los rusos hablaban de sus raíces, de la memoria, reconstruían el sufrimiento, la reclusión y esos eran temas que gustaba ver expuestos, que parecían apropiados para los círculos elegantes y deseosos de configurar una nueva "corrección política". La memoria era, además, tema recurrente entre los artistas europeos -antes se citaba a Boltanski- y ciertos sectores que investigaban la subjetividad -producciones feministas o multiculturales rescatan con frecuencia temas cercanos a la memoria-. Pero pocos serían los artistas rusos que sobrevivirían al final de la moda, poquísimos, y seguramente lo hicieran aquéllos que planteaban problemas más allá de los étnicos. Una buena muestra es la producción de Ilya Kabakov (1933), que más allá de los propios recuerdos y las propias reclusiones, revisa cuestiones asociadas a la pintura y los problemas que su uso siempre plantea. De hecho, en algunas de sus instalaciones, donde se sirve, como es lógico, de objetos reales, buscados, encontrados, coloca cuadros realistas, anticuados, que nos sitúan frente al territorio ambiguo que plantea la pintura en los 80: de broma o en serio.

Los cuadros utilizados por Kabakov, remilgados y pasados de moda, tienen sin duda una función clara: cuadros de mal gusto en una casa corriente. Pero aun así, ¿se resignifican desde el momento en que están ahí, colocados como parte de una obra de arte ? En el caso concreto del artista ruso parece que los usos y funciones de esos cuadros son obvios, pero en otras ocasiones el público -e incluso la crítica- han tenido que enfrentarse con un diagnóstico mucho más enrevesado. Cuando la galería Bess Cutler de Nueva York presentó al final de los 80 una exposición de cuadritos de pequeño formato casi cercanos al paisajismo del XVIII en una ciudad rebosante de conceptualismo, muchos se preguntaron qué era aquello que se vendía, parecería que muy bien, pese a su aspecto anticuado. ¿Era "pintura como pintura" o era simple parodia? ¿Cuál era la clave del éxito de ese "nuevo realismo", la vuelta a la tradición o un guiño a la tradición? ¿Qué queda hoy de todas estas polémicas que se anunciaban para siempre? Seguramente poco. Cuando se presentó en Madrid la muestra El arte y su doble, donde todos los neos convivían felices, se pensó que se abría una nueva época. Al poco tiempo, algunos empezaron a sospechar si no se trataría sólo de deslumbrantes fuegos de artificio, malabarismos típicos de los 80. Pero de poco sirve lamentarse.

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