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Datos principales


Rango

Realismo

Desarrollo


Del individualismo de 1830, plagado de fantasías y evocaciones, al positivismo estricto de 1850, basado en realidades concretas, hubo de materializarse un eslabón que engarzara ambas aspiraciones y que se concretaría en la representación del paisaje. Quedaba así garantizado tanto el individualismo y la soledad ante la naturaleza como la aspiración de captar en ella la realidad visible y su experiencia directa. A esta conclusión ayudaron varios factores. De un lado, la influencia de los pintores ingleses, ejercida a través de sus visitas a París, bien de forma esporádica o bien de modo continuado, como fue el caso de Richard Parkes Bonington, así como por los desplazamientos que determinados artistas galos realizaron a Londres, entre ellos Géricault y Delacroix. Una influencia recíproca que se acentuaría con la presencia de obras del inglés Constable en el Salón de París de 1824 y que implicaría una aproximación más libre y directa con la naturaleza. De otra parte, entre los paisajistas románticos franceses figuraban algunos autores independientes, tales como Bruandet (1755-1804), Demarne (1754-1829) y Michel (1763-1843), no muy conocidos, cuya existencia bohemia les inducía a representar la periferia pobre de París y los fenómenos del cielo y de la naturaleza con un sentimiento lírico alejado de todo academicismo y clasicismo. Este tipo de pintura suponía un primer paso en el camino de prestar más atención a la realidad; un realismo que, más que con Courbet, se relacionaba con los pintores holandeses del siglo XVIII y, en particular, con Hobbema y con Ruysdael, autores que se centraban en el paisaje que les rodeaba.

Fue Camille Corot (1796-1875) quien se manifestó como el más preclaro representante de este tránsito que va del paisaje clásico al paisaje realista, manteniéndose al margen de todas las escuelas. Nacido en París, en el seno de una familia de comerciantes acomodados, tras realizar sus primeros estudios en Rouan y Poissy, se empleó en el comercio de paños. Su incapacidad para este trabajo y su afición por la pintura convencerían a su familia, iniciando a los veintiséis años su carrera como pintor. Gracias a la ayuda familiar, Corot no conoció nunca la prisa, ni la ansiedad de obtener encargos, ni la imperiosa necesidad de vender sus obras para mantenerse. Esta libertad, y la escasa influencia que sobre sus criterios tuvieron las escuelas y los museos, propiciaron una producción pictórica extremadamente sincera y una evolución artística pausada y regular. Su predilección por el paisaje y su amor a la naturaleza le decidirían a recibir las enseñanzas de dos paisajistas. Se trata de Michallon (1796-1822) y de Bertin (1755-1822), trasmitiéndole este último la importancia del paisaje histórico. Sin embargo, Corot sería, ante todo y sobre todo, autodidacta, cayendo pronto en la cuenta de que era preferible subordinar la técnica a la visión personal, haciendo buena su afirmación de que "no hay que perder nunca la primera impresión que nos ha conmovido". La contemplación de los paisajes ingleses exhibidos en el Salón de 1824 y un viaje a Italia llevado a cabo al año siguiente le decidieron a vivir plenamente la experiencia de la naturaleza y a pintar al aire libre.

Tras una breve estancia en Nápoles y Venecia, Corot se instaló por espacio de tres años en Roma, dedicándose a pintar sus alrededores y lugares históricos, tales como El Coliseo y El Foro (París, Museo del Louvre), desde distintas perspectivas y a diferentes horas del día. Corot descubrió la luz en Italia. En sus composiciones transpone al primer plano de la tela los volúmenes de las arquitecturas, recortándolas en una limpia atmósfera para destacar lo esencial de la visión panorámica. La gama de los tonos que emplea es restringida -azul para los cielos, ocres y rosas para las arquitecturas, castaños y verdes para la vegetación-, siendo sus más destacados valores la atmósfera plasmada y la dosis precisa de luz que proporciona a la superficie de los volúmenes. Todo ello porque, en palabras del propio artista: "El dibujo es lo primero que hay que buscar. Después, la relación de las formas y los valores. He aquí los puntos de apoyo. Después, el color y, finalmente, la ejecución". Su inquietud viajera volvería a llevarle a Italia en 1834 y 1843, país que le había cautivado. Pero también recorrió incansablemente numerosos rincones franceses, pintando tanto paisajes normandos y borgoñones como edificios monumentales -La catedral de Chartres (París, Museo del Louvre), La catedral de Nantes (Museo de Reims) y La iglesia de Marissel (París; Museo del Louvre)-, pasando por la representación de lugares simplemente evocadores del tipo de El viejo puente de Nantes (París, Museo del Louvre) o de Las casas Cabassud en Ville-d'Avray (París, Museo del Louvre), sitas muy cerca de una propiedad familiar que el pintor visitaba con alguna frecuencia.

Corot empleaba en su método de trabajo la toma de apuntes del natural, a los que proporcionaba un lirismo especial. No de otro modo podría ser si se tiene en cuenta esta confesión del artista: "Mientras busco la imitación concienzuda, no pierdo ni un instante la emoción... Lo real es una parte del arte, pero el sentimiento lo completa. Si estamos verdaderamente conmovidos, la sinceridad de nuestra emoción se transmitirá a los demás". Pero Corot también cultivó la práctica de otra pintura paisajística. Se trata de los paisajes arcádicos, exquisitos y vaporosos, en cuyo marco bailan las ninfas o juegan los pastores, obras que le dispensaron un éxito notorio. Ninfa recostada (Museo de Ginebra) y Ninfa a orillas del mar (Nueva York, Metropolitan) son dos ejemplos significados de estas visiones imaginarias de la antigüedad, donde sus protagonistas, desnudos femeninos, reposan idílicamente entre el paisaje. La Exposición Universal de 1855 determinó la consagración definitiva de Corot. Allí tuvo la oportunidad de colgar sus obras junto a las de otros paisajistas como Paul Huet, Rousseau, Troyon, Daubigny, Jongking, incluidos sus amigos Millet y Courbet, siendo reconocido a partir de ese momento como el maestro del paisaje francés. Con el transcurso del tiempo, y a pesar de su éxito como paisajista, Corot tendería a disociar cada vez más el paisaje de la figura.

Entre 1865 y 1875, cuando ya su salud le impedía viajar con la asiduidad de antes, su producción se centraría en el estudio de la figura femenina, de la que llegó a realizar casi trescientas muestras. Son ejemplos Mujer con la perla (París, Museo del Louvre), Lectura interrumpida (Chicago, Instituto de Arte), Joven peinándose y Muchacha con la falda rosa (París, Museo del Louvre), y Mujer con flor (Milán, Museo de Arte Moderno). Todas estas obras presentan una composición sencilla. Se trata de mujeres que no parecen haber posado para el artista, sino que han sido captadas con una inmediatez, belleza y serenidad sorprendentes en un pintor paisajista. Unas representaciones que, conocidas después de su muerte, fascinarían a Degas y a los pintores cubistas. Para los románticos un paisaje era un estado de ánimo. A fuerza de escrutar la naturaleza para encontrar la buscada inspiración, los pintores empezaron a interesarse por los aspectos tan variados que su contemplación ofrecía. La gran novedad que aportaron los pintores de la generación realista fue revelar la riqueza del paisaje francés. No había, pues, que viajar a Italia o a otros países para hallar la inspiración deseada. Y la tierra de origen, el terruño familiar, era el que se manifestaba como más expresivo porque se revelaba como el medio que mejor transmitía el contacto con lo real. Constataron así que podía componerse un cuadro sin recurrir a personas, castillos o animales; que el paisaje podía reducirse a un retazo de la naturaleza, al interior o al claro de un bosque o a un sendero; que el hombre y el animal podían fundirse con el paisaje sin que sufriera la estructura del conjunto.

Estas innovaciones, que hoy pueden parecemos tímidas, supusieron una clara ruptura con los planteamientos animados y fogosos del paisaje romántico. Quienes las llevaron a cabo fueron los pintores de la llamada Escuela de Barbizon o de Fontainebleau, una escuela que, desde un punto de vista histórico, está considerada como el fundamento de la representación realista del paisaje y como la precursora del Impresionismo. Ello es así porque dichos pintores, además de descubrir para el arte el paisaje nativo y real, haciéndolo su único tema, aportaban la observación minuciosa de la luz y de la atmósfera características de la naturaleza en sus diversas manifestaciones. Puede considerarse a Théodore Rousseau (1812-1867) como el dirigente del grupo de Barbizon. Hijo de un sastre parisino, inició tempranamente su carrera artística bajo la tutela del clasicista Lethière y copiando los paisajes holandeses del Louvre. Basándose en el paisaje real, manifestó especial predilección por la representación de grandes árboles aislados, sin bien su tema favorito, sobre todo a partir de 1833, fueron los alrededores del bosque de Fontainebleau y, más en concreto, su realidad exterior. En 1836 se estableció en el pueblecito de Barbizon, lugar de encuentro de pintores como Jules Dupré (1811-1819), amigo y colaborador suyo durante mucho tiempo y que también cultivó el paisaje local, aunque de manera más efectista y superficial.

También amigo y discípulo de Rousseau fue Narciso Díaz de la Peña (1807-1876), hijo de exiliados españoles, que interpretaba los mismos lugares boscosos envolviéndolos en efectos tormentosos y aplicando amplias pinceladas con manchas de colores muy personales. Nombre también a destacar de este grupo es Charles-François Daubigny (1817-1878), quien tras un período de formación con su padre, Edmon François, y con Bertin, Granet y Delaroche, logra el objetivo perseguido: la adecuación de la luz y de la atmósfera en el paisaje para darles el mismo valor. Un meta que alcanza a base de un trabajo sistemático á plain-air. Daubigny, que recorrió en barco los ríos Oise, Marne y Sena para imbuirse de la soledad y tranquilidad del paisaje natural, se estableció durante un tiempo en Auvers-sur-Oise, haciendo de ese lugar uno de sus motivos pictóricos predilectos, al igual que lo harían otros artistas como Pissarro, Guillaumin, Cézanne, Van Gogh y Vlaminck. La influencia de los pintores de la Escuela de Barbizon no se limitó a abrir nuevos caminos en la concepción del paisaje para ser seguidos por otros artistas franceses, sino que este nuevo hacer trascendió a toda Europa. Es el caso, por ejemplo, de los italianos Nino Costa (1826-1903) y Serafino de Tívoli (1826-1892), del húngaro Lászlo Paál (1846-1879), del rumano Jon Grigorescu (1838-1907) y de algunos paisajes de la primera época del español Martín Rico (1835-1908).

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