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Desarrollo


Pero en Francia se formó otro tipo de pintura de historia, hacia el que se fueron aproximando, por ejemplo, los artistas trouvadour J.-B. Mallet y F.-M. Granet. El acercamiento a los estilos históricos tardomedievales o renacentistas por imitación del mismo lenguaje artístico no fue la meta de muchos pintores de historia no tocados por el nazarenismo. El compromiso historicista se hallaba más bien en la adecuada ambientación de las escenas históricas. Durante la Monarquía de Julio este tipo de pintura, algunas de cuyas premisas obedecían a algo parecido a lo que hoy llamaríamos eclecticismo postmodemo, cobró una singular fuerza y fue muy imitada.Nos referimos a la pintura ochocentista de historia más típica -en cualquier ayuntamiento hay algún cuadro rancio de este tipo-, el conocido por el juste milieu. Sus representantes más consagrados fueron Horace Vernet (1789-1863), Léon Cogniet (1794-1880), Paul Delaroche (1797-1856) y también uno más joven y con mejores cualidades, Thomas Couture (1815-1879). Delaroche y sus compañeros impusieron lo que será el gusto oficial del género de historia a mediados de siglo. Pues bien, el justo medio de la pintura radicaba en el lugar de conciliación del historicismo romántico culto con una posibilidad de comprensión realista de los temas. Así, en sus lienzos prima el cuidado de la ambientación y el vestuario como en una escenificación teatral, se facilita la accesibilidad del asunto por la tematización de anécdotas, y la verosimilitud se rige por una especie de ilusionismo fotográfico, que naturaliza la escena histórica.

El juste milieu supuso la normalización del historicismo en la pintura de los salones oficiales. Su generalización afectó al conjunto de la pintura de historia. Esto es, primitivistas ingleses como W. Dyce y otros, los pintores de tema de Düsseldorf, como F. Th. Hildebrandt (1804-74), o italianos que se dejaron seducir primero por el nazarenismo, como Francesco Hayez (1791-1882), asumieron esta nueva inflexión verista y anecdótica del género histórico. París, Düsseldorf, Bruselas, Londres y Roma fueron los focos principales, y hacia mediados de siglo los enormes lienzos con alegorías anecdóticas y temas patrióticos y literarios acumulaban premios y quitaban sitio en los edificios públicos. En España, por ejemplo, son muchísimos los pintores que enlazan con esta tendencia, incluso hasta bien entrado nuestro siglo. Sólo que los primeros (Cano, Casado, Gisbert), nacidos en los años 20 y 30, son ya de una generación muy joven, que también conoce otros modelos pictóricos. Eduardo Rosales (1836-73), ya de la generación de Fortuny, fue un auténtico virtuoso y el menos tibio de los pintores españoles de historia.El realismo pequeño burgués era también una corriente establecida en el segundo tercio de siglo. Nos referimos en su momento a la puesta en escena del ilusionismo realista en la pintura de paisaje. Copenhague, que había sido un importante centro para el primer Romanticismo, se convirtió en época de Christian Köbke (1810-1848) en centro del verismo biedermeier.

El y otros daneses se esmeraron en desarrollar una pintura de temas sencillos, paisaje, vistas urbanas e interiores domésticos que caracterizará buena parte de la producción nórdica. En otras ciudades, como Berlín, Dresde y Viena, el orden pequeño burgués del Vormärz se verá reflejado en una pintura bien pensante de saneadas costumbres urbanas y ejemplares tradiciones campesinas. Algunos pintores como Domenico Quaglio y los berlineses J. E. Hummel (1769-1852) y E. Gärtner (1801-77), por ejemplo, recuperaron, con el auxilio de la cámara oscura, la técnica realista dieciochesca de los prospectos urbanos y vedute topográficas de un Bernardo Bellotto.Las raíces de esta tendencia hacia un realismo apolítico son diversas, pero a veces se trata de un realismo satírico temprano que surge en franca oposición a las fórmulas estériles de la pintura académica de historia. Tal es el caso de las jocosas realizaciones de J. P. Hasenclever (1810-1853), quien, harto de los estereotipos de la Academia de Düsseldorf, volvió sus ojos hacia la realidad cotidiana y a las sabias imágenes de los ingleses W. Hogarth o un más próximo David Wilkie (1785-1841). Carl Spitzweg (1808-85) es uno de los exponentes más notables de la pintura burlesca de género. Su original poesía de las cosas rutinarias entra en los dominios de la época del fabuloso Daumier.La representación fiel de las costumbres y la crónica de las tipicidades del derredor ocupó también a pintores ingleses y franceses, y fue el fundamento de una de las corrientes más felizmente afianzadas en el Romanticismo español.

El madrileño Leonardo Alenza (1807-1845), el más digno de los sucesores de Goya, que parece leer lo que éste tiene de Teniers y de su propio coetáneo David Wilkie, se dedicó sobre todo a la representación del pueblo sencillo, a temas pintorescos urbanos y suburbanos, con una sensibilidad pareja a. la de un literato costumbrista como Mesonero Romanos. Fue también ilustrador, como Francisco Lameyer, de libros y revistas del romanticismo isabelino.Pero es en Andalucía donde el costumbrismo casticista tuvo más cultivadores, aunque prácticamente ajenos a la veta goyesca y más esmerados en técnicas de realismo ilusionista. Hubo, a este respecto, una sucesión de generaciones no homogéneas de pintores. Destacan los de la segunda de éstas: Joaquín Domínguez Bécquer (1817-1879), M. Rodríguez Guzmán (1818-1867) y otros. Esta tradición corona en la obra más depurada e intelectual de todas, la de Valeriano D. Bécquer (1833-1870), que ya se introduce en la segunda mitad de siglo.Hemos aludido al hecho de que parte de la pintura de consumo burgués y burocrático del segundo tercio de siglo obedece a derivaciones de distinto signo del historicismo nazareno. También la imaginería naïf de Ludwig Richter (1803-84) y Moritz von Schwind (1804-71) arraiga en el nazarenismo. Richter desarrolló su obra en Dresde y el vienés Schwind en Munich. Ambos supieron ver lo que el nazarenismo tenía de lenguaje pueril, propio para la visualización de cuentos y sagas intranscendentes, y concretaron por separado dos formas de imaginería burguesa.

Schwind hizo algo de pintura monumental, pero fue básicamente autor de pequeños cuadros de género e ilustraciones muy imaginativos que sabían presentar ambientes de extraño embeleso infantil, candorosamente misteriosos. Sus grabados para el "Album para fumadores y bebedores" (1833) son literalmente encantadores, lo mismo que las figuras de sus "Pliegos muniqueses" (1847, que convierten la vida de la ciudad en escenario de un cuento.Con cuadritos suyos como En el bosque (h. 1848) el Romanticismo que se extingue mira a las cosas con ojos de niño y entona su canto de cisne, que tiene las notas de la melodía de un duende alegre. Músico con eremita (1846) convierte la escena pictórica en una fantasía aprehensible como las que disfrutamos en Disneylandia. En otro cuadrito de la misma época, Monje abrevando unos caballos, nos asomamos a una naturaleza silvestre llena de espíritus benignos, como la que recreará Franz Marc en su pintura.La ingenuidad de Richter es de otro tenor, aunque algunas de sus composiciones como Genoveva (1842) y Desfile de novios en primavera (1847) sean también gozosamente infantiles. Tenía menos de poeta que Schwind y más de conformista. Tal vez por eso disfrutó de una popularidad arrolladora. Hay en él menos hadas y más vírgenes. Fue, en su aspecto de ilustrador, el artífice de la estampa pequeño-burguesa edificante, la de la familia feliz y bienaventurada. La imagen gazmoña que idealizaba la vida doméstica ordenada -aunque todavía sin electrodomésticos-, tipificada durante generaciones en la ilustración gráfica de niños y mayores, es obra de Richter y de grabadores menos conocidos, sobre todo británicos. Ocurre con esto como con la imagen nazarena más trivial de tema religioso: su difusión y popularidad en el siglo XIX fueron tales, que ha determinado hasta nuestro siglo el aspecto de las estampitas de santos, los recordatorios de la Primera Comunión y algunas cosas más.

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