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Anzio/Cassino

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En el continente, el caso belga es característico de lo que podría denominarse la neutralidad imposible. En septiembre de 1939, la neutralidad belga había sido decidida por un Gobierno de unión nacional, aprobada casi por unanimidad en el Parlamento y solemnemente proclamada por el rey Leopoldo. Era la consecuencia lógica de la postura adoptada por este país desde la remilitarización de Renania y una forma de garantizar la cohesión entre las dos comunidades internas.Ni el Gobierno ni los belgas ignoraban que ninguna declaración les libraría de ser invadidos y que el peligro provenía de Alemania y no de Francia. Pero intentaban evitar cualquier provocación a Hitler que precipitara lo inevitable, sacrificando en parte la seguridad colectiva a lo que se denominaba una "política de independencia".Cuando a primeros de mayo de 1940 se puso en marcha la gran ofensiva del oeste, los belgas, como los holandeses, vieron arrollada su neutralidad por los tanques alemanes y debieron entrar por la fuerza de las circunstancias en el bloque de los aliados.El caso de Irlanda, que permaneció neutral a lo largo de toda la contienda, es muy distinto, y quizá sólo pueda entenderse con el trasfondo de sus tensas relaciones con Inglaterra. El objetivo del presidente De Valera, en el poder desde 1932, era proseguir el proceso de unificación por medios pacíficos y lograr relaciones cordiales con la Commonwealth, sin integrarse en la misma.

Por ello, su declaración de neutralidad, además de una decisión política era una forma de demostrar su independencia como Estado soberano.Alemania dio garantías de que respetaría esta postura y, de hecho, aunque recibió posteriormente presiones para romperla, su condición insular le ayudó a resistirlas. Más fuertes fueron las presiones inglesas y las que surgieron después de la entrada de Estados Unidos en la guerra.Ya en 1942 se habían hecho graves amenazas económicas contra la República, pero en 1944 alcanzaron su punto álgido. La negativa de De Valera a aceptar la exigencia americana de que se retirasen los representantes alemán y japonés de Dublín originó casi un ultimátum cuya contrapartida era la guerra económica. Ciertas concesiones en materia de seguridad y, sobre todo, la intervención de Churchill, evitaron que la amenaza se cumpliera.Irlanda no sólo permaneció neutral, sino que llevó su postura hasta sus últimas consecuencias: se negó a someterse a cualquier limitación aliada en materia de refugiados.

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