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Anzio/Cassino

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A comienzos del siglo XX, la neutralidad no era una decisión política ni una actitud moral, sino la adecuación de un Estado a sus posibilidades reales. Suponía un reconocimiento de impotencia o de debilidad de recursos, porque la renuncia a la guerra como instrumento de política internacional era depresivo para el honor nacional y no se concebía más que en potencias secundarias que dependían para conservarla de la benevolencia de las grandes. El estallido de la Primera Guerra Mundial cambió esta valoración e inició la consolidación de un sistema de antagonismos que rebasaba consideraciones estrictamente políticas.Siguieron existiendo países, e incluso áreas, no implicados en los problemas en litigio. Pero la propaganda y la simplificación maniquea de la guerra hizo más difícil la no participación ideológica de los neutrales, hasta el punto que la misma doctrina jurídica de la guerra empezó a admitir dos formas de neutralidad: una estricta, identificada no sólo con la no intervención, sino también con la imparcialidad y la indiferencia, y otra condicionada, igualmente no beligerante, pero compatible con manifestaciones de simpatía y apoyo moral y material.Los esfuerzos de la Sociedad de Naciones por proteger los derechos de los neutrales fracasaron y no esclarecieron ambas posturas, de forma que al comenzar el nuevo conflicto la primera acepción se vio condenada a desaparecer y se impuso un nuevo modelo de neutralidad, limitada por compromisos políticos, económicos e incluso militares.

Así pues, lo más característico durante la Segunda Guerra Mundial fue la progresiva identificación desde el punto de vista práctico de dos actitudes, hasta entonces bien diferenciadas: la del neutral y la del aliado no beligerante, es decir, la del que no ocultaba su simpatía ni su apoyo a uno de los bandos, pero no intervenía en las hostilidades.Otro aspecto no menos significativo fue el de los constantes ataques a la neutralidad. Estos ataques sólo tenían sentido en el contexto de guerra económica en que se desarrollaban los acontecimientos, hasta el punto de que el mantenimiento o la pérdida de esta situación dependía siempre de lo imperioso de las necesidades. Esto pudo comprobarse ya en la primera fase del conflicto, durante el bloqueo en que, tanto directamente, mediante convenios comerciales con neutrales, como indirectamente, a través de la intercepción o la disuasión, se establecieron serias cortapisas a la neutralidad comercial.Fue sobre todo a partir de diciembre de 1941 cuando estas presiones cobraron especial significación, porque el control económico del neutral se convirtió en un verdadero objetivo de guerra.En Europa, donde el problema se redujo a controlar a seis pequeñas potencias, Turquía, España, Portugal, Suiza, Suecia e Irlanda, se recurrió a la llamada "política de ayuda condicional", cuyo objetivo era independizar económicamente a estos Estados del Eje, y a la "prioridad", es decir, a la compra de mercancías neutrales para impedir su uso por el enemigo, fórmulas ambas escasamente desarrolladas con anterioridad.

En América, la política de arreglos triangulares llevada a cabo por Estados Unidos con los países iberoamericanos permitió, bajo el pretexto del panamericanismo, inclinar abiertamente este continente hacia los aliados, a pesar de que Argentina y Chile se negaron siempre a la ruptura de relaciones diplomáticas con el Eje.El resultado fue que en 1944, y como consecuencia de las presiones a que ambas partes les sometieron, ya no hubo países neutrales desde el punto de vista económico. El cambio favoreció indudablemente a los aliados, aunque es cierto que algunos países sólo pudieron ser obligados a prestar su contribución económica a la derrota de Alemania, cuando tal derrota parecía claramente inevitable.

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