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Barroco13

Desarrollo


El esplendor artístico del que disfrutó Sevilla en la segunda mitad del XVI, etapa en la que fue uno de los principales centros del Renacimiento español, se prolongó, e incluso se incrementó en el XVII gracias a la personalidad de Juan Martínez Montañés (1568-1649). No fue sólo un extraordinario escultor sino además el definidor de un estilo y el creador de una escuela, la sevillana, a la que dotó de una esencia serena y de una elegante nobleza para expresar los sentimientos de intensa religiosidad imperantes en el arte español de la época. Sin olvidar los ideales trentinos y utilizando un indiscutible lenguaje realista cambió el hondo dramatismo y el apasionamiento castellanos por la mesura y el equilibrio clásicos, transmitiendo esta concepción plástica a los muchos escultores que le siguieron.Aunque nació en la provincia de Jaén (Alcalá la Real), quizás se formó en Granada con Pablo de Rojas, como afirma Pacheco, completando su educación en los círculos manieristas sevillanos, ciudad en la que ya estaba afincado en 1587 y donde vivirá hasta su muerte.Además de escultor fue también maestro ensamblador, lo que le capacitó para trazar muchos de los retablos para los que realizó obra escultórica. El primero fue el de San Onofre (1604) para el monasterio de San Francisco de Sevilla, siguiendo después el del también sevillano convento de Santo Domingo (perdido), el de El Pedroso (1606), el del monasterio de Santiponce (1609), el de la iglesia de San Miguel de Jerez de la Frontera (1617) y el del convento sevillano de Santa Clara (1621), entre otros.

Sus diseños presentan generalmente un esquema clásico, con dos cuerpos y tres calles, siguiendo los modelos imperantes en el período manierista.Sin embargo, su actividad fundamental, la que le dio fama y prestigio, y de la que él se sintió más orgulloso fue la escultura. En sus imágenes y relieves vertió toda su capacidad creadora, y son ellos los que dan fehaciente testimonio de su condición de artista único. Su material preferido fue la madera, a la que con su gubia dio un exquisito acabado, en el que participa con absoluto protagonismo la policromía. En este terreno contó con la colaboración de Francisco Pacheco, defensor de las encarnaciones mates, que aplica a las obras del maestro acentuando así su realismo.A los primeros años de su producción pertenece el San Jerónimo del retablo del convento de clarisas de Llerena (Badajoz, 1598). Perdido el conjunto, sólo se conserva esta imagen que Montañés realizó en bulto redondo para ocupar el nicho central. El santo aparece arrodillado, contemplando el crucifijo en actitud penitente, según el modelo iconográfico de Torrigiano. La tensión emocional del rostro domina la figura, en la que el escultor muestra ya su gusto por el desnudo y sus conocimientos anatómicos. En 1603 hizo su primera obra maestra: el Cristo de la Clemencia de la catedral sevillana. Le fue encargado por el canónigo Vázquez de Leca, quien exigió en el contrato que debía estar vivo, "mirando a cualquier persona que estuviese orando al pie de él, como que está el mismo Cristo hablándole".

El deseo barroco de establecer una comunicación entre la obra y el fiel queda claramente expresado en esta frase, que Montañés aplicó con exactitud a su imagen. En ella logra una perfecta síntesis entre la belleza clásica que preside la concepción del cuerpo y el intenso realismo que dimana de él. Sujeto a la cruz con cuatro clavos, define el prototipo de la iconografía de los crucificados sevillanos.Su capacidad para plasmar el éxtasis contemplativo se aprecia en el Santo Domingo (1605, Museo de Bellas Artes, Sevilla), que perteneció al retablo mayor de Portaceli. El santo aparece arrodillado, flagelándose su torso desnudo, mientras las ropas caen desde su cintura en disposición piramidal, recurso utilizado con frecuencia por Montañés para reforzar la sensación de estabilidad a sus figuras. En 1609 contrató el retablo del convento de San Isidoro del Campo en Santiponce (Sevilla), entonces perteneciente a la orden jerónima, aunque había sido fundado a principios del siglo XIV por Guzmán el Bueno para los cistercienses. Para el altar mayor, donde habían descansado los restos de San Isidoro antes de que Fernando I los trasladara a León, Montañés proyectó un conjunto unitario en el que se aparta de la compartimentación en pequeños relieves habitual en Sevilla por aquellos años. La colaboración de taller, admitida en el contrato, fue importante, pero los monjes exigieron que fuera totalmente de su mano el San Jerónimo que ocupa la hornacina central del retablo.

La figura es de bulto redondo, para poder sacarla en procesión, y su composición deriva de Torrigiano y de los modelos del San Jerónimo y del Santo Domingo ejecutados anteriormente por el maestro. En ella destacan la unción mística del rostro y la belleza del desnudo, cuyo realismo es realzado por la magnífica policromía de Pacheco. También deben ser suyos los dos relieves que flanquean al santo, la Adoración de los pastores y la Epifanía, concebidos con serena grandeza de filiación clásica. El conjunto, que estaba terminado a principios de 1613, se completa con las dos estatuas orantes de los fundadores, don Alonso Pérez de Guzmán y su esposa doña María Coronel.El retablo fue el destino natural de sus trabajos escultóricos, por lo que además de los citados, otros muchos jalonan su carrera, como el del convento de la Concepción en Lima (1607), el del convento sevillano de Santa María del Socorro (1610), los de San Juan Bautista (1620) y San Juan Evangelista para la iglesia de San Leandro de Sevilla, el mayor del convento de Santa Clara (1621) también en Sevilla, y el de la iglesia de San Miguel de Jerez de la Frontera, proyectado en 1617, aunque las labores escultóricas no se iniciaron hasta aproximadamente 1630, que refleja ya la dinámica expresividad de su última época.Destacan por su aportación iconográfica los de la iglesia de Santa María de la Consolación de El Pedroso (Sevilla, 1606) y el de la capilla de los Alabastros de la catedral hispalense (1628).

Ambos están dedicados a la Inmaculada Concepción, cuya imagen los preside. La de El Pedroso, aún temprana, anuncia la tipología que imperará en el arte sevillano, cuyo punto culminante se halla en la obra de Murillo. Se trata de una dulce imagen, casi infantil y candorosa, llena de íntima unción y gracia expresiva. Los ropajes, de gran amplitud, acentúan el volumen y la solidez de la escultura. Una concepción similar presenta la Inmaculada de la catedral sevillana, aunque ésta es más esbelta, con mayores efectos de contrastes lumínicos, cualidad que corresponde a la etapa de madurez del artista. Llamada popularmente La Cieguecita, por sus ojos entornados, es una de las obras más bellas realizadas por Montañés.Aunque con menor intensidad que a los retablos, también dedicó su arte a las imágenes exentas, con las que creó una influyente iconografía dentro de la escuela sevillana. Cabe destacar el Niño Jesús de la cofradía del Santísimo Sacramento de la catedral (1606), en el que, partiendo de modelos del XVI, define la tipología del XVII, plena de afectuosa ingenuidad. Para los jesuitas realizó en 1610, en el momento de la beatificación de san Ignacio, la imagen de su fundador para el retablo de la Casa Profesa de Sevilla (hoy, en la Capilla de la Universidad). El realismo del rostro prueba su conocimiento de la mascarilla mortuoria del santo, probablemente a través de la copia que poseía Pacheco. Se trata de una imagen de vestir concebida con un profundo sentido devocional, al igual que la de San Francisco de Borja que hizo para el mismo lugar (1624, Sevilla, capilla de la Universidad).

Idéntica fuerza naturalista posee el San Bruno de la cartuja de Santa María de las Cuevas (h. 1634, Sevilla, Museo de Bellas Artes), cuya austeridad se ha comparado con la que imprime Zurbarán a sus obras cartujanas. Finalmente, resta por señalar el Jesús de la Pasión de la iglesia del Divino Salvador (Sevilla, 1619), su único paso procesional. Este Nazareno, de vestir, es una de sus interpretaciones más patéticas, y sin duda ejerció una gran influencia en ejemplos posteriores, especialmente en los de su discípulo Juan de Mesa.Todas las obras anteriormente citadas, y otras más, cimentaron el prestigio de Montañés, que le fue reconocido oficialmente cuando fue llamado a la corte en 1635 para realizar un busto de arcilla del soberano, como modelo para la escultura ecuestre que Pietro Tacca debía de hacer para los jardines del Buen Retiro. Desgraciadamente no se ha conservado, pero de su paso por la corte, donde estuvo seis meses, ha quedado el magnífico retrato de Velázquez (Museo del Prado).

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