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Barroco9

Desarrollo


Por mi parte quisiera que el mundo entero estuviera en paz y que el siglo en que vivimos fuera de oro y no de hierro". Así se expresaba el pintor flamenco P. P. Rubens, y es que el estallido nacionalista en los Países Bajos, un conglomerado de pequeños Estados bajo hegemonía habsbúrgica, marcó de un tajo el devenir en los dominios españoles del Norte de Europa a lo largo del conflictivo siglo XVII. Desde 1566, las varias rebeliones en defensa de su autonomía política y de sus fueros tradicionales frente a la soberanía uniformadora y el poder absoluto y centralista de Felipe II, coincidieron con la lucha de las iglesias protestantes por la libertad de religión y de culto. Ante la ferocidad iconoclasta y los excesos calvinistas, los católicos valones rompieron con la Unión de Gante (1576), negándose a dar apoyo a sus compatriotas protestantes. Tras suscribir la Confederación de Arras (1579), se aproximaron a la política del gobernador Alejandro Farnesio, que pudo reconquistar con rapidez Flandes y Brabante, asegurando el Sur de los Países Bajos para España y la causa de la Contrarreforma católica. Por contra, apoyados en un medio geográfico más favorable al mantenimiento militar de sus posiciones, los rebeldes septentrionales respondieron firmando la Unión de Utrecht (1579) y la Declaración de independencia de las Provincias Unidas del Norte (1581), que consumaba la ruptura político-confesional y la separación territorial de los Países Bajos.

Invalidados en parte los progresos diplomáticos y militares de A. Farnesio, Felipe II buscó solucionar la cuestión cediendo la soberanía a su hija, Isabel Clara Eugenia, y a su yerno, el archiduque Alberto de Austria, con la reserva de que, caso de morir sin descendencia, los Países Bajos revertirían de nuevo a España, estipulando además que no se permitiría a sus naturales profesar más religión que la católica, ni se les autorizaría el libre comercio con las Indias españolas (Acta de cesión, 1598). Aclamados como soberanos por los territorios del Sur -más conocidos como Flandes, por extensión a la totalidad territorial del nombre del más famoso de sus condados-, los archiduques fueron, no obstante, repudiados por las provincias del Norte que no aceptaron la solución de una soberanía tutelada y vigilada por España.A partir de entonces, la nobleza meridional -que dominaba en el Consejo de Estado- fue paulatinamente convertida en una aristocracia cortesana y alejada de los asuntos de gobierno por su actuación en las revueltas, no confiándosele ya misiones de importancia. Sus tareas las desempeñarían funcionarios españoles o burgueses nativos, magistrados y juristas de extracción modesta, absolutistas convencidos y miembros del cada vez más influyente Consejo privado. Restaurados la autoridad y el prestigio regios, Flandes conocería una prosperidad relativa. Los soberanos unificaron el Edicto perpetuo, no convocaron más los Estados Generales e intentaron, además de homologar las costumbres, apaciguar las diferencias religiosas.

Aun con su pacifismo, se vieron obligados, sostenidos por España, a continuar una guerra desigual y pírrica con las Provincias Unidas, apoyadas por Francia e Inglaterra. A pesar de los triunfos de Ambrosio de Spínola, la victoria final de los tercios españoles ya se presentía imposible, por lo que el archiduque Alberto, ante la penuria económica para continuar la guerra, optó por negociar con los insurrectos y por firmar la Tregua de los Doce Años (1609), que reconocía de facto la independencia de la República holandesa.Pero 1621 supuso el final de la paz, la muerte del archiduque Alberto y la vuelta de la soberanía a la Corona de España, que también cambiaba de monarca y de gobierno. La infanta Isabel Clara Eugenia, confirmada como gobernadora por Felipe IV, intentó en vano pactar otra tregua con los rebeldes o con sus aliados. A pesar de la intensa labor diplomática, como la conducida por Rubens, la intransigencia de ambas partes, el militarismo de los Orange y el intervencionismo de Olivares pronto llevaron a reanudar las hostilidades en el marco de la Guerra de los Treinta Años. Muerta la infanta (1633), el cardenal-infante don Fernando (1634-1641), estadista de talla y jefe del ejército imperial, vencedor de Nördlingen (1634), se topó con una metrópoli en absoluta decadencia, incapaz de mantener su reputación y de defenderse a sí misma, cuanto más de sostener un territorio alejado y de ofender a sus enemigos. Con todo, intentó lo imposible, frenando a los holandeses e invadiendo Francia, pero retirándose por falta de cobertura económica (1636), muriendo al poco de recobrar la plaza de Aire (1641).

Flandes, convertido en base militar desde la que España pretendía defender la integridad de un territorio de la Monarquía y mantener su debilitada hegemonía en Europa, se vio arrastrado a participar en las guerras en que intervinieron los Habsburgos españoles: para contener las conquistas de los holandeses, para ayudar al Imperio contra los príncipes protestantes en la Guerra de los Treinta Años y para frenar el imperialismo de Luis XIV (Guerras de Devolución y Conquista, 1667-68, 1672-78 y 1688-97). A partir del mandato del archiduque Leopoldo Guillermo de Austria (1647-1656) todo se redujo a mínimos, máxime después de firmar la Paz de Münster (1648), que reconocía el advenimiento oficial como nación de las Siete Provincias Unidas, además de cedérsele varios territorios al Norte y de consumarse la continuidad del bloqueo del Escalda.Desde entonces, se sucedieron gobernaciones a cual más fatua o desafortunada, como la de don Juan José de Austria. Los Países Bajos españoles se desgranaron gradualmente ante la ambición de Francia en un rosario de guerras y de paces: Pirineos (1659), Aquisgrán (1668) y Nimega (1678). Sólo la cercanía de la muerte de Carlos II sin heredero directo hizo que Luis XIV intentara hacerse grato a los españoles y -a pesar de bombardear Bruselas (1695)- que devolviera las conquistas anteriores (Ryswick, 1697). Al término de la Guerra de Sucesión de España, los tratados de Utrecht (1713) y Rastadt (1714) sancionaron el traspaso de los Países Bajos españoles a los Habsburgo austriacos y al Imperio. La pesadilla se había acabado.

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