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Tokio: días vic

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La finalidad estratégica de los japoneses era conquistar suficiente terreno para controlar los accesos del Pacífico, de modo que su posición fuera tan fuerte que impidiera cualquier ataque americano. Por ello debían apoderarse de suficientes territorios productivos, para asegurar los recursos necesarios para la guerra, y de las islas del Pacífico más avanzadas que podían ser futuras bases norteamericanas. En cualquier dirección, un ataque americano debía asegurar unas 20.000 millas náuticas de comunicaciones. La dominación japonesa se apoyó militarmente en el principio de una invasión poderosa, capaz de controlar el Pacífico. En los archipiélagos de las Marianas, Carolinas y Marshall se estableció una red de bases aéreas de modo que, si una isla era atacada, los aviones de las restantes acudirían en su defensa y obtendrían la superioridad sobre el enemigo. En el conjunto, la Marina de guerra sería una reserva móvil que se presentaría en los lugares de peligro. El imperialismo japonés necesitó inventarse también una cobertura política justificativa. Sin demasiada convicción exportó la idea de una "esfera de coprosperidad asiática o Gran Asia Japonesa", basada en la cooperación de los pueblos liberados del colonialismo, con sus protectores japoneses, que les habían demostrado que un pueblo de color era superior a la raza blanca y guiaría a los demás por el camino de su liberación. Así se creó un Consejo de la Gran Asia y un ministerio encargado de gestionar los territorios anexionados.

Pero las necesidades de la guerra frustraban cualquier posibilidad de entendimiento entre los japoneses y los pueblos sometidos a su tutela. Como ya había ocurrido en Manchuria, el Ejército fue el verdadero señor de los territorios ocupados, que quedaron siempre bajo su administración. Era imposible que una conquista hecha tan rápidamente fuera controlada por Tokio, sobre todo al tratarse de territorios tan dispersos y amenazados de convertirse en teatros de operaciones militares. Las rivalidades entre la Marina y el Ejército tampoco contribuían a la coordinación. Los administradores militares, acostumbrados a los métodos despóticos, los emplearon contra la población civil. La guerra exigía considerables recursos, y el sostenimiento de las tropas de ocupación corría a cargo directo de los territorios ocupados, con lo que la explotación colonial no desapareció, sino que se hizo más rapaz y violenta. Los japoneses, recién llegados y angustiados por la guerra, sólo pudieron ocupar el antiguo puesto de los amos blancos, sin que sus técnicos pudieran iniciar la mínima transformación de los territorios o su sistema económico. A menudo, las autoridades militares de ocupación, llevadas de su concepto simplista del mundo, pretendieron convertir en una prolongación de Japón la zona que les correspondía administrar. Impusieron la ley, la lengua, las costumbres japonesas, la religión y hasta la rígida etiqueta. Prácticas que eran normales en Japón, fueron vistas por la población autóctona como humillaciones impuestas por los nuevos dueños.

Las élites locales se sintieron, a menudo, vejadas por los japoneses, que no podían prescindir de un aire de superioridad. Este comportamiento enfrentó a los japoneses con los nacionalistas locales, sobre todo en Filipinas y Birmania, que tenían muy desarrollado el sentimiento nacional. La oposición china fue durísima y tuvo el efecto multiplicador de las numerosas colonias esparcidas por toda la zona de ocupación, en especial Indochina e Indonesia, donde los chinos eran una oligarquía importante. De todos modos, el odio común hacia los colonialistas blancos aseguró, en algún caso, ciertas colaboraciones, pagadas por los japoneses, al retirarse de los territorios, con entrega de armas y poderes a los indígenas, para imposibilitar el regreso de los blancos.

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