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Renacimiento6

Desarrollo


Con la palabra Cinquecento, abreviatura de los años que en lengua italiana comienzan por mille e cinquecento, los historiadores de la cultura vienen denominando el segundo ciclo del movimiento que ha tomado por nombre el Renacimiento, es decir el siglo XVI, como ha quedado consagrado la de Quattrocento, los años numerados desde mille e quattrocento hasta 1500, para el arte y la cultura, exclusivamente italiana, del siglo XV. Y ello desde que ha sido aceptado que el Renacimiento, menos extenso que la dilatada época del arte producido en Europa desde finales de la Edad Media hasta comienzos del siglo XIX, es el arte italiano del siglo XV y el del siglo XVI que se desarrolló no sólo en Italia sino en los demás países de Europa. Un tiempo se dividió el Renacimiento del siglo XVI o Cinquecento en Alto y Bajo Renacimiento tomando de Vasari la cesura que advertía en el legado artístico de Miguel Angel y la decadencia que le siguió, pero esta partición ha sido rechazada desde que tal presunta decadencia ha llegado a ser reivindicada como un verdadero estilo, el Manierismo, opuesto y continuador a la vez del Clasicismo activo en los comienzos del siglo, pero formalmente anticlásico, por lo cual es Renacimiento el arte clasicista italiano de las dos primeras décadas del Cinquecento, pero no lo es, pese a que coincida con él en regiones y creadores, el del resto de la centuria que se expresó en lenguaje manierista. Este último puede definirse en dos etapas, que aquí denominaremos Protomanierismo y Manierismo maduro, este último extendido a lo largo de la segunda mitad del XVI que en sus finales conocería una reacción, la Contramaniera, antesala del arte posterior o Barroco.

Quede, pues, constancia de que en el panorama que se pretende desarrollar en estas páginas, el Cinquecento italiano, comprenderá el Renacimiento clasicista, el primer Manierismo y el Manierismo tardío hasta 1600. La más evidente diferencia que define al Cinquecento respecto al primer Renacimiento quattrocentista es la nueva visión del mundo y también del hombre, como ya Burckhardt dejó establecido. No sólo por la nueva dimensión que el descubrimiento de América por un italiano al servicio de España proporcionó a Europa, sino también por la más estrecha relación entre los países y el trasvase de las ideas y de los artistas. La fragmentación que en el siglo XVI aún presentaban los numerosos Estados italianos, entre los que Florencia llevó la iniciativa en la renovación del lenguaje gótico aún presente en muchos de ellos y su sustitución por una vuelta o renacer de las pautas clásicas del mundo antiguo hasta convertirlas en su ropaje exclusivo, se vio considerablemente reducida desde 1500. El panorama político tendió a simplificarse, pese a que no cesaron los conflictos entre las ciudades estados, al englobarse unos en los territorios de sus vecinos, pero aún más por la intervención de otros Estados exteriores a la Península italiana como Francia, España y el Imperio de los Habsburgos y también por la nueva dimensión de la Iglesia gracias a la política de los Papas que, ya repuesta de la traumática fractura del largo Cisma de Occidente, reclamó un mayor poder temporal extendiendo los límites de los Estados Pontificios y dio a Roma un papel primordial y una nueva edad de oro.

Es notorio que a partir de entonces quedarán oscurecidas ciudades como Padua, que pudo brillar con Donatello y con Mantegna en el Quattrocento, o la Urbino de los Montefeltro, aunque de ésta proceden artistas señeros como Bramante o Rafael que, sin embargo, emigraron hacia otras latitudes, y parecida suerte tocó a Rimini, a Turín, Perusa o Pienza. Si bien no dejó de ser cuna de los más significados creadores del Renacimiento clasicista como Leonardo o Miguel Angel, al ser éstos atraídos por otras demandas, perdió Florencia el papel avanzado que le dieron las generaciones que tanto la prestigiaron en el Quattrocento, que pasó a manos de la Roma de Julio II. Pero no dejó de ser crisol importante en la génesis del propio clasicismo, pese al agitado período que siguió a la muerte de Lorenzo el Magnífico y la reinstauración de la república, y en el surgimiento del primer Manierismo, poco tiempo después de que los Médicis recobraran el poder en 1512 y de que dos sucesivos pontífices de la dinastía medicea, León X y Clemente VII, rigieran los destinos de la Iglesia. Aunque hubo de admitir la tutela de Francia y del Imperio carolino, con la anexión de Siena desde 1555, volvió a contar con destacado impulso con la capitalidad del gran ducado de Toscana, regido por Cosme I de Médicis que se tituló gran duque desde 1569.

Por otro lado, Lombardía ofrece paralelo declive a pesar de que, bajo el dominio de Ludovico Sforza, que tanto embelleció Milán y Pavía y tuvo a su servicio nada menos que a Leonardo y a Bramante, se adelantó a Florencia y a Roma en la gestación del Clasicismo quinientista. Pero la llegada de los franceses en 1499 y el final del mecenazgo de los Sforzas truncó ese brote de adivinación creadora, que sólo recuperó parcialmente, tras su inclusión en los dominios imperiales de Carlos V desde 1526, ya avanzada la segunda mitad del siglo. Y lo mismo puede comentarse de los reinos de Nápoles y Sicilia que, tras la pugna con Francia, también quedaron bajo el cetro carolino desde 1526. La que no sucumbió al dominio exterior y permaneció como potencia con la que hubieron de contar tanto el Imperio como el Papado, fue Venecia, a pesar de que su dominio naval sobre el Mediterráneo quedó fuertemente recortado por el imperio otomano desde la conquista de Constantinopla, y que el descubrimiento de las Indias y del continente americano hiciera pasar a manos españolas y portuguesas las nuevas rutas mercantiles. No obstante los duques venecianos pudieron conservar como territorios propios no sólo buena parte del nordeste de Italia, sino la costa de Istria y Dalmacia, el Peloponeso y Creta, y sostener con el imperio turco relaciones mercantiles. Por su parte, Liguria, cuya capital Génova había forjado asimismo en el intercambio marítimo no despreciable papel político y bancario, no dejó de contar en el plano europeo, cierto tiempo bajo la égida francesa, para pactar después de 1528 con el Imperio de los Austrias. Entre Venecia y Génova subsistieron algunos de los pequeños estados que tutelaban los Gonzaga y los Este, que proporcionaron a Mantua, Ferrara y Módena prosperidad no menor a la alcanzada en el siglo anterior, sobresaliendo ahora Parma con una llamativa escuela pictórica.

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