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Toda la sociedad se hallaba implicada en la guerra. Pero de su conjunto entresacaron los Gobiernos los elementos más adecuados para cada tarea. Desde 1930 los nazis intentaron establecer un sistema riguroso de selección de su personal militar. Desde 1941, norteamericanos y rusos perfeccionaron sistemas especiales para aprovechar al máximo las capacidades profesionales de cada uno. Los hombres llamados a filas quedaban sometidos a un proceso de selección que incluía un test de inteligencia general y otro de inteligencia mecánica. En 1942, los británicos abrieron la era de la orientación dirigida, que tan pingües resultados proporcionaría a la industria cuando terminaron las hostilidades. No obstante este esfuerzo de clasificación psicológica, lo cierto es que el ciudadano medio llamado a filas no pareció responder del todo a las amplias expectativas del mando y los psicólogos militares: sólo un 15 por 100 de los combatientes -se observó a lo largo de la guerra- disparaban sobre el enemigo o sobre sus posiciones; sólo un 25 por 100 mostró cierta combatividad o iniciativa. Ante el asombro y el disgusto de los hombres que conducían la guerra, esta carencia de ofensividad permaneció constante, aunque cambiasen las circunstancias técnicas del enfrentamiento. Hablaron entonces, desesperados, de complejo de culpa, de la ansiedad mantenida por los soldados. Había que quitar ese miedo. Y sobre todo, evitar el contagio, aislando a los predispuestos a la psicosis o a la neurosis.

Se devolvieron a casa, por las fuerzas armadas británicas, a 118.000 combatientes, y se pasó a "informar" a los restantes sobre el propio miedo, tratando de avisar y describir sorpresas y horrores de la guerra. El resultado no fue mejor. Era un esfuerzo por levantar la moral del combatiente, que, a distinto nivel, hallaba correspondencia en la propaganda dirigida a la población civil. Puesto que la nación que está en guerra es como un todo orgánico, los sondeos e incitaciones a la población iban ante todo dirigidos a evitar incertidumbres y vacilaciones que, proviniendo de la población civil, corriesen el riesgo de debilitar la moral del combatiente. El problema no fue, quizá, en ninguna parte tan claro como en Italia. Los italianos, que venían sufriendo serias dificultades en la alimentación (ya en el Diario de Ciano puede leerse, el 22 de septiembre de 1940, que "las dificultades que preocupan a nuestro pueblo son la falta de pan, de mantequilla y de huevos"), se sintieron desmoralizados con las primeras derrotas sufridas en Grecia y Libia y comenzaron a manifestar su descontento frente al Gobierno fascista, acusando a los dirigentes de acaparar los artículos a la venta en el mercado negro, y en ocasiones yendo a la huelga. A pesar de todo, a pesar del malestar que hacía a los italianos escuchar con preferencia las emisiones de la radio enemiga para saber algo de la propia situación, lo cierto es que hasta 1943, y salvo esporádicos bombardeos, Italia no se vio directamente afectada por la guerra.

La población civil, no obstante, se sumió entonces en la penuria. Limitado el consumo de energía hasta el punto de que, desde 1942, Roma no iluminaba sus calles las noches de luna llena; los transportes públicos se redujeron al mínimo. En los bares, la leche se restringió a los "cappucini", y se frenó todo esfuerzo cultural o educativo. Cuando los aliados ocuparon Argelia, sus bombardeos sobre las ciudades italianas consiguieron, en este caso, quebrar la moral y la disciplina. En Turín, incluso, muchos empleados del Estado abandonaron sus puestos y, en marzo de 1943, los trabajadores de la Fiat llevaron a cabo la mayor huelga que había visto Italia desde veinte años atrás. El verano vio ya los primeros desembarcos aliados en Sicilia. Muchos entendieron, confundidamente, que era el final de la guerra y que Mussolini había caído, y salieron a las calles a recibir al libertador. Sin embargo, en la zona de ocupación nazi la población italiana aún sería sometida a un trato semejante a la de la Francia de Pétain y Laval. La República de Saló contaría, de este modo, con una amplia resistencia civil expresada a través de las huelgas o de las manifestaciones de protesta de las amas de casa ante la escasez de alimentos. Ni siquiera las detenciones masivas ni las deportaciones de huelguistas a Alemania (sólo de Génova fueron enviados 2.000 el 1 de julio de 1944) pudieron detener este grave malestar.

Para las poblaciones liberadas, la alegría del saludo al vencedor se convirtió en la sumisión, al menos temporal, a un nuevo amo. Curzio Malaparte supo simbolizar en La peste esa lacra moral, "repugnante morbo que elegía a sus víctimas solamente entre la población civil, de la ciudad y del campo, extendiéndose como una mancha de aceite por el territorio liberado a medida que los ejércitos aliados iban rechazando a los alemanes hacia el Norte". Lacra que no era otra, a sus ojos, que la sumisión al vencedor, el precio de la libertad reconquistada. Ahora los pueblos de Europa no iban a luchar como hasta entonces, con dignidad, con orgullo, "para no morir". Ahora era preciso luchar "para vivir", y para ninguno de los supervivientes a la tragedia la paz estuvo lejos de la miseria o la desesperación.

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