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Africa

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No es posible, sin embargo, terminar estas rápidas observaciones sin volver sobre un caso excepcional bien estudiado sobre la marcha por sus propias víctimas, que revela hasta el extremo los horrores de la inanición. Se trata del hambre padecida por los holandeses, entre noviembre de 1944 y mayo de 1945, cuando las autoridades alemanas de ocupación cortaron todos los suministros a la zona occidental, en respuesta a la huelga de ferrocarriles desencadenada en septiembre contra el invasor. Después de la ocupación alemana en mayo de 1940, un 60 por 100 de la producción agraria holandesa se requisó y se suprimió toda importación de alimentos. A fuerza de aprovechar pastos para cultivar patatas y sacrificar pollos y cerdos, el Gobierno holandés consiguió mantener la distribución al nivel de unas 1.600-1.800 calorías diarias entre 1941 y 1944. No era el hambre todavía. El racionamiento procuraba atender las necesidades de cada uno, privilegiando a los que se empleaban en tareas de gran esfuerzo, a las mujeres y a los niños. En el invierno de 1944-45, al producirse el corte de suministros, la ración se redujo drásticamente hasta poco más de 600 calorías, que en enero de 1945 fue, también, la ración distribuida a los trabajadores. No obstante, se procuró al máximo seguir atendiendo especialmente a los niños y a las mujeres embarazadas y lactantes. La ciudad, como siempre, tropezó con penalidades mucho mayores para complementar por otros medios esta mínima ración.

El frío contribuyó a las dificultades de distribución. Se racionó la remolacha azucarera, y hasta los bulbos de los tulipanes quedaron incluidos, en ocasiones, entre los artículos alimenticios. Desde la ciudad al campo, se caminaba ansiosamente a la busca de un puñado de patatas. Los más débiles murieron en las cunetas, a veces cuando volvían con su pobre hallazgo. La atención médica se volcó sobre el horror sufrido por los holandeses. La dieta, se dijo, no era insuficiente en vitaminas, sino en calorías. A pesar del racionamiento anterior hasta entonces, los médicos sólo habían observado pérdidas de peso y aumento -ligero- de la tuberculosis. Ahora, incluso, los trastornos mentales se multiplicaron, manifestándose en forma de apatía, indiferencia u obsesiones en torno a los alimentos. En enero del 45, al cuarto mes de escasez, entraron en los hospitales los primeros casos de edema de hambre, a veces hasta con hemorragias cutáneas, que pronto se multiplicaron. Pero tampoco los hospitales podían garantizarles una alimentación adecuada. Los médicos y las enfermeras contaban con una rebanada de pan para desayunar, dos patatas y un puñado de hortalizas para comer, y una o dos rebanadas de pan, un plato de sopa de remolacha y una taza de sucedáneo de café para cenar. Un mes más tarde, en febrero, los hospitales no podían hacerse cargo de los enfermos, y se limitaban a entregar una ración suplementaria de 400 gramos de pan y 500 de judías, junto con un poco de leche, a los más afectados, aquellos que habían perdido un 25 por 100 de su peso normal.

Pronto se elevó al 33 por 100 el tope para la prestación de asistencia, pero entonces muchos enfermos morían en la calle sin llegar al hospital. Otros muchos esperaron su fin, debilitados, directamente en su cama. Destinada toda la grasa a la alimentación, dejó también de fabricarse el jabón. Tras muchos años, volvieron chinches y piojos, y reaparecieron también en el campo la disentería y las tifoideas. Trastornos en el comportamiento y en la convivencia social acompañaron lógicamente, a los horrores del hambre: hubo niños que murieron porque sus padres vendieron los cupones destinados al racionamiento infantil; y hubo adultos que murieron aplastados bajo los muros de las casas -abandonadas, para aprovechar mejor el calor de unas pocas viviendas- que se hallaban saqueando. Durante los seis primeros meses de 1945 en Amsterdam, Rotterdam, La Haya y Utrecht murieron cerca de 18.000 personas, de una población de dos millones en total. Al llegar la liberación, en mayo de 1945, los holandeses salieron con júbilo a las calles para recibir alimentos. Tal fuerza les guiaba que un observador, entonces poco afortunado, como el Times, todavía esperaba encontrar situaciones más horribles. Las perspectivas inmediatas que aguardaban a los europeos no eran halagüeñas.

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