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Nada, quizá, tan terrible como el hambre para los habitantes de los países en guerra. Disminuida la producción y el intercambio de alimentos, aceptada la prioridad de abastecimiento de las tropas en el frente o los destacamentos de ocupación, como en el caso francés, y primadas las industrias bélicas sobre las de consumo -incluido el alimentario-, el aporte de alimentos se enrareció, y se agravó con la duración del conflicto. En el caso británico, dependiente en buena medida de la importación, el bloqueo condujo a la ampliación de hectáreas dedicadas al cultivo e, ineluctablemente, hacia el racionamiento, al que se dedicó desde el principio enorme atención, en comparación con otros países. De manera general, las dificultades de comunicación volvieron a privilegiar relativamente a los habitantes del campo frente a los de las ciudades, que soportaron con frecuencia los efectos destructores de los bombardeos. Para el campesino alemán, la política agraria del nacionalsocialismo, pese a conseguir un incremento real de la producción, no había mejorado las cosas. Sin alcanzar provecho del mismo, la renta de los campesinos se halló muy por debajo de la del proletariado y, debido a la carencia de mano de obra y al éxodo rural, sus condiciones de trabajo empeoraron. Durante la guerra, la organización del abastecimiento no permitió a los campesinos sacar partido del mercado negro, e incluso las mujeres, los niños y los ancianos se vieron obligados a proporcionar un esfuerzo suplementario para reemplazar a la mano de obra movilizada.

El mercado negro volvió como consecuencia de la racionalización del consumo que encarnó el racionamiento, con todas sus limitaciones. Rígidamente llevado en Gran Bretaña, los ingleses adoptaron un mínimo alimenticio para cubrir las necesidades de una población aislada. En otros lugares, como en Francia, desempeñó un papel importante el consumo suplementario a través de los altos precios del mercado negro, convertido en un principio en negocio, incluso para las tropas ocupantes. A partir de 1942, sin embargo, el mando alemán se propuso acabar con la situación. Entonces, el mantenimiento -con altos riesgos- del mercado negro fue otro aspecto de la resistencia francesa a la voluntad del ocupante. Gran número de matanzas clandestinas burlaban las cifras oficiales del abastecimiento organizado, y en este caso el campesino pudo entrar con facilidad en el circuito y mejorar su posición relativa. Los precios hablan por sí solos: mientras en 1942 la mantequilla costaba en el mercado negro tres veces más que en el mercado oficial, dos años después quintuplicaba o sextuplicaba su costo. Las patatas se compraban entonces al doble, o los huevos cuatro veces más caros. Pero se compraban, si es que se podía. Los británicos fueron inflexibles. La dieta general se fijó diariamente, salvo para el pan y las patatas, y trataron de mantener estables los precios de los alimentos, excepto el alcohol y el tabaco, que, fuertemente recargados con impuestos, canalizaron en su favor los incrementos salariales, desviándolos hacia el tesoro público.

Al parecer, la dieta fue tan equilibrada que la mortalidad infantil llegó, incluso, a disminuir, y otro tanto ocurrió con determinadas enfermedades carenciales. No fue usual tal reparto democrático de la escasez. Egipto, en el polo opuesto, adoptó un racionamiento decreciente en aportación calórica y bienes de imprescindible consumo, según categorías sociales: así se procedió, por ejemplo, con el azúcar y el queroseno. En Europa, por lo general, las raciones calóricas fueron escasas en vitaminas A y D y en proteínas. En 1943, la ración oficial consistió en 1.705 calorías y en Francia en 1.300. En Alemania, por el contrario, se alcanzaron las 2.000 con algunos suplementos. Suecia, en 1944, y con posibilidades de complementar por otras vías, llegó a 2.490, en tanto que Japón rozó las 1.160. Los soldados gozaron de dietas normales, incluso hipercalóricas, en atención al esfuerzo bélico que se les encomendaba. Los propios japoneses, con dificultades graves, llegaron al doble de los civiles, mientras que el Ejército australiano dispuso de casi 4.000 calorías por persona, y los norteamericanos que operaron en el Pacífico y Australia, de 4.758 calorías. En este último caso, sus compatriotas civiles no se vieron sometidos al racionamiento. La vida de los franceses, desgarrada entre la aceptación del ocupante y la voluntad de la resistencia en el territorio colonial, estuvo marcada profundamente por los efectos de la opresión alemana. Entre la Francia libre y el territorio de Vichy se rompieron las comunicaciones desde los primeros momentos, e incluso el correo funcionó de modo insatisfactorio.

La gasolina fue seriamente restringida a la población civil y buena parte de la SNCF -ferrocarriles franceses- quedó a merced de los alemanes. Hubo, pues, que recurrir a la sustitución para todo aquello que seguía siendo imprescindible. El carbón de madera sustituyó a la gasolina en los motores a gasógeno, el cuero desapareció y los zapatos se repararon con suelas de madera. Otras fibras sustituyeron a la lana y el algodón, la sacarina llegó en lugar del azúcar, se fabricaron quesos sin materias grasas, y en vez de café, una mezcla "nacional" se elaboró con cebada. Ya en el verano de 1940, el racionamiento en las ciudades francesas hubo de compensarse, cuando se podía, por el recurso al mercado negro. En París, en el invierno de 1943 a 1944, el consumo de carne individual fue de 300 gramos por mes, y el de materias grasas, de 200. No llegaba la leche fresca, la concentrada sólo se expendía mediante receta facultativa y las farmacias no contaban con medicamentos. La tuberculosis, entre otras enfermedades, aumentó en un 30 por 100... Toda una campaña oficial, sin embargo, incitó a los franceses a cultivar la tierra, subvencionando en ocasiones la vuelta a la roturación y disponiendo, en otras, de los espacios verdes de las ciudades y sus cinturones. El índice de producción agrícola, no obstante, había bajado en más de un tercio al finalizar la guerra. Una vez más, volvemos, pues, al problema de fondo: la organización de la penuria. En el caso francés, el racionamiento, la congelación de precios y salarios y otras medidas financieras ortodoxas intentaron contener la inflación, pero quedó desvirtuado por el tributo recibido por el invasor alemán.

En tales circunstancias, parte del poder adquisitivo se acumuló en forma de ahorro, produciendo una inflación retardada. Ello fue patente incluso en Alemania, que aplazaría su problema financiero y monetario hasta la hipotética victoria militar. Los supervivientes de la guerra sabrían bien de la prolongación de unos sufrimientos que no cesaron con las hostilidades. Un día tras otro, en Europa occidental hombres y mujeres vivieron preocupados de manera obsesiva por conseguir alimento, por sobrevivir a toda costa. La humillante pugna de cada día, la red de pequeños o no tan pequeños intereses que aprovechaba el hambre de los demás para prosperar, se convirtió con frecuencia en el medio en el que proliferaron delitos y sumisiones. Los que dominaron este peligroso arte del abastecimiento en el mercado negro fueron clara excepción a la miseria general. El abismo económico y social entre la ciudad y el campo, sus lazos y referencias, se alargaron y distendieron. El agro se replegó sobre sí mismo, porque tampoco de la ciudad le llegó producción industrial que, en muchos casos, podría comprar. Sólo a través de las relaciones familiares, y salvando grandes dificultades, los habitantes de las ciudades participaron a veces de esa relativa prosperidad, con justicia codiciada desde la urbe. Notas como éstas sólo fueron válidas para aquellas zonas de Europa que conservaron un mercado, una economía -aunque forzada en sus mecanismos tradicionales- y una relativa autonomía política. En los territorios del Este, pasto de la conquista nazi, tales matizaciones dejaron de ser válidas y fue otra la escala de la miseria. Allí, el racionamiento vino a ser el margen de supervivencia que las autoridades alemanas concedían a la población dominada. Y a ello hubo que unir la sistemática aplicación de una política racial que decidía consumir una fuerza de trabajo en las fábricas del Reich, al tiempo que procedía a una homicida revisión étnica, por eliminación de los no arios, una vez aprovechado al máximo su esfuerzo.

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