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Entre desafiante y esperanzado, Alfred Nobel había lanzado un reto a las viejas formas de la política del XIX y a sus brotes de pacifismo diplomático. "Mis fábricas -dijo en 1892- pondrán término a la guerra quizá antes que vuestros congresos. El día en que dos Cuerpos de Ejército puedan aniquilarse recíprocamente en una hora, las naciones civilizadas retrocederán espantadas y licenciarán a sus tropas". Se equivocaba de lleno. Cuando la guerra vino, la industria dio vida a la guerra en lugar de impedirla. Y ello prolongadamente y con largueza, incluso en la que los contemporáneos denominaron Gran Guerra. Veinte años después de concluir ésta, la producción industrial se hallaba dispuesta a reactivar aquel cruel mecanismo por el que unos hombres obtenían de la máquina, febrilmente, los instrumentos mortíferos con los que otros desaparecían en los frentes. Las naciones pusieron en marcha los resortes del control económico de la situación, dejando en suspenso las normas acostumbradas bajo la paz. La guerra volvía a entenderse, con razón, como esencialmente económica. Y los hombres hubieron de entregar su fuerza de trabajo, antes incluso que su capacidad militar, a los gobiernos que lo exigían. Las especiales circunstancias en que el gobierno alemán se procuró aquella fuerza de trabajo, calculando criminal y rigurosamente la capacidad de una importante masa de grupos sociales (procedentes de los países de ocupación, judíos o miembros de la oposición) para producir a bajísimo coste, incidió en algo que, ya a primera vista, sorprende y horroriza al espectador.

La guerra, en efecto, cambió mucho en menos de treinta años. Del total de víctimas entre 1914-18 (unos 10 millones), sólo un 20 por 100, aproximadamente, correspondía a la población civil. Ahora, en la nueva y terrible confrontación desencadenada por Hitler, los muertos sumaron más de cincuenta millones, y casi la mitad no murió empuñando las armas. En la primera guerra se enrolaron unos 60 millones de hombres, de los que murieron nueve millones. La segunda puso en movimiento 110 millones, de los que perecieron más de 26. La población civil sucumbió en medio millón durante la Gran Guerra, en tanto que a partir de 1939 cayeron casi 25 millones, seis de ellos no europeos. Otros cinco millones figuraron como desaparecidos, entre soldados y civiles. Muchos podían darse también por muertos. En una sola generación, la guerra había segado dos veces las vidas de los europeos. Sólo la URSS perdió unos siete millones de su población civil. Polonia se vio privada de un 93 por 100 de su población judía, exterminada en los campos de concentración. Hombres y mujeres de Yugoslavia, Grecia, Alemania (un 80 por 100 en el campo de batalla, en este caso), Italia, Francia y los Países Bajos sufrieron duro castigo. En las ciudades británicas, en cambio, no fueron elevadas las pérdidas civiles a pesar de los bombardeos. La recuperación resultó difícil, si bien los hombres de 1940 no parecieron experimentar aquel profundo bache existencial que hizo a sus predecesores protagonistas directos de un descenso sensible en la natalidad. La Segunda Guerra Mundial, por el contrario, no siempre interrumpió (a veces ni siquiera hizo oscilar) las curvas de crecimiento de la población. No obstante, y aunque luego volveremos sobre ello, muchos recién nacidos, o incluso sus hermanos mayores, no vieron el fin de la guerra. Las dificultades de alimentación y de higiene, la enfermedad y las crueldades de la guerra incidieron sobre la mortalidad infantil, agravándola.

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