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En el mes de octubre de 1940, Mussolini lanzó un ataque contra Grecia en busca de unas finalidades más políticas que económicas o estratégicas. Italia se había mantenido durante los primeros meses del conflicto generalizado en un oscuro segundo plano que su dirigente consideraba humillante. Así, a los frustrantes resultados obtenidos por el breve y oportunista enfrentamiento tenido con Francia, se habían venido a unir unas no mejores campañas realizadas en las colonias Libia y Abisinia. De esta forma, el sentimiento de amargura y fracaso se manifestaba entre los altos niveles del fascismo, actuando como elemento impulsor de la decisión del Duce. Pero en el conjunto de la Europa dominada ya por el poderío alemán, a Italia le quedaban escasos espacios de actuación, a menos que fuese a la sombra de su poderoso aliado. No pudiendo volverse hacia el norte o el oeste, Mussolini se vio obligado a mirar hacia el este, donde ya contaba con la posesión de Albania. La ocupación de este país había constituido para la propaganda del régimen una importante victoria. Pero ahora el Duce pretendía ir más lejos, y consideraba la posibilidad de atacar y conquistar de forma igualmente rápida a Yugoslavia o Grecia, en la creencia de que se trataba de países débiles y por tanto fáciles de dominar. El país elegido de entre los dos será Grecia, que conservaba estrechos lazos con las potencias occidentales; Yugoslavia, por el contrario, se contaba entre los países destinados a convertirse en verdaderos títeres de Berlín mediante su inclusión en el Pacto Tripartito.

Grecia se regía por entonces según las formas de un sistema dictatorial personificado en la figura del general Metaxas e imitador de los modelos alemán e italiano, aunque sin alcanzar los rigores de éstos. Con todo, las relaciones que mantenía con Francia y Gran Bretaña habían impedido hasta entonces que se manifestase una mayor aproximación a las potencias del Eje por parte del dictador heleno. En abril de 1939, tras el ataque a Albania, las potencias occidentales habían garantizado de forma expresa la integridad del territorio griego. Ante esto, Roma había adoptado una conducta amistosa, ya que no se consideraba en condiciones de enfrentarse a ellos de forma abierta. Más tarde, con el inicio de las hostilidades, Atenas había declarado su neutralidad, al tiempo que se preparaba para una posible entrada involuntaria en el conflicto, sobre todo a partir de la caída de Francia y el inicio de la batalla de Inglaterra. Sin embargo, los actos de provocación realizados por los italianos en la zona del Adriático no habrían de cesar ya, decidido el Duce a emprender lo antes posible una campaña que imaginaba rápida y fácil. En septiembre de 1940, Grecia decretó la movilización general de sus efectivos, al tiempo que Metaxas trataba de conseguir que Hitler actuase como moderador de las ansias agresivas de su aliado. Berlín, de hecho, apoyaba esta idea del primer ministro griego, ya que no veía la necesidad de abrir un frente en una zona que se hallaba perfectamente controlada.

Los regímenes de la región danubiano-balcánica admitían la calificación de filofascistas, y se hallaban totalmente sujetos por la voluntad del Reich, por lo que era innecesario que éste actuase en contra de los mismos. Al no contar con la aquiescencia del Führer, Mussolini todavía no se atrevía a actuar, pero la entrada de tropas alemanas en Rumania con el fin de proteger los pozos petrolíferos la impulsaría finalmente a ello. De esta forma, podría llevar a cabo en solitario una experiencia expansionista que le rehabilitase tanto ante su pueblo como de cara a su aliado. Muchos de los dirigentes fascistas se encontraban convencidos de que Grecia podría ser liquidada en el plazo de pocas semanas. Apoyaban además esta acción en busca tanto de su propio medro personal como del brillo exterior que el país necesitaba.

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