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El día ocho de marzo de 1941, la Cámara Alta de los Estados Unidos aprobaba, por sesenta votos contra treinta y uno, el texto de la denominada Ley de Préstamo y Arriendo. Por ella se facultaba al Presidente Roosevelt para una actividad discrecional que iba mucho más allá que cualquier otro grado de poder de disposición había podido tener ninguno de sus predecesores en el cargo. Mediante la puesta en práctica de la misma, Norteamérica entraba en virtual situación de guerra con Alemania y sus aliados. Así culminaba un proceso iniciado con la demostración de la amenaza que el Reich suponía para la libertad de los países europeos. Esta disposición legal convertía a los Estados Unidos en un verdadero "arsenal de la democracia", en expresión de su Presidente, quien podía decidir con absoluta libertad sobre una serie de planos que, sintetizados, eran los siguientes: selección de los países beneficiarios; fabricación y entrega de armas y municiones; venta transferencia, cambio, préstamo y arriendo de cuantos artículos desease; reparación y acondicionamiento de los mismos una vez en poder de los gobiernos favorecidos; comunicación con dichos gobiernos acerca de cuanta información considerase necesaria; y, finalmente, determinación de los plazos de entrega y pago. Podía, en definitiva, obrar con entera libertad en este amplio campo, sin interferencias de ninguna clase. Esta nueva realidad introducía de nuevo a los Estados Unidos en el bando democrático empeñado en su lucha contra el totalitarismo agresor, en la misma forma en que lo había hecho en 1917.

Hasta ese momento, el país había prestado mucho más que su proclamada "ayuda moral" a una Gran Bretaña situada en posición de progresivo debilitamiento. A finales del año 1940, la isla se encontraba exangüe debido al alto costo de la guerra que, si bien se libraba con éxito tanto en el Canal como en el Mediterráneo, había agotado prácticamente la totalidad de sus reservas económicas. Acerca de esto, escribiría Winston Churchill en sus memorias: "Habíamos pagado más de 4.500.000.000 de dólares en dinero efectivo. Sólo nos quedaban mil millones, la mayor parte en inversiones, muchas de las cuales no eran negociables. Resultaba evidente que no podíamos continuar de aquel modo. Aunque nos despojásemos de todo nuestro oro y divisas extranjeras no podríamos pagar ni la mitad de lo pedido y la extensión de la guerra hacía necesario poseer diez veces más". Estos párrafos ilustran a la perfección la trascendencia que tendría para Inglaterra la aplicación de dicha ley de ayuda. Hasta entonces, el sistema denominado de "cash and carry", basado en la práctica de pagar el material y llevárselo, había supuesto un costo excesivamente elevado y que no podía seguir manteniendo por más tiempo. En el interior de Estados Unidos se cerraba, por su parte, un período que en algunos momentos había alcanzado elevados grados de tensión social, al dividir a la opinión con respecto a la implicación o no del país en la conflagración iniciada.

Ahora Roosevelt, fortalecido tras su tercer triunfo electoral del mes de noviembre de 1939, había podido impulsar con éxito su política de compromiso con los países que luchaban contra el Eje. Hasta ese momento había hecho todo lo posible en aquella dirección, a través de una serie de acciones que lo habían situado en posición de no beligerante, sustituyendo a la anterior de neutral. Esto lo aproximaba cada vez más hacia el interior del conflicto generalizado al que el mundo se veía abocado de forma irreversible. Frente a la actividad desplegada por bien organizados grupos -sobre todo el denominado "América ante todo"-, que propugnaban la inhibición frente a la política agresiva de Alemania y sus aliados, los grupos centrados en la figura del Presidente demócrata trataban de actuar sobre tres frentes complementarios. En primer lugar, prestar ayuda a Inglaterra en su lucha particular; junto a ello, ganar tiempo para llevar a efecto las necesarias operaciones de rearme propio; finalmente, frenar al Japón mediante la utilización conjunta de la diplomacia y la fuerza disuasoria de la armada estacionada en el Pacífico. De hecho, en 1940, los Estados Unidos todavía no se encontraban en situación propicia para soportar con posibilidades de triunfo un enfrentamiento con Tokio, integrado en el Eje y por tanto potencial enemigo a combatir. Ya a partir del momento de la derrota de Francia el gobierno norteamericano había decidido, además del reforzamiento de su arsenal bélico, una serie de medidas referentes a la movilización masiva de sus contingentes de posibles combatientes.

Gran Bretaña ya había recibido buques y material energético, mientras que Norteamérica, mediante el Acta de La Habana firmada en julio de 1940, extendía su protección a la totalidad del territorio continental. A fines de aquel mismo año, Churchill, en vista de la precaria situación expresada en los párrafos citados antes, había enviado una comunicación a Roosevelt exponiéndosela bajo los términos más crudos. Fue precisamente la comprobación de esta sombría realidad el elemento que decidiría al Presidente norteamericano a dar el paso que deseaba desde hacía largo tiempo. En ningún momento había ocultado su inclinación a entrar en la guerra, aunque respetaba las limitaciones legales que se lo impedían. Ello no era obstáculo, sin embargo, para que en plena situación de neutralidad llegase a afirmar: "En el mundo de hoy no existe nada tan absolutamente importante como la derrota de Hitler". Así, como escribe el historiador J. F. C. Fuller, mientras Roosevelt afirmaba que el país no entraría en la guerra, removía cielo y tierra para provocar a Hitler a declarar la guerra al mismo pueblo al que tan ardientemente prometía la paz. Entregó de esta manera destructores a Gran Bretaña, descargó tropas en Islandia y emprendió el patrullaje de las rutas navales atlánticas para salvaguardar a los convoyes ingleses. Es decir, llevó a cabo actos de guerra declarados. Ello, por otra parte, no hacía sino enconar todavía en mayor medida las actitudes opuestas de los ya mencionados grupos aislacionistas, acerca de varios de los cuales se descubriría posteriormente que se encontraban por entonces subvencionados económicamente por el Reich.

La Ley de Préstamo y Arriendo comprendió en su ámbito de acción de forma inicial a Gran Bretaña y a su aliada y amenazada Grecia; más tarde acogió a China y, a partir del mes de junio de 1941, a la Unión Soviética invadida por Alemania. De esta forma, actuando con rapidez extrema, la administración norteamericana se incautó de todas las embarcaciones de los países del Eje atracadas en sus puertos, desplegó sus efectivos militares sobre Groenlandia y clausuró los consulados de aquellos países. A partir de este momento, la manifiesta situación bélica habría de plasmarse además a través de los enfrentamientos que tuvieron lugar en aguas del Atlántico. Antes de que finalizase el año, siete mercantes norteamericanos habían sido hundidos por submarinos alemanes en el océano. Cuando Roosevelt había apelado al Congreso para conseguir la aprobación de la ley había hablado de la necesidad de defender las que él calificaba de Cuatro libertades: De palabra, de religión, de actuación y de posesión de los derechos inherentes a la persona integrada en un sistema democrático. Así, en función de esta idea básica los Estados Unidos proporcionaron a los británicos cerca de 8.000 millones de dólares en armamento, materiales alimenticios y servicios de variada índole. Al mismo tiempo, el país incrementaba su producción en general, orientándola hacia la fabricación de los artículos necesarios para afrontar la situación bélica planteada.

Norteamérica ya solamente debía esperar al domingo, día siete de diciembre, para que el ataque lanzado sobre su base de Hawai le permitiese entrar con pleno derecho en el conflicto. Para entonces, Roosevelt se había entrevistado con Churchill en la isla de Terranova el día catorce de agosto, con el fin de concretar el texto de una declaración conjunta acerca de los objetivos de guerra de los aliados. De esta reunión nacería la denominada Carta del Atlántico, que integraba una serie de principios comunes "sobre los que basar sus esperanzas en un futuro mejor para el mundo", según su propia expresión. Aquí, además de las ya citadas Cuatro libertades se añadía la específica renuncia a posibles modificaciones territoriales, la promesa general de restauración del autogobierno en los países que habían sido privados de él por la fuerza y, finalmente, el ofrecimiento de igualdad de oportunidades para las actividades comerciales y el intercambio de materias primas. Esta reunión inauguraba así la serie de conferencias que a lo largo de la guerra servirían para configurar la faz del mundo una vez producido el hundimiento de las potencias del Eje.

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