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Bliztkrieg

Desarrollo


Los alemanes desencadenaron su ataque el 5 de junio y durante dos días la situación se mantuvo en tablas. Al tercero, los franceses habían gastado sus reservas y el 8 de junio dos divisiones blindadas alemanas alcanzaban Ruan y, girando luego al noroeste, aplastaron la retaguardia del recompuesto IX Ejército francés, que aguantaba muy bien el frente, pero que hubo de rendirse al completo al quedar cercado. El día 9 se inició el ataque por el sector central, entre Neuchatel y Attigny. Aquí la resistencia tampoco rebasó los dos días. Los tanques alemanes batían a los franceses en el combate de Juinville y penetraban decididamente en el dispositivo de Weygand. París ya nada podía hacer: los alemanes dominaban el campo de batalla, mientras sus poblaciones civiles, enloquecidas por una propaganda mal manejada, atascaban las carreteras, obstaculizando los movimientos militares. Y en los Alpes, para rematar el negro destino, Mussolini atacaba, en busca de una tajada de la victoria que ya Hitler había logrado. El día 13, los tanques de Guderian se acercaban a la frontera suiza... Los alemanes no tenían ninguna prisa en penetrar en París. Sus tropas iban cercando a la gran ciudad, lentamente, conforme la abandonaban políticos y parisinos. El Gobierno se marchó el día 10 hacia Tours, luego a Burdeos. El día 14, los primeros soldados alemanes penetraron en la capital de Francia. Frente al Rhin, la línea Maginot era todo un desafío, de modo que von Leeb debía destrozar aquel último vestigio de la grandeza militar de Francia.

Aquellas magníficas fortalezas, cuyas corazas eran invulnerables a los impactos directos de las bombas de una tonelada, comenzaron a caer una tras otra en manos alemanas: su guarnición había sido reducida a la mínima expresión para que las restantes fuerzas combatieran en otros lugares; y, además, eran fortificaciones diseñadas para combatir de frente y, en buena parte, fueron tomados de revés. Von Leeb inició el ataque el 13 de junio y consiguió su primera gran presa el 15: la fortaleza de Langres, a la que siguieron Saarbrücken y Colmar... Desde luego, la Maginot sirvió de bien poco para salvar a Francia, pero algunas guarniciones se empeñaron en demostrar su valor defensivo y continuaban la lucha al final de mes, días después de la rendición de Pétain. Pero la resistencia o no de la Línea Maginot tenía bien poco que ver con la situación general. El día 14, incluso el animoso Weygand tiró la toalla: "Continuaré la resistencia si me lo ordena el Gobierno, pero debo decir que hemos perdido la guerra". El jefe del Gobierno, Reynaud, sin sentido alguno de la cruda realidad, le replicó indignado: "¡Usted cambia Hitler por Bismarck. Pero Hitler no se contentará con Alsacia y Lorena. Hitler es Gengis Khan!". Evidentemente, de poco valía ya la opinión del viejo jefe del ejército francés. La situación era clara: Alemania había vencido a Francia. Alguna razón tenía sin embargo, el jefe del gabinete: Hitler no se iba a conformar sólo con Alsacia y Lorena.

Las fuerzas alemanas, muy superiores en todos los aspectos tanto en tierra como en el aire a las francesas, golpeaban en forma decidida al ejército galo que, a pesar de luchar bravamente, se ve obligado a mantener posiciones de retirada. Además, la estrategia germana conseguirá confundir a los atacados y, en contra de las expectativas que indicaban un posible avance sobre la capital, la Wehrmacht dirige sus pasos hacia la costa del norte. Mediante esta operación tratará de aislar tanto al ejército francés como al cuerpo expedicionario británico- y a los restos de las fuerzas belgas en retirada desordenada hacia el mar. En París, mientras tanto, la sucesión de desastres bélicos produce graves vicisitudes de orden político. La sustitución de Gamelin como responsable supremo de las fuerzas armadas produce una extendida sensación de satisfacción, pero en la práctica no hará más que precipitar los niveles de confusión en que se debaten los elementos combatientes. Paul Reynaud, presidente del Consejo, realiza entonces una serie de hábiles concesiones al oportunismo del momento y trata de instrumentar una fácil demagogia, siempre útil en momentos de extrema necesidad. Así, hace llamar al anciano mariscal Pétain, héroe nacional y por entonces destacado como embajador ante el Gobierno del general Franco, para ofrecerle el cargo de vicepresidente. Las autoridades civiles, desbordadas por los acontecimientos, vuelven a recurrir una vez más al prestigio que el estamento militar tiene entre los extensos sectores de la población francesa.

Otro elemento procedente del campo castrense, y próximo a las posiciones del jefe del Gobierno, es el recientemente ascendido general De Gaulle. El será nombrado en esos difíciles momentos subsecretario de Defensa. Las teorías que había mantenido hasta entonces, que afirmaban la necesidad que Francia tenía de contar con un gran cuerpo de blindados para dirigir unas operaciones ofensivas, no habían sido tenidas en cuenta. Ahora se mostraba bajo su forma más dramática el fracaso de la superada política defensiva mantenida por el Alto Mando frente a una Alemania que se armaba apresuradamente y sin molestarse en ocultarlo a sus potenciales enemigos. En los primeros días de aquel mes de junio de 1940, el caos era absoluto a todos los niveles del poder en Francia. Quince generales son destituidos de manera fulminante por el Gobierno, lo que contribuye a incrementar todavía más el desconcierto en el frente, que se derrumba de forma inexorable. Así, mientras las tropas de la Wehrmacht avanzan de forma imparable sobre el territorio del país, las más altas autoridades organizan en la catedral de Nôtre Dame un acto religioso de petición de ayuda. Pero esto ya no era más que el prólogo a la general desbandada, encabezada por el mismo Gobierno de la nación.

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