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Desarrollo


La fe de los antiguos hispanos no hacía diferencias entre el Imperio de Cristo y el de Roma. Prudencio, uno de nuestros mejores representantes en el pensamiento clásico tardío se lo explicaba así a un hipotético ciudadano de la Urbe: "¿Quieres saber, romano, por qué tu gloria llena al mundo y lo sujeta a tus mandatos? ¡Porque Dios quiso primero unir a todos los pueblos discordes y someterlos a un único imperio para que la religión de Cristo encontrase luego en paz y unidos en espíritu común a los corazones de todos los hombres. Pues sólo la concordia conoce a Dios. Todas las tierras de Oriente a Occidente estaban revueltas por fieras guerras, y Dios, para frenar esa locura rabiosa, hizo que todos los hombres se sometieran a las mismas leyes, y que todos, desde el Rhin al aurífero Tajo, del caudaloso Ebro al templado Nilo, se hicieran romanos. Vivimos ahora en una patria y un hogar común. Esto se ha logrado merced a tantos y tan grandes triunfos del Imperio romano. El mundo unido y en paz, gracias a Roma, está preparado, ¡oh, Cristo!, para recibirte" (Contra Symmachum, II, 582?635).Salvados los recelos frente al paganismo, la obra de Roma adquiría el rango de precursora del reino de Cristo en la Tierra, y esto la hacía modelo de cualquier organización civil o eclesiástica. Las sacudidas que experimentó Europa desde fines del siglo IV harían dudar de sus dotes proféticas a los seguidores de Prudencio, pero no había tampoco otro modelo que buscar en la historia pasada.

En España, todos los duros avatares de las invasiones, tanto las de los bárbaros europeos como las de los musulmanes, buscarán la superación en el renacimiento del Imperio romano, una esperanza que mantendrán también otras naciones durante los siglos medios, hasta que la caída de Constantinopla les convenza a todos de que el nuevo orden de las naciones sería definitivamente muy distinto.En la España romana se había alcanzado durante el siglo IV un verdadero sentimiento de consecución de finalidades históricas. Las "laudes Hispaniae" se convirtieron en un género extendido, que destacaba la contribución de nuestro país a la gesta imperial, a la que había proporcionado dos de sus mejores emperadores, Trajano y Adriano. A ellos se sumaba ahora el cristiano Teodosio. España era un país feliz, rico productor de bienes materiales y de hombres expertos en la guerra, en la administración y en la cultura.Nadie podía esperar, por tanto, que el propio Imperio al que las tierras hispanas habían abastecido, permitiera el avance de tribus salvajes, que casi en nombre de la autoridad imperial, devastaban el país a su antojo y lo ocupaban, sin más derecho que el de la fuerza. La débil autoridad del emperador, la confusión entre los que decían defender la legitimidad y la falta de un poder organizado en el propio territorio hispano hicieron que se soportara la ocupación bárbara y que sólo se buscara un posible remedio al pedir la intervención de otros bárbaros; de esta forma se sucedieron alanos, vándalos, suevos y visigodos, hasta que estos últimos entendieron que en la Meseta Norte estaba su tierra prometida.

Los visigodos crean, por vez primera, un gobierno hispánico que pretende tener bajo su mando a toda la Península; su duración efectiva, si se atiende estrictamente a los hechos, será inferior a una centuria, pero servirá hasta nuestros días como símbolo del comienzo de una Historia de España independiente. El reino visigodo sigue el modelo del Imperio en sus cortos límites territoriales, al igual que la Iglesia pretende, en cualquier caso, que la extensión de la fe verdadera abarque a todo el Orbe imperial.El hispanismo de los godos, y la facilidad con la que se les acepta para sustituir a la autoridad romana, procede, sin embargo, de otra tendencia en el pensamiento nacional: la de los que no pueden olvidar la dureza de la conquista romana, y prefieren un gobierno propio e independiente, aunque también sea de invasores.En cualquier caso, muchos habitantes de la Península verían como una nueva ocupación, similar a la romana y a la goda, la que protagonizaron los musulmanes en el siglo VIII, y, por ello, procuraron permanecer en sus tierras y adaptarse a las nuevas circunstancias. El recuerdo del reino hispanovisigodo, mantenido por los cristianos de Asturias, será la justificación legal de una guerra de reconquista, cuyos gobernantes seguirán teniendo presente el ejemplo del Imperio romano en sus instituciones. Hasta el siglo X éste será el espíritu de los reyes asturianos y leoneses, hasta que la dinastía navarra contribuya con las nuevas formas del pensamiento europeo a hacer olvidar lo romano, lo godo y lo mozárabe.

Esta historia imprevista y decepcionante para los españoles, de disolución del Imperio, abandono de sus gobernantes, sumisión a invasores bárbaros y renuncia final a lo que parecía ser la seña de identidad de una España independiente, afectó en forma muy distinta al conjunto de las regiones peninsulares. Hay que pensar que nunca los nuevos ocupantes constituyeron grupos numerosos que les permitieran abarcar todo el país. Los visigodos pudieron no ser más de cien mil, frente a una población hispanorromana de más de ocho millones, y sólo llegaron a tener un asentamiento territorial en parte del Valle del Duero; lo mismo puede aducirse de la presencia de los suevos en Galicia o de la de los musulmanes en Andalucía, en los primeros decenios de su ocupación.La gran masa de la población española soportó los cambios con diversa fortuna; mientras que en el noroeste se pasó de la cultura de los castros al románico, en Levante se mantuvo el contacto con todos los cambios que se vivían en las orillas del Mediterráneo, en Europa y en Oriente, y, además, se conservó una cierta independencia de la monarquía visigoda; fue en el núcleo central de la Península, en la costa cantábrica y en las dos Mesetas, donde se siguió la trama completa de los sucesos y donde se produjo una auténtica cultura hispánica, que se manifestó siempre como una aspiración a revivir el pasado romano.Las consecuencias más directas sobre el terreno artístico de esta fragmentación sucesiva de España durante seis siglos son las de haber producido obras bien dispares y escuelas regionales, que sólo por razones posteriores de geografía política pudieran considerarse representativas de un mismo pueblo.

Andalucía, por ejemplo, se mantuvo dentro de las corrientes del clasicismo, con abundantes contactos africanos y orientales, que se reforzaron durante la ocupación bizantina, y que se reprodujeron, de algún modo, con la presencia islámica. Cataluña, Levante y Baleares ofrecen una discreta dependencia de la cultura mediterránea, que no transformaron los visigodos, y que se convirtió en integración muy temprana con Europa. Frente a ello, el centro de la Península es intérprete de un arte personal, con un desarrollo laborioso que le permite distinguirse de otras regiones, y que se resiste a reformar hasta la llegada del románico.En cierto modo, este arte es el que recibe unánimemente el calificativo de hispánico, y en el que se puede buscar una personalidad definida, que es la de la continuidad del clasicismo romano, hasta bien entrada la Edad Media.Por todo ello, la sucesión de los estilos prerrománicos en España es la más larga de Occidente y la que más se mantiene en la pervivencia de la antigüedad. Si en los acontecimientos históricos puede haber dudas sobre el momento en el que debe situarse el comienzo de la Edad Media española, en las manifestaciones artísticas hay que considerar que la Edad Antigua se prolonga hasta el final del estilo mozárabe; como prueba de ello, las técnicas de investigación, el análisis iconográfico y el estudio de los monumentos de este período, sigue siendo hasta ahora una disciplina de metodología arqueológica, que enlaza con la investigación de la Baja Romanidad, y a la que rara vez los medievalistas pueden conceder carácter de inicio de sus trabajos.

Las dos grandes personalidades de la investigación sobre el arte hispánico del fin de la Antigüedad han sido Manuel Gómez Moreno y Helmut Schlunk. Al primero se le debe el descubrimiento y la identificación de la mayoría de los monumentos, mientras que el segundo los ha sistematizado e interpretado, hasta obtener una materia coherente. A pesar de que la labor por ellos realizada es amplia y sólida, las incógnitas son también muy numerosas. Desde los propios nombres que deben aplicarse a los estilos, hasta las fechas de cada uno, resultan materias en las que se vierten opiniones contradictorias, puesto que la escasez de documentos escritos y la falta de dataciones arqueológicas precisas permiten formular teorías diversas.En cualquier caso, la aportación de los dos maestros es coincidente en lo que más puede interesamos ahora: el arte español, anterior al triunfo del románico, se desenvuelve entre los cristianos con formas personales y exclusivas entre las que hay un cierto hilo conductor, y éste es el que intentaremos seguir en las siguientes páginas.

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