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Mundo fin XX

Desarrollo


La búsqueda de recursos energéticos sostenibles, renovables, se propone como la mejor solución al problema de la contaminación. Los problemas ambientales -y económicos- actuales se deben al hecho de que la energía que consumimos se basa en unos combustibles no sostenibles, no renovables y limitados; sobre todo, si son utilizados, como hasta ahora, de forma exponencial. Ahora bien, ¿qué energías inagotables tenemos a nuestra disposición? Al margen de especulaciones científicas, no desdeñables pero todavía en el limbo de los laboratorios -la famosa fusión fría se convirtió, lamentablemente, en una serpiente de verano-, lo cierto es que la naturaleza nos ofrece una pista inmejorable: la energía que ha permitido, desde hace 3.500 millones de años, que la vida exista y se desarrolle en el planeta. O sea, la energía del Sol, directa o transformada. De hecho, los combustibles fósiles son, indirectamente, energía solar condenada gracias a la fotosíntesis de innumerables vegetales en un pasado remoto. Pero ese proceso es demasiado lento, frente a la rapidez con la que ahora consumimos dichos combustibles.La búsqueda de energías renovables basadas en la energía solar no parece difícil. Algunas de ellas -solar térmica, solar fotovoltaica, eólica, biomasa-, bien conocidas hoy día, pueden no ser rentables en estos momentos (y aun esto es discutible), pero el mundo moderno posee resortes tecnológicos más que suficientes para investigar nuevas formas que resulten mucho más eficaces y que, a la larga, puedan ir sustituyendo a los combustibles fósiles.

Las sociedades desarrolladas están inquietas, los medios de comunicación transmiten constantemente una sensación precatastrófica, alentada por grupos ecologistas cada vez más activos y apocalípticos. La inquietud social actual no tiene mucho que ver con el hecho de que vivamos más y mejor. O quizá sí, porque eso da pie a tener más tiempo disponible para preocuparse por la salud del mundo que nos rodea... Los mensajes sobre la salud ambiental de ese mundo que nos rodea son, desde hace relativamente poco tiempo, cualquier cosa excepto tranquilizadores. La conciencia ambiental apareció tarde en el mundo industrializado, pero en los últimos decenios ha causado estragos en el subconsciente colectivo. Y, desde luego, con mucho más retraso, ha comenzado a imponerse en los "decididores" económicos -que no siempre son los políticos, aunque a menudo convergen-. Algunos pensadores, como Ernst von Weizsácker, piensan que ese proceso recién iniciado -la actividad económica que comienza a supeditarse, aunque sea tímidamente, a los condicionamientos ambientales- supone que están contados los días del "siglo de la economía" (la mayor parte del siglo XX) y que lo que ahora viene será, a no dudarlo, el "siglo del medio ambiente". Y no como un deseo romántico sino como una necesidad inexorable. Weizsäcker llega a afirmar que "la política, la ciencia, la religión, la cultura, la educación, el derecho y la economía estarán bajo el dictado de la ecología en el siglo del medio ambiente".

Todo ello, de ocurrir, vendrá impuesto por unas leyes, todavía plenamente económicas, que mirarán hacia las cuestiones ambientales por simple afán de supervivencia. Y en una transición que no será sencilla, a causa de la inercia que llevan consigo los actuales procesos productivos expoliadores de la naturaleza y contaminadores del entorno. Y, desde luego, será necesario el convencimiento de la población. No sólo los decididores económicos tienen algo que decir; la sociedad civil debe recobrar una voz que ha estado excesivamente callada. Una voz que sí han sabido levantar los grupos más radicales, los ecologistas. Generalmente partidarios de un conservacionismo natural a ultranza, pero grandes "sacudidores" de opinión en una sociedad capitalista complaciente y generalmente ajena a la gravedad de los problemas ambientales. En cuanto a los derechos de la naturaleza, poco ha podido ésta reclamar por sí misma. La única posibilidad estriba en que los mismos humanos que la expolian se sientan concernidos por sus males. Y ese fue el origen de las primeras protestas, inicialmente conservacionistas pero también centradas en los primeros impactos serios de la industria sobre el entorno más próximo. Es obvio que el ser humano, en su actividad racional productiva, siempre contaminó su entorno con los productos que desechaba, cuando no era capaz de reutilizarlos. Además, modeló a su guisa la fauna y la flora con el fin de alimentarse, vestirse o adornarse.

Claro que, hasta la Revolución Industrial, todo ello se hacía a escala sumamente reducida. Ya hemos visto que sólo la explosión demográfica le ha otorgado una dimensión precatastrófica al asunto, debido al rápido incremento del número de seres humanos y de sus necesidades alimenticias y, sobre todo, energéticas.Los primeros síntomas de asfixia, en sentido tanto propio como figurado, podrían situarse en Londres, en el año 1952. Un período prolongado de altas presiones invernales con nieblas persistentes acumuló en el aire de la capital británica tal cantidad de humos letales que la mortalidad y la morbilidad aumentaron hasta cifras escandalosas. Aquel episodio produjo 4.000 muertes más de las que en promedio se producían en el mismo período de años anteriores. Y los políticos tuvieron que intervenir; así nació la famosa Clean Air Act (Ley del Aire Limpio), de 1955, que exigía la progresiva sustitución de las chimeneas de carbón y leña por sistemas eléctricos o de gas. Con resultados, todo hay que decirlo, más que halagüeños, hasta tal punto que el famoso "smog" (contracción de "smoke", humo, y "fog", niebla) londinense casi ha pasado a la historia. En 1948 ya había sido fundada la UICN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y de los Recursos Naturales), con un cometido básico: movilizar el interés por los crecientes peligros que comenzaban a cernirse sobre la naturaleza en su conjunto. La UICN tenía un cometido, pues, básicamente conservacionista, y no tanto gestor de los bienes naturales para mejor uso del ser humano.

Esta dicotomía entre organizaciones preocupadas por la naturaleza, en abstracto, y grupos preocupados por los daños que el hombre puede infligirse a sí mismo a través de los daños a la naturaleza, no es banal. Porque muchos autores, y la mayoría de los actuales grupos ecologistas, parecen considerar a la naturaleza como un bien en sí mismo, cuya preservación debe realizarse a toda costa, humanidad incluida. Sólo en esta óptica se entienden, por ejemplo, las condenas a muerte en China de unos cazadores furtivos que habían matado dos osos panda. Tamaña aberración, desde un punto de vista estrictamente antropocéntrico, sólo es posible si se coloca la preservación de una especie animal en extinción por encima del valor que tiene una vida humana. Aunque en China no sean precisamente vidas humanas las que falten. Y no hace falta irse tan lejos para encontrar ejemplos aun más horribles; en España, por "defender" la naturaleza en contra de la agresión que pudiera suponer la construcción de una central nuclear o una autovía, hubo quien se alió, si no de obra, sí al menos de palabra, con la acción asesina de grupos terroristas... Sin llegar a tales extremos, es obvio que resulta defendible la postura de defensa a ultranza de la naturaleza incontaminada por la presencia del hombre. Precisamente porque la especie humana tiene esa facultad que anteriormente analizábamos de cambiarlo todo, más allá de lo que su propio mensaje genético le obliga a hacer. El conflicto lo define el profesor canadiense C.

R. Nixon como una auténtica batalla de la humanidad contra la ecosfera. Las tesis de este pensador de la Universidad de Ottawa se centran en otorgar prioridad absoluta al objetivo de una ecosfera sostenible, y no a la falacia que para él supone el imposible desarrollo humano sostenible. ¿Y qué puede ser eso de una ecosfera sostenible? Obviamente, tiene que ver con el mantenimiento de algunos de los equilibrios naturales que han permitido que la vida exista y se desarrolle desde hace 3.500 millones de años. Unos equilibrios que jamás han sido permanentes sino que, por el contrario, han estado siempre en entredicho, en perpetuo reequilibrio, bien por convulsiones climáticas, bien por catástrofes cósmicas o por cualquier otra causa que obligara a los seres vivos a readaptarse. Establecer como prioridad indiscutible el mantenimiento de una ecosfera sostenible podría implicar, en última instancia, que la humanidad -al menos una parte de ella- y su sufrimiento pasaran a segundo término. Con lo cual acabarían por tener sentido las ejecuciones de cazadores furtivos no tanto por matar osos pandas como por atentar contra la ecosfera sostenible... El dilema parece inextricable. Lo indudable es que a mediados del presente siglo nace por fin la conciencia de que nuestro desarrollo industrial podía tener consecuencias negativas para nuestro ambiente y, por ende y sobre todo, para nosotros mismos. Ensuciar el aire o el agua podría no ser importante para una empresa siempre y cuando sus directivos no respiraran o bebieran ese aire y ese agua contaminados.

Y, a fortiori, si una ciudad se hace irrespirable para sus habitantes, nadie se va a negar a ponerle coto al humo, por costoso que ello resulte y por útil que sea la actividad que produce ese humo. Que sea industrial o doméstica importa, en última instancia, bastante menos. En los últimos cuatro decenios han menudeado las denuncias ambientales. Algunas aludían a riesgos que implicaban directamente a la población; otras se referían a diversas amenazas que se cernían sobre la naturaleza virgen, a causa de unas actividades humanas casi siempre industriales pero también lúdicas, como, por ejemplo, el turismo. Los grupos conservacionistas comenzaron a emitir mensajes en los que pretendían que la opinión pública valorase las amenazas que gravitaban sobre determinadas especies animales o vegetales con el mismo dramatismo con el que se valoran esas mismas amenazas que se ciernen sobre el ser humano. El ejemplo más llamativo y pionero se encuentra en el libro norteamericano Silent spring (Primavera silenciosa), que publicó Rachel Carson en 1962, y en el que, entre otras muchas denuncias a la industria química, se afirmaba que el animal emblemático por antonomasia para los americanos, el águila del escudo de los Estados Unidos, tenía sus días contados. Poco más y la acusación hacia la industria podía ser no sólo la de envenenadora de personas, animales y plantas sino también de antipatriota... El libro tuvo un éxito fulgurante, y señaló el camino a seguir por los grupos conservacionistas.

Poca gente iba a entender, y mucho menos a compartir, los argumentos científicos o biológicos a favor del equilibrio natural, sobre todo si ello implicaba, por ejemplo, mayores incomodidades o peores perspectivas laborales. En cambio, la opinión pública se podía escandalizar ante un determinado animal moribundo a causa de unos vertidos venenosos. Por cierto, rara vez se enseña una rata o una mosca, por ejemplo; se prefieren las aves, que nos recuerdan de manera apenas simbólica el concepto de libertad, o bien determinados animales que llaman la atención por su tamaño o por su valor emblemático, como pueden ser los elefantes, ballenas, linces... El despertar de la conciencia ambiental, casi siempre de la mano de la preocupación conservacionista, no sólo se plasma en la eclosión de movimientos sociales de base sino que aparece también en algunas decisiones políticas pioneras. Y ello es particularmente cierto en Estados Unidos, más que en Europa. Por ejemplo, en 1970 es creada en Estados Unidos la EPA (Environment Protection Agency, Agencia de Protección del Medio Ambiente); y ese mismo año se promulga la Clean Air Act norteamericana, seguida por la Clean Water Act en 1972, y en años sucesivos por miles de leyes y disposiciones (actualmente se estima que, desde aquella época, se encuentran en vigor en los diversos estados norteamericanos unas 14.000 disposiciones -leyes, reglamentos, sentencias judiciales- relacionadas con la política ambiental). Con todo, el año 1972 fue un año histórico sobre todo por la reunión en Estocolmo de la Conferencia de la ONU sobre Medio Ambiente Humano.

En aquella reunión, a la que asistió el entonces ministro español del Plan de Desarrollo, Laureano López Rodó -quien posó para la posteridad montado en una bicicleta-, quedó patente la enorme distancia existente entre los países ricos y los pobres. Los países del Norte, es decir, los americanos, y, tras ellos, los europeos no comunistas y los japoneses, querían llevar a la Conferencia la idea de la protección ambiental en las sociedades industrializadas. Los países del Sur, en cambio, estimaban que lo prioritario era atender a su propio desarrollo antes que preocuparse de lujos semejantes. Los países del grupo de los 77, los países en desarrollo no alineados, encabezados por Brasil, China e India -se hizo famosa la airada declaración de Indira Gandhi, según la cual la peor contaminación era la pobreza-, llegaron incluso a tachar de planteamientos neocolonialistas las propuestas ambientales de los países ricos. Por su parte, los países del Este, agrupados todavía en compacto bloque en torno a la Unión Soviética, adujeron que los problemas ambientales eran propios del capitalismo, y que su sistema político no daba lugar a semejantes desmanes originados por el afán de lucro capitalista. Dice mucho en favor de la opacidad de su sistema informativo de entonces el que nadie pudiera replicarles que, en realidad, su industria era, con mucho, la más contaminante del mundo, como lo demuestra hoy de la manera más dramática la herencia dejada en los antiguos países comunistas.

La Conferencia de la ONU de 1972 en Estocolmo no arregló gran cosa, pero tuvo el mérito de promover la creación de una nueva agencia especializada de las Naciones Unidas, el PNUMA (Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente), cuya sede se situó en Nairobi, quizá en un gesto conciliador hacia el Tercer Mundo. Mención aparte merece, a finales de 1971 -en casi todo el mundo se editó en la primera mitad de 1972, e incluso más tarde allí donde no había parecido inicialmente interesante-, la aparición de un trabajo auspiciado por el Club de Roma y realizado por un reducido grupo de analistas políticos y económicos del MIT (Instituto Tecnológico de Massachussets), encabezados por Dennis Meadows: Los límites del crecimiento. Al margen de su interés como estudio proyectivo -basado en programas informáticos e intentando una integración lo más ajustada posible, cosa siempre difícil, de los principales parámetros que inciden en las cuestiones ambientales globales-, el libro gozó de una difusión inesperada y fue traducido a veintinueve idiomas. Una fama que no tuvo nada que ver con el rigor de sus planteamientos sino con la acusación de catastrofismo que la sociedad industrial vertió inmediatamente sobre él. Poner límites al crecimiento era un pensamiento indudablemente subversivo en 1972, con un petróleo casi tan barato como el agua y un mundo desarrollado poderoso y soberbio que apenas comenzaba a darse cuenta de los problemas ambientales. Hablar de crecimiento cero y de mejor redistribución de los recursos -incluidos los pobres de la Tierra- sonaba igualmente subversivo y, en todo caso, antiprogresivo.

Porque, conviene no olvidarlo, la esencia del progreso económico estriba, consciente o inconscientemente, en los crecimientos; y si son exponenciales, mejor.Inmediatamente después del emblemático 1972 vino otro año igualmente significativo, pero por razones bastante opuestas. En 1973 se produjo la primera de las grandes crisis de la energía, como consecuencia del conflicto entre los países árabes e Israel. El petróleo, es decir, una buena parte de la energía del mundo desarrollado, se acababa de convertir en arma política e iniciaba una escalada de precios absolutamente inédita hasta entonces. El encarecimiento de la energía y, consecuentemente, de todos los procesos productivos, hizo más por el ahorro y la eficiencia que todos los discursos ambientales que uno hubiera podido inventar por aquel entonces. El decenio de los setenta impuso a las economías de los países ricos un reajuste brutal, que repercutió en el medio ambiente de manera indirecta, y no siempre negativamente. Porque si, por una parte, casi todo el mundo industrializado y poderoso se olvidó de cosas tan exóticas como la contaminación del aire o la degradación de los bosques, por otra, se iniciaron políticas de austeridad energética que redundaron en un menor consumo de petróleo -compensado sólo en parte por un aumento del consumo de carbón- y sobre todo en un ahorro y una mayor eficiencia de los procesos energéticos. Hubo países, como Bélgica y Francia, que se embarcaron en una aventura nuclear cuya salida actual se ve poco clara.

Y cuya bondad ambiental es como mínimo discutible, aunque ambos países presumen de producir más de las tres cuartas partes de su energía eléctrica de forma limpia, sin emisión, por tanto, de contaminación alguna ni, por supuesto, de gases de efecto invernadero sobre sus respectivos espacios. En los años ochenta, tres malas grandes noticias y un informe internacional sobre el medio ambiente mundial marcan la pauta. Las noticias, que acabaron dando la vuelta al mundo, se referían al agujero antártico en la capa de ozono, al posible cambio climático debido al incremento del efecto invernadero y a las consecuencias catastróficas de un invierno nuclear como consecuencia de una guerra atómica global. El informe internacional fue Our Common Future (Nuestro futuro común), posteriormente conocido como Informe Brundland. De las malas noticias poco hay que decir. Se trata de cuestiones ambientales de ámbito planetario, todavía sometidas al rigor de la investigación científica, pero que saltaron a las primeras páginas de los periódicos y de los informativos de radio y televisión con tintes dramáticos, escasamente acordes con la realidad de los hechos. Son procesos aún hoy mal conocidos por los científicos, y sobre los que se vertieron y vierten más conjeturas que realidades; pero se convirtieron por obra y gracia de los medios de comunicación -posteriormente jaleados por los grupos ecologistas- en noticia mundial con ribetes cuasiapocalípticos.

Hasta tal punto que incluso dirigentes tan poco proclives al ecologismo como la primera ministra británica Margaret Thatcher acabaron encabezando reuniones en las que se analizaron soluciones definitivas para atajar los males del ozono (en la reunión de Londres, en la primavera de 1989, para ratificar y ampliar las exigencias del famoso Protocolo de Montreal del año anterior, la premier británica propuso el veto definitivo a los gases CFC).El valor, aunque sea simbólico, de esos acuerdos para reducir los gases CFC no es desdeñable; aunque, en este caso, la industria química disponía con cierta facilidad de sustitutos aun más rentables, y ello facilitó grandemente las cosas, tampoco hay que engañarse... El informe Nuestro futuro común, en cambio, tuvo una muy otra dimensión. Fue elaborado por la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo, creada por iniciativa de los países escandinavos bajo el liderazgo de Noruega. Dicha comisión trabajó a fondo durante tres años y publicó al final, en 1987, un informe que luego acabaría sirviendo de base de trabajo para la mayor parte de los documentos a debatir en la reunión de Río de Janeiro de 1992. El trabajo se conoció muy pronto como Informe Brundtland, en honor de la primera ministra noruega, Grö Harlem Brundtland, infatigable impulsora, entonces y en los años siguientes, de los movimientos internacionales en pro de un desarrollo más equilibrado desde el punto de vista ambiental. Los países desarrollados siguen quemando carbón y petróleo; y aunque reduzcan esas combustiones, parece difícil que lleguen a hacerlo de manera muy significativa.

Mientras, países en vías de rápido desarrollo -los crecimientos de la economía china, por ejemplo, en los primeros años noventa, con recesión en Occidente, oscilaron entre el 9 y el 13 por 100 anual-, aumentan sus combustiones industriales de manera significativa. Conviene no olvidar que China alberga la cuarta parte de la población del planeta, y dispone de más de un tercio de las reservas de carbón estimadas en el mundo. Otra cuestión que comenzó a conocerse en profundidad, y que fue jaleada asimismo por los medios de comunicación -en plan catastrofista, por supuesto-,fue la destrucción acelerada de los bosques tropicales. El grave problema de la Amazonia, amplificado por el hecho de haberse convocado la conferencia de la ONU sobre medio ambiente precisamente en Brasil, fue comentado en todo el mundo como ejemplo de la incuria mental de los humanos. Incluso en Africa y Asia se hablaba de la Amazonia y sus problemas; aunque allí tienen ejemplos aun más sangrantes. Por ejemplo, en países tan alejados unos de otros como Costa de Marfil, Madagascar e Indonesia se había destruido definitivamente el 80 por 100 de la selva tropical a comienzos de los años noventa...Los medios de comunicación, casi exclusivamente centrados en el ejemplo de la Amazonia, recordaban en esa época que las selvas húmedas tropicales albergaban la mayor parte de las especies vegetales y animales del planeta, lo cual es cierto, y que estos bosques constituían el principal pulmón atmosférico del planeta, lo cual es falso.

Parece bastante claro que la Amazonia, por ejemplo, es casi autosuficiente en cuestiones de intercambio con la atmósfera (emisión de oxígeno, absorción de dióxido de carbono). Lo que no quita para que la pérdida de masa forestal suponga, se mire como se mire, la pérdida muchas veces irreversible de numerosas especies animales y vegetales que allí moran. Y eso es malo por razones tanto estrictamente naturalísticas -conservacionistas- como pragmáticas -destrucción de posibles recursos naturales potencialmente interesantes para la especie humana-. Pero la formación del oxígeno atmosférico sigue teniendo lugar en el mar, gracias al fitoplancton, del orden de las trescuartas partes del total. El resto se debe a las plantas terrestres. Lo malo -otra vez la contaminación, aunque ésta es menos popular-, es que los mares están cada vez más afectados por la actividad humana -desechos costeros, transporte petrolífero-; y eso obviamente daña la supervivencia del plancton.Al margen de estas y otras malas noticias ambientales, lo cierto es que la disyuntiva, a comienzos de los años noventa, estribaba en encontrar un nuevo modelo de desarrollo -menos dañino que el seguido por los países ya desarrollados- para los países como China, Indonesia, Brasil o la India, y en adaptar los actuales modelos de los países ricos a formas más saludables desde el punto de vista ambiental.Ahí salió la expresión, periodísticamente afortunada pero sumamente discutible -¿no es una contradicción "a termine"?- de "desarrollo sostenible"; sobreentendiendo que las formas de desarrollo industrial que hasta ahora habíamos conocido iban a ser muy pronto, quizá lo estuvieran siendo ya, insostenibles.

La pregunta que nadie hizo en Río de Janeiro parece, sin embargo, bastante obvia: ¿son compatibles desarrollo y medio ambiente? Es una vieja pregunta; ya en Estocolmo se hablaba, veinte años antes, de "desarrollo contra medio ambiente".Ya hemos visto que la expresión "desarrollo sostenible", que tan favorable acogida tuvo en todas las cancillerías del mundo, sobre todo en los países ricos, supone una contradicción "per se". El desarrollo, es decir, el crecimiento permanente, es por definición insostenible; no se puede crecer y crecer indefinidamente, sobre todo en un medio físico limitado como es el planeta Tierra.Hay quien aduce que si se emplearan recursos renovables sería posible alcanzar tal quimera. No es fácil comprender cómo. Los recursos renovables sólo bastarían para mantener un ciclo cerrado; es decir, un conjunto de actividades en las que los consumidores y los productores de recursos mantuvieran el equilibrio. Pero si los consumidores -por ejemplo, la especie humana- no dejan de crecer en número (explosión demográfica) y en exigencias (energéticas, alimenticias), parece difícil que ni siquiera con recursos renovables sea posible el desarrollo sostenible sin alcanzar la situación catastrófica típica del avión que se queda sin combustible en pleno vuelo.Los más optimistas opinan que la reunión de Río fue sólo un primer paso dado en la dirección correcta. Probablemente tienen razón. Los más pesimistas replican, por su parte, que fue más que nada una operación de imagen y que, en el fondo, todo sigue más o menos igual.

También tienen, en gran parte, razón. Porque lo uno no quita lo otro. El mundo desarrollado sigue constituyendo un paradigma para el mundo en vías de desarrollo, y todo un espejismo casi celestial para los países realmente pobres. Esto significa que la quinta parte, apenas, de la humanidad es mirada con envidia, y tomada como modelo, por el resto. Nadie, entre los seres humanos de ese resto, acepta fácilmente el hecho de que lo conseguido por los países ricos no vale. Y tienen razón, porque lo conseguido sí vale, al menos en gran parte. Lo que no vale es el método empleado, un desarrollo económico ignorante del daño global que se produce al medio ambiente, a escala local pero, también y sobre todo, a escala planetaria. El problema estriba en ofrecer un modelo de desarrollo distinto e igualmente ilusionante. Con el que, por cierto, deberían dar ejemplo los países ricos, facilitando las necesarias transferencias de tecnología a los países en desarrollo, con el fin de convencerles con hechos de que lo que se va a hacer es lo mejor posible. Si no, de nada servirán las buenas palabras o las buenas intenciones. Los países en desarrollo seguirán la pauta, ambientalmente perversa, que hemos seguido los países ricos; porque es lo más fácil y lo que se puede copiar o comprar. Siempre hay quien vende, en los países ricos, tecnología sucia a los pobres.

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