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Datos principales


Rango

Pen. Ibér.

Desarrollo


A lo largo del primer milenio antes de Cristo, las costas del sur y del este de la Península Ibérica constituyen el asiento de altas civilizaciones que, con facies culturales diferentes según las épocas y los lugares, presentan, sin embargo, numerosas características comunes: las culturas tartésica, turdetana e ibérica. No resulta fácil establecer las relaciones mutuas existentes entre estas culturas, pero grosso modo podemos decir que la cultura tartésica alcanza su máximo esplendor a lo largo de la primera mitad de este milenio, como consecuencia de la asimilación y, en muchos casos, reinterpretación, de no pocos de los elementos culturales aportados por las minorías comerciantes y colonizadoras semitas -las por lo común denominadas fenicias- y griegas que, en esta época, llegan a las costas del sur de la Península. Los tartesios alcanzan en estos momentos elevadas cotas de desarrollo cultural, económico y artístico, hasta generar en torno a sí un aura mítica que atrajo poderosamente la atención de escritores, poetas e historiadores griegos y romanos, que glosarán a lo largo de varios siglos su prosperidad, cultura y riqueza. De este núcleo común derivarían posteriormente, por una parte, la cultura turdetana, y, por otra, la cultura ibérica; la primera sería una derivación directa de la tartésica, matizada y mediatizada hasta cierto punto, por las influencias griegas y especialmente por las púnicas. La segunda resultaría de una evolución, en parte local y en parte favorecida por los impulsos fenicios primero y griegos después, de las poblaciones periféricas o más alejadas de los núcleos tartésicos.

Todo ello sin olvidar la penetración de gentes de origen céltico procedentes de la Meseta que atravesaron el Guadiana y dieron lugar a la Beturia céltica descrita por Plinio. Tanto la tartésica como las ibéricas son culturas bastante avanzadas, que construyen ciudades, conocen la metalurgia del hierro, tienen una concepción del mundo y del cosmos que se plasma en una mitología que se refleja en no pocas de sus manifestaciones artísticas, entierran a sus muertos con un ritual complejo, practican la agricultura, la ganadería y el comercio, y desarrollan también las actividades industriales propias del momento. Todo ello con las naturales diferencias en cuanto a cronología y evolución que, lejos de presentar un todo homogéneo, permiten una rica multiplicidad y variedad. Incluso dentro de las grandes áreas de las tribus ibéricas que conocemos por las fuentes, en su mayor parte, por desgracia, bastante tardías, podemos encontrar múltiples matices que por una parte constituyen elementos de unión, pero que por otra permiten diferenciar con mayor o menor claridad grupos y subgrupos dentro de cada una de las áreas mayores. Si no existe una cultura ibérica que podamos considerar homogénea, resulta evidente por tanto que tampoco podemos hablar de un arte ibérico homogéneo que abarque todo el ámbito de lo que tradicionalmente venimos considerando como área de extensión de la cultura ibérica; nos encontramos, por tanto, ante un conjunto más o menos rico y complejo de tradiciones artísticas diferenciadas, que en algunos casos partirán de un núcleo original común y que llegarán a compartir también, en determinados momentos, algunos aspectos técnicos y soluciones artísticas, pero siempre conservando diferencias más o menos acusadas.

Resulta difícil entender el arte ibérico si no se rastrean previamente las manifestaciones artísticas tartésicas, al igual que resultaría difícil entender su cultura sin estudiar previamente la tartésica. El conocimiento que hoy tenemos del arte tartésico e ibérico es mucho más complejo del que teníamos hace tan sólo unas décadas, y ha avanzado parejo, e incluso más rápido, que el de otros aspectos del mundo ibérico. Dos factores principales han coadyuvado de forma importante a este progreso: en primer lugar, la proliferación de estudios y trabajos de diversa índole acerca de variados aspectos del arte ibérico, y también los estudios y publicaciones de muchos yacimientos ibéricos y tartésicos; pero, sobre todo, la fortuna que en los últimos años ha deparado el hallazgo, unas veces en el curso de trabajos científicos, otra, de manera casual o como consecuencia del saqueo indiscriminado, de no pocas obras capitales de la estatuaria, el relieve o la escritura ibéricas. Es el caso, por ejemplo, de la Dama de Baza, encontrada en el curso de unas excavaciones por Francisco Presedo, que vino a arrojar luz sobre la ya conocida y, sin embargo, aún muy controvertida Dama de Elche; de los relieves de Pozo Moro, que sacaron a la luz una línea de decoración escultórica ibérica de raíces orientales y portadora de un profundo significado simbólico y escatológico, y de las esculturas de bulto redondo de Porcuna, que alumbraron de manera repentina e inesperada una escultura desarrollada y compleja, parangonable sin desdoro alguno a la de otros ámbitos culturales contemporáneos, y que constituye en sí misma un fiel reflejo de una concepción artística y mitológica -quizás incluso histórica- de la realidad social ibérica.

Otras esferas del arte ibérico han experimentado asimismo sustanciales novedades; es lo que ocurre, por ejemplo, con la arquitectura, donde aparecen nuevas y más complejas plantas y configuraciones de poblados y, poco a poco, vamos descubriendo edificios nobles que pueden ser palacios o templos, y que constituyen por tanto el reflejo de una sociedad compleja y de alta civilización. El interés del mundo científico por el arte ibérico es bastante antiguo. Pronto se cumplirá un siglo del descubrimiento de la Dama de Elche, sin lugar a dudas un acontecimiento de capital importancia por cuanto despertó la atención de eruditos y estudiosos españoles y extranjeros, que desde aquel momento se sintieron atraídos por el arte ibérico, con Pierre Paris a la cabeza. Desde entonces nombres como Pedro Bosch Gimpera, Antonio García y Bellido, o Antonio Blanco, han contribuido de manera destacada a un mejor conocimiento del arte ibérico que, en el fondo, es también el de nuestra propia cultura y, por tanto, el de nosotros mismos.

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