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Datos principales


Rango

dominio etrusco

Desarrollo


El rayo y el tiempo atmosférico eran objeto de culto en la colina del Capitolio mucho antes de que su poder encarnase en un dios de forma humana como estatua. Esto lo decía Varrón no sólo de Júpiter, sino de todos los dioses romanos, y San Agustín gustaba de repetirlo: "antiquos Romanos plus anuos centum et septuaginta deos sine simulacro coluisse" (los romanos antiguos dieron culto a los dioses durante los primeros ciento setenta años de la ciudad sin tener una imagen de ellos). Un recinto con algún signo anicónico de la divinidad bastaba como lugar de culto. Otros pueblos y entre ellos los del Mediterráneo primitivo, habían hecho lo mismo, hasta que aprendieron -se contaminaron, dirían los hebreos- de alguno de sus vecinos. En el caso de Roma, esos vecinos, los etruscos, estaban dentro de sus muros. La iniciativa partió del palacio real, deseoso de un protector divino que entrase más por los ojos, y fue secundada por la aristocracia que había de ampliar la función protectora de Júpiter a la totalidad de la Res publica. El pueblo la asumió sin recelo como algo aceptado y bien visto, no sólo por los pueblos vecinos, sino por sus más ilustres visitantes, los griegos. No importó que el introductor de la novedad fuese muy pronto inculpado de tiranía por los mandos de su ejército y depuesto del trono. Una sencilla manipulación de las fuentes analísticas de Roma, nada infrecuente, traspasaría la innovación del tirano a su antepasado Tarquinio el Antiguo, de feliz memoria y bastó para que Júpiter conservara e, incluso, acrecentase su rango como Iuppiter Optimus (derivado de Ops, potencia), Maximus, traducciones literales de Kìdistos y Mégistos, que lo investían del adecuado prestigio del Zeus de Homero, en versión etrusca.

Por iniciativa etrusca se levantó, pues, en el recinto consagrado por Rómulo a Júpiter Feretrio, el de los Spolia Opima, el primer edificio templario dedicado a Júpiter Capitolino en unión de dos diosas, Juno y Minerva, menos importantes éstas que el dios titular (con el tiempo tendrían ellas en Roma templos muy importantes y autónomos). Ese apego supersticioso a los tríos de divinidades estaba muy arraigado entre los etruscos. Todas sus ciudades, según Servio, tenían tres puertas, tres calles y tres templos dedicados a dioses. Una tríada como la capitolina no se conoce en ninguna ciudad etrusca, pero en cambio, era de rigor en las colonias romanas de época imperial. El templo de Portonaccio, en Veyes, de donde proceden la estatua de Apolo y sus acompañantes, estaba dedicado en primer lugar a Minerva, y en segundo a Diana y a otra deidad anónima. No se debe descartar, sin embargo, la posibilidad de que un templo de tres naves, etrusco o romano, estuviese dedicado a una sola deidad. La tripartición de la cella fue más común entre los itálicos que entre los etruscos. El templo estaba en la antigüedad precedido de una gran plaza, el Area Capitolina, reducida y reemplazada, hoy día, por un ameno jardín. Al fondo se alzaba el templo sobre el alto podio de opus quadratum de capellaccio, conservado en buena parte y visible hoy en varios lugares, sobre todo, en el interior del Palacio de los Conservadores. Los restos del podio han permitido determinar sus dimensiones: 51 por 74 metros, el mayor templo tuscánico de Italia.

La amplia escalinata de su fachada meridional conducía a un pórtico hexástilo de tres filas sucesivas de seis columnas, que ocupaban un espacio tan profundo como el de las tres naves y las alas que las flanqueaban ante la pared ciega del fondo, tan ancha como el podio. Columnas de dos metros de diámetro sostenían el entablamento de madera revestido de terracota. Las columnas, de capiteles tuscánicos, de fustes y basas lisos, eran mucho más cortas de proporciones que las griegas, lo que sumado a su robustez les permitía distanciarse unas de otras sin peligro para la estabilidad del edificio. Dada la enormidad de éste, el peso de la techumbre debía de ser abrumador. La estatua de Júpiter, una terracota de gran tamaño cuyo aspecto sería análogo al de su coetáneo, el Apolo de Veyes, fue obra del escultor Vulca, en etrusco Volca, de esta misma ciudad. Todo el efecto psicológico y toda la problemática que su presencia produjo en el pueblo y en la religión romana se resolvieron felizmente. El pueblo dispensó a la imagen una favorable acogida y se identificó con ella hasta el punto de que los primeros cónsules republicanos usurparon el honor de su introducción. Lo mismo la de la cuadriga que otros escultores de Veyes modelaron y cocieron para el columen del templo (el extremo delantero del caballete del tejado). Su silueta se recortó sobre el cielo de Roma hasta que los ediles del año 296 a. C., los hermanos Ogulnios, la reemplazaron por una réplica en bronce.

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