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En 1976 fue elegidoCarter como presidente de los Estados Unidos, en 1977 por primera vez ocupó el puesto de primer ministro elegido israelí una persona no perteneciente al laborismo sino a un partido religioso, en 1978 salió del cónclave como Papa Juan Pablo II y en 1979 regresó Jomeini a Irán. Si todos estos acontecimientos tienen un elemento común que los identifica, todavía es posible multiplicar los ejemplos para cubrir la totalidad del mundo e, incluso, hasta cierto punto la totalidad de las religiones. En fechas parecidas la aparición de los evangelismos en Hispanoamérica hicieron nacer un protestantismo de raíz carismática como competidor del catolicismo predominante en la región. En India, movido por una especie de complejo de inferioridad ante el activismo de la minoría musulmana, el hinduismo también adquiría un nuevo talante más competitivo e incluso agresivo. Los teleevangelistas norteamericanos, durante mucho tiempo un fenómeno anecdótico, aparecieron pronto asociados a la regeneración moral que necesitaba una sociedad. En Israel el movimiento Gush Emunim promovió la repoblación con colonos de nuevos asentamientos en zonas de población palestina por motivos fundamentalmente religiosos mientras que en la propia Jerusalén casi un tercio de los votos iban a los partidos religiosos fundamentalistas. Todos estos ejemplos aparecen en un libro de Gilles Kepel significativamente titulado "La revancha de Dios".

La tesis principal del mismo es que, a mediados de los setenta, para sorpresa de muchos observadores, se hizo presente en todo el mundo una nueva y más estrecha relación entre religión y vida política. Los hechos citados responderían, por tanto, a una ola de fondo consistente en la reaparición de la religión como elemento vertebrador de la vida social. No cabe, por tanto, atribuirlos a una casualidad aunque también hay que constatar que en ellos se encerraban realidades muy plurales. Así sucedió en cada una de las religiones. Tomemos el caso del catolicismo presente en una sociedad que parecía estar más secularizada que nunca. Como afirmó el cardenal Lustiger, arzobispo de París, los católicos del fin de siglo eran conscientes de vivir en el inicio de la era cristiana en cuanto que el olvido de Dios sería, según él, culpable de los males de la sociedad de esta época. Lo significativo es que Lustiger procede del mundo judío polaco y se educó en la burguesía liberal parisina, es decir de medios poco tradicionalmente vinculados al catolicismo. Para él el ansia de recristianización se presentaba como una superación de la modernidad o un desencanto de lo laico. Pero fenómenos concomitantes se podían encontrar en el cardenal Ratzinger, siempre insistente a la hora de subrayar la especificidad de lo católico, en el grupo "Comunión y liberación", proclive a ver como ideal una recristianización directa de la acción política sin las mediaciones de la democracia cristiana, e incluso en el Papa Juan Pablo II, que parece haber considerado a Polonia como modelo de resistencia de una sociedad cristiana frente a una ideología atea o como laboratorio de recristianización.

La idea de Juan Pablo II sobre la "nueva evangelización" no puede desligarse de una mentalidad generalizada en este último cuarto de siglo. En el cónclave de 1978 los cardenales decidieron un viraje histórico porque pensaron que los tiempos estaban maduros para ello. De esta manera se rompió con la norma secular que presuponía la necesidad perpetua de un Papa italiano eligiendo un Papa de una procedencia particularmente inesperada hasta parecer inconcebible. Pero lo más importante reside en que el largo pontificado de Juan Pablo II ha tenido unos rasgos muy marcados y significativos. Ha sido un pontificado polifacético que, por ello mismo, se encuentra, desde el punto de vista históriográfico, con el problema de recibir un enfoque adecuado. Ha resultado, además, muy controvertido de modo que si para el Dalai Lama Juan Pablo II ha sido un gran hombre para el historiador Le Goff ha significado una síntesis entre el medioevo y la televisión. Lo que parece evidente es que el Papa es un personaje poco conformista: a partir de él los Papas pueden hacer alpinismo o nadar, e incluso haber tenido novia y haber escrito poesía. Papa de una época individualista, Juan Pablo II utiliza el yo personal incluso en las encíclicas. A la hora de establecer un balance de urgencia sobre su persona hay que decir que se ha tratado de un Papa viajero que había realizado a fines de 1998 ochenta y cuatro viajes internacionales y que, en consecuencia, casi un año y medio de su pontificado lo había pasado fuera de Roma.

Eso quiere decir que los asuntos ordinarios han quedado, quizá, en una proporción superior a épocas anteriores, en manos de la Curia. Los viajes, por otro lado, no tienen el contenido político de otros tiempos sino que son en mucho mayor grado evangelizadores. Pero eso no quiere decir que hayan carecido de trascendencia en aquel aspecto. Como se verá en capítulos posteriores, el pontífice ha jugado un papel de decisiva importancia en la caída del comunismo. La persecución religiosa en los países comunistas sirvió para descubrir los valores de la libertad e identificar con ella a la Iglesia católica. Pero, al mismo tiempo, el pontífice ha visto en los países salidos de la dictadura comunista muchos peligros como, por ejemplo, los derivados de la secularización galopante de una sociedad vinculada con valores cristianos en momentos de resistencia. Juan Pablo II ha proseguido, por otra parte, los esfuerzos ecuménicos pero encontrando respuestas muy variadas. Han sido más frías en el Norte de Europa y, en cambio, más dialogantes en la anglicana, hasta que han surgido problemas con el sacerdocio femenino. Ha tenido, por otra parte, una visión de Europa más completa que la de sus predecesores al nombrar copatronos de Europa a los santos Cirilo y Metodio, pero las relaciones con los países de religión ortodoxa por la vinculación con los nuevos regímenes políticos salidos del comunismo y por las dificultades puestas al apostolado católico.

En lo que atañe más directamente a la vida social y política, la actitud Papal de fondo ha implicado una frecuente actitud crítica contra el capitalismo y el socialismo. Ambos, en efecto, fueron condenados en la Laborem exercens, quizá el documento más definitorio del pontificado. Esta encíclica insiste en la exigencia de justicia social y señala como objetivo la solidaridad que debe ser entendida como un compromiso de responsabilidad colectiva para el bien común. Pero si bien el Papa considera que la religión debe tener impacto en la vida social, además tiene la idea clara de que debe reorientar a la propia Iglesia. Juan Pablo II es un intelectual; no puede extrañar, por tanto, que una parte de sus preocupaciones se hayan dirigido a poner en relación la ciencia y la religión. Pero es también un pastor cuya labor no se dirige tanto a los paganos o los pertenecientes a otras religiones como a los que, siendo católicos, muestran un comportamiento cada vez más cercano a los indiferentes. El esfuerzo mayor de su pontificado quizá haya sido el dirigido a reconquistarlos. En este sentido su visión respecto a la familia se fundamenta en la moral tradicional. Considera, por ejemplo, a las uniones de hecho con un "desorden" y una de sus más decididas batallas ha sido en contra de la legalización del aborto en las sociedades avanzadas. Al mismo tiempo, ha canonizado y beatificado a más personas que todos los Papas de este siglo -280 canonizaciones y 800 beatificaciones- estableciendo unos modelos a imitar que remiten al pasado.

La Iglesia católica de Juan Pablo II es, en definitiva, más homogénea, articulada y dirigida desde arriba que la del pasado. Esta unidad la convierte en más autoritaria y centralista, más desacomplejada, más directamente activa en la vida social o política y, al mismo tiempo, más tendente a situar en sordina algunas instituciones urgidas del Concilio Vaticano II. Por un lado, se muestra más próxima que nunca a autofinanciarse y capaz de aceptar la paridad de derechos con la mujer pero, al mismo tiempo, muy rígida a la hora de condenar al sacerdocio femenino o el matrimonio de los sacerdotes. La Iglesia católica, por otro lado, es cada vez menos occidental y europea y lo seguirá siendo gracias a que las vocaciones crecen sobre todo en África y Asia. En Occidente, en cambio, frente a una Iglesia que parece primar la catequesis y el sacramento de la confirmación, abundan los cristianos sin Iglesia o aquellos que hacen poco caso de las directrices eclesiales. Con respecto a esta propensión, es relativamente poco lo que ha logrado el pontificado de Juan Pablo II. Si nos trasladamos a Medio Oriente encontraremos un panorama muy distinto pero coincidente, en la manifestación del creciente papel de lo religioso en la vida política y en la organización y en el restablecimiento de valores tradicionales junto con el empleo de medios modernos para lograrlo. En el fundamentalismo religioso islámico han jugado un papel muy importante la "intelligentsia" y los jóvenes.

Significa, a menudo, una ruptura con la tradición religiosa inmediata expresada de forma institucional y una descalificación de los fundamentos del orden social heredado considerado en realidad como un desorden ilegítimo por poco respetuoso con la tradición auténtica. En este sentido, supone también el fracaso político, económico y social de quienes han ejercido el poder hasta el momento. Su personificación no es tanto el salvaje primitivo como la mujer con velo que utiliza ordenador. Su tiempo histórico no es el de un retorno al pasado como el de las consecuencias de una modernización rápida. En todo ello existe una diferencia esencial de grado con el mundo occidental cristiano. No es posible imaginar un equivalente de la República islámica fuera de Medio Oriente o en el Norte de África. El fundamentalismo propiamente dicho no ha nacido hoy sino que sucedió al final del XIX. Su propósito inicial fue reconciliar al Islam con la ciencia y, además, lograr la unificación de todos los ritos musulmanes. Los primeros y los más influyentes movimientos integristas nacieron en zonas de colonización británica como Egipto y Pakistán. Pero todos estos no fueron más que antecedentes. Los años setenta constituyeron una década bisagra para todo lo relativo a las relaciones entre religión y política, pues si hasta entonces había dado la sensación de que triunfaba la secularización de las sociedades islámicas, en 1975 la situación empezó a cambiar y se volvió a los valores religiosos como fundamentadores de la organización de la sociedad.

No se entiende el proceso sin tener en cuenta que los movimientos de reislamización tomaron el relevo de los grupos marxistas muy influyentes en el mundo árabe en torno a finales de los sesenta. Ese relevo era, entre otros motivos, posible porque el Corán contiene doctrinas directamente referentes a la organización social y política de la comunidad de creyentes. La visión fundamentalista del Islam consiste en considerar que al avance técnico occidental se puede contraponer la superioridad moral propia. Los escenarios sociales con los que siempre se encuentra el fundamentalismo remiten a un crecimiento demográfico fuerte y a un proceso acelerado de modernización con decisivo impacto en la urbanización de la sociedad. En 1976 el 70% de los iraníes tenían menos de 30 años mientras que los países del Magreb en el año 2025 tendrán más de cien millones de personas en esa edad. El fundamentalismo no es, por otro lado, una realidad característica del mundo tradicional sino de una modernización a ultranza acompañada de un régimen autoritario sea de mayoritario componente conservador (Irán) o revolucionario (Argelia). De cualquier modo actúa como un mecanismo de rechazo frente a una situación de desagregación de una sociedad provocada por esa rápida transformación. En el fondo ésta ya se ha secularizado -o, al menos, ha empezado a hacerlo- pero en ella queda un poso del pasado que es recordado de forma nostálgica y en buena parte reconstruido.

La solidaridad en esta sociedad descompuesta es reconstruida gracias a un componente comunitario que nace de lo religioso. Los fundamentalistas han obtenido su éxito en buena medida gracias a sus organizaciones de apoyo, beneficencia social y solidaridad. El fundamentalismo ha logrado su impacto a través de dos procesos sucesivos: la islamización desde arriba mediante un proceso revolucionario pero también desde abajo gracias a la conversión de unas masas que actúan en una estructura política que no aceptan. La revolución de Irán ejemplifica la primera y el caso del escritor Rushdie, perseguido por sus escritos, es un buen testimonio de lo segundo con la peculiaridad de que en este caso el origen del fundamentalismo estuvo en la población emigrada en Gran Bretaña. No es un fenómeno que resulte excepcional porque también se han producido conflictos parecidos en el caso, por ejemplo, de la población musulmana residente en Francia y el empleo del velo en las escuelas públicas, juzgado como denigrante o, alternativamente, como signo de identidad. El fundamentalismo islámico hizo una aparición espectacular con la revolución en Irán (1979) pero, frente a los temores iniciales, pronto se demostró inexportable. Con posterioridad fue legalizado en Jordania y en Argelia; en Sudán se organizó en dos partidos distintos. No siempre, sin embargo ha sido aceptado en Medio Oriente. Siria se convirtió muy pronto en el bastión por excelencia de la laicización y fue el que protagonizó una más decidida represión del integrismo con decenas de miles de víctimas; Argelia, otro régimen nacionalista y de inspiración socialista, tuvo también una relación muy conflictiva con el fundamentalismo, que allí tuvo gran éxito porque implicaba un encuadramiento de la vida social cotidiana.

Algo parecido sucedió en Egipto. De cualquier manera, en Medio Oriente el fundamentalismo, su aceptación o su rechazo, ha estado desde los setenta hasta la actualidad, con muchas oscilaciones, omnipresente. La "intifada", por ejemplo, nacida de un incidente laboral a fines de 1987, convertida en una realidad persistente que causó bastante más de mil muertos y definida por el rey Hussein de Jordania como "un estado de rabia en el que nadie puede controlar nada", no puede entenderse sin el caldo de cultivo del fundamentalismo aunque no coincida con él. Pero, descrito el ambiente en que ha nacido este fenómeno, es ahora preciso tratar de él en sus diversos escenarios.

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