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La Italia de los años ochenta puede ser interpretada como un país en el cual se había producido un permanente conflicto entre las posibilidades de renovación y la permanencia en el inmovilismo. Las primeras nacieron de la existencia de una sociedad dinámica mientras que las segundas fueron el producto de la peculiaridad de un sistema político que, ya a finales de los años ochenta, había alcanzado lo que parecían sus límites. Como en el caso del Japón, fue la permanencia de las estructuras políticas heredadas de 1945 lo que creó una crisis irreversible en las instituciones democráticas surgidas de la posguerra, realidad que no tiene parangón con ningún otro caso europeo. El dinamismo de la sociedad italiana fue manifiesto durante la década de los ochenta en que se pudo hablar incluso de un nuevo milagro económico italiano. En efecto, el crecimiento fue muy elevado, del orden del 4% anual, a veces el doble del alemán; la contrapartida resultó el mantenimiento de un paro también elevado y de una inflación muy difícil de dominar. Un rasgo muy característico del caso italiano fue que el crecimiento se llevó a cabo merced a la existencia de un sector oculto de la economía dedicado a determinadas ramas de la producción (vestido, cuero, mobiliario...), dedicado a la exportación y poco o nada controlado por el fisco. Ese sector, ubicado principalmente en el Centro y el Norte, testimonia la existencia de un empleo que pretende ocultarse de un Estado cuyas necesidades fiscales nacen de atender a un Sur subsidiado.

El resultado fue una multiplicación de la dualidad nacional y la deslegitimación de las instituciones políticas. Por otro lado, el peligro que ha tenido este desarrollo ha sido siempre el mismo: el crecimiento más rápido de los salarios que la productividad. El establecimiento de una escala salarial móvil que la hacía dependiente de la inflación contribuyó a ese resultado pero sólo fue corregida a partir de mediados de los años ochenta. En el terreno político, la década de los ochenta supuso un cambio fundamental cuyo origen ya hemos visto en la etapa final de los setenta. En 1979, por vez primera en los tres últimos años, salió el PCI de la peculiar mayoría gubernamental creada por el sistema de voto de no desconfianza; de esa manera se puede decir que se llegó al reflujo de las esperanzas comunistas. Los resultados electorales confirmaron esta situación cuando, por primera vez en mucho tiempo, los comunistas vieron disminuir su voto. Sólo en 1984, el PCI se situó por encima de la Democracia Cristiana, pero en un contexto que ya resultaba muy distinto del de una década antes en que el "compromiso histórico" parecía viable. Se trató, ahora, de unas elecciones europeas cuando, además, ya existían otras fórmulas de Gobierno muy distintas. Por eso el "sorpasso", es decir la superación por el PCI del voto DC, resultó carente de consecuencias. Lo característico de los años ochenta fue, en efecto, la aparición de una solución que, aunque en lo esencial resultara semejante a las anteriores, ofrecía aspectos en apariencia innovadores.

Desde 1978 el Partido Socialista, animado por una nueva generación de dirigentes que tuvo como principal figura a Craxi, se ofreció como eje de una coalición gobernante, sin relación con el comunismo, con la Democracia Cristiana. Esa fórmula, aunque no marginara de las tareas fundamentales a la Democracia Cristiana, la privó de la presidencia del Consejo al mismo tiempo que impedía la llegada al poder de los comunistas. Según ha escrito un historiador italiano fue en estos momentos la "hora de los laicos". Aparte de Pertini, que dotó a la presidencia italiana de un liderazgo moral del que había carecido hasta el momento, las dos figuras que se identificaron principalmente con este nuevo momento político fueron el republicano Spadolini y el ya citado Craxi. El republicano Spadolini se convirtió en presidente por el deseo de la DC de evitar que lo fuera un socialista. En cierta manera, se puede decir de él que fue un caso un tanto excepcional: frente a la habitual gerontocracia de la política italiana su caso fue el de una persona que obtuvo el puesto más importante del ejecutivo tan sólo diez años después de iniciarse en la política a la que llegó dotado de un prestigio profesional indudable. Su presencia al frente del Gobierno llegó a explicar el resultado de las elecciones de 1983, muy favorables para su partido, aunque ella perjudicó a la otra vertiente laica de la mayoría gobernante, los socialistas.

El triunfo de Spadolini fue indicativo de la exigencia de un nuevo tipo de político que llegó a obligar a la anquilosada Democracia Cristiana a recurrir a figuras como el tecnócrata Goria. Luego, ya en 1984, Craxi fue el beneficiario de los deseos de estabilidad y de un ejecutivo fuerte, al menos para los términos habituales en Italia. El dirigente socialista presidió sucesivos Gobiernos de una amplia coalición de centro, el "pentapartito". Desde 1985, el PSI se instaló en una cuota de voto en torno al 14%, que no sólo era la más alta que había conseguido en todo el período republicano sino que daba la impresión de poder alcanzar al PCI. En 1987, con una Democracia Cristiana en el 34% y un PCI en descenso hasta el 26% por primera vez la campaña electoral tuvo como objeto principal de interés la previsión de voto del primer partido y de los socialistas y no la posibilidad de que los comunistas fueran inevitables en el Gobierno. Además ya a estas alturas se había imaginado una fórmula para el relevo en la presidencia. La peculiar inventiva de los italianos para la práctica política de su propio país acuñó el término "estafeta" para denominar el relevo, previsto en un plazo tasado de tiempo, del dirigente socialista por un democristiano. Signo evidente de los tiempos resulta que el socialismo de Craxi no ponía en cuestión la economía de mercado, ni tampoco significaba desde el punto de vista de la política exterior ningún cambio sustancial, como era el caso en la época de Nenni.

Tan sólo se limitó Craxi a expresar alguna reticencia respecto a la política mediterránea de los norteamericanos, principalmente de cara a los países árabes. Durante la década de los ochenta, hubo algunas pruebas de renovación del sistema político italiano de la que quizá la más importante consistió en el cambio del Concordato, que hizo desaparecer la confesionalidad del Estado y las mutuas interferencias. El referéndum sobre el aborto, celebrado en 1981, testimonió, por otra parte, que, aunque la Iglesia siguiera siendo una autoridad moral en Italia, en esta materia, el 68% del electorado no estaba dispuesta a seguirla. Lo cierto es, sin embargo, que bajo la apariencia de algún cambio una renovación política profunda estuvo muy lejos de producirse. Ante la opinión pública y en los medios intelectuales, tuvo lugar una amplia discusión acerca de la posibilidad de llegar a una Segunda República con instituciones diferentes, pero aunque se formaron comisiones parlamentarias de estudio no hicieron otra cosa que constatar las discrepancias. Por otro lado, en la clase dirigente los socialistas se integraron sin ningún problema practicando idéntico tipo de clientelismo. No hubo ni el más remoto indicio de una reforma política en un momento en que las condiciones de desarrollo de la vida política eran ya muy distintas de 1945. Ya no existía esa Italia dividida en dos y penetrada capilarmente por un vigoroso asociacionismo seudopartidista, sino una sociedad cada vez más alejada del sistema político.

Además, Italia tenía graves problemas y una parte de ellos derivaba de los propios rasgos de ese sistema político anquilosado. El terrorismo siguió golpeando a la democracia: en Bolonia se produjo en 1983 probablemente el atentado más brutal de la Historia europea, con un saldo de más de ochenta muertos. Sin embargo, con el transcurso del tiempo la policía consiguió poco a poco la liquidación de las tramas fascistas y gracias a los arrepentidos -"pentiti"- de las Brigadas Rojas logró desarticular este movimiento. Pero, como ya se ha dicho, existían también otros problemas que derivaban de la existencia de un sistema político anquilosado y acosado por la corrupción. La Italia de los años ochenta era la el éxito de Benetton o de Armani pero también la de la logia masónica P2, cuyos afiliados utilizaban en beneficio propio el poder del Estado o de los sobornos de la compañía norteamericana Lockheed. Una nación cuya impresión de dinamismo era bien clara para sus visitantes, al mismo tiempo desvelaba en la lectura diaria de sus periódicos que zonas geográficas enteras en el Sur permanecían sujetas no ya a redes clientelares sino a asociaciones delictivas, como la Mafia o la Camorra.

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