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II Guerra Mundial

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Cuando se iniciaba el verano de 1943 la situación del Eje se había complicado mucho: a la rendición de Stalingrado cabía sumar ahora la de Túnez. Sin embargo, para sus dirigentes, existía todavía la esperanza de que podrían mantener su perímetro defensivo causando a sus adversarios un número elevado de bajas, en el caso de Japón, o de que lograrían mantener la superioridad en lo que respecta a su innovación tecnológica y en el arma aérea o podrían concentrar sus fuerzas contra uno de sus enemigos, en el de Alemania. Los meses que siguieron demostraron que estas esperanzas carecían de justificación y, sobre todo, liquidaron definitivamente al tercer miembro del Eje, Italia, cuya aportación a la lucha común había resultado escasa, por no decir mínima. Alemania había cometido el doble error de enviar un ejército al Norte de África y confiar en mantener su reducto tunecino por tiempo indefinido. A esas dos equivocaciones sumó una tercera, consistente en poner en duda el salto inmediato de los anglosajones a Sicilia. Como sucedió a lo largo de toda la guerra, también en este caso los servicios secretos aliados tuvieron una actuación muy superior. Una operación de inteligencia con la complicidad involuntaria de las autoridades españolas, proclives al Eje, les hizo pensar a los alemanes que el desembarco anglosajón se produciría en Cerdeña o en Grecia. Por el contrario, en lo que no erraron fue en apreciar que los italianos estaban exhaustos y proclives a arrojar la toalla.

A mediados de junio bastó un bombardeo de la pequeña isla de Pantellaria, de la que Mussolini había anunciado que resistiría hasta el final, para que se rindiera. Hitler se apresuró a tomar medidas para evitar la completa deserción de su aliado. El desembarco aliado en Sicilia tuvo lugar el 10 de julio de 1943 y, en general, transcurrió sin problemas: aunque las fuerzas aerotransportadas cometieron errores, en las playas sicilianas desembarcaron en un plazo corto de tiempo más tropas que las que, un año más tarde, lo harían en Normandía. La operación tenía lugar en el mismo momento del ataque sobre Kursk y supuso, como consecuencia, que los alemanes detuvieran una ofensiva que aún tenía tiempo de triunfar y trasladaran parte importante de sus efectivos hacia el Mediterráneo. Gracias a ello, las tropas del Eje libraron en la isla una batalla defensiva que les resultó relativamente satisfactoria. Replegándose, en primer lugar, sobre el Etna y a continuación sobre el Estrecho consiguieron salvar no sólo la mayor parte de sus hombres sino también su material. Sin embargo, cuando esto sucedió, a mediados de agosto, se había producido ya el colapso político de la Italia fascista, tal y como Hitler preveía y temía. Para comprenderla hay que tener en cuenta la peculiar situación en que se encontraban los principales dirigentes de la vida pública italiana. Mussolini, envejecido y en realidad carente de cualquier capacidad de influir en el destino de la guerra, había tratado, en sus últimos movimientos políticos, de abrirse a una posibilidad de desengancharse de la guerra y de un Hitler a quien consideraba ya un "trágico bufón".

De ahí la última remodelación del Gobierno, contando con personas jóvenes o poco conocidas, y la distribución en embajadas estratégicas de algunos diplomáticos en cuya capacidad para contactar con los aliados confiaba, quizá en exceso. Pero la escasa voluntad bélica de sus tropas y la existencia de conspiraciones contra su persona impidieron que ese propósito pudiera ser intentado en serio. Las primeras sugerencias a los aliados acerca de un posible desenganche italiano se produjeron a fines de 1942, a través de medios monárquicos. En el seno del fascismo se produjeron dos conjuras paralelas, coincidentes en el deseo de desplazar al Duce: la de los fascistas radicales como Farinacci y la de quienes representaban una posición más moderada, proclive al liderazgo conjunto de la Monarquía y el Ejército. De todos los modos, la reunión del Gran Consejo Fascista, el 24 de julio, testimonia, ante todo y sobre todo, la descomposición de la clase dirigente del régimen. Fue una de esas reuniones en las que todos los que acudieron desconfiaban de los demás -hasta el punto de acudir armados hasta los dientes- pero coincidían con ellos en un punto: la imprevisión acerca de las consecuencias de la decisión que se adoptara. De los reunidos, para sorpresa del Duce, a pesar de que se lo debían todo a él, 19 votaron en su contra y sólo 8 a favor. Pero lo más inesperado para Mussolini se produjo en el momento inmediatamente posterior.

Cuando visitó al rey, se encontró con que éste, en quien confiaba a pesar de su carácter un tanto desconfiado y cínico, "se descolgaba" aceptando una dimisión que no había sido presentada con deseo de que fuera aceptada. A la salida de la entrevista con el monarca, el Duce fue detenido y puesto a buen recaudo en lugar secreto. Su sucesor fue el mariscal Badoglio, suprema autoridad militar, que pretendió mantenerse en una ambigüedad calculada pero cayó en una manifiesta irresolución. En teoría, trató de mantener la lucha contra los aliados, pero intentando establecer contacto con ellos. Esto último sólo lo consiguió de forma tardía mientras, con mucha más decisión, los alemanes ocupaban posiciones clave en suelo italiano. Cuando, el 3 de septiembre, el Gobierno monárquico pudo hacer pública la noticia del armisticio, los alemanes ocuparon sin problemas la mayor parte del país e incluso consiguieron que buena parte de la flota quedara en sus manos. El Ejército italiano fue desarmado y 700.000 soldados enviados a Alemania para ser empleados como trabajadores forzosos. En esos días iniciales del mes de septiembre, se realizaron, además, varios desembarcos aliados en la Península. Los norteamericanos se habían mostrado originariamente opuestos a ellos, pero la caída de Mussolini parecía justificar una acción de resultado prometedor contra el más débil de los miembros del Eje. En realidad, lo fue mucho menos de lo que se imaginó. En gran medida, la culpa le correspondió a la falta de decisión de los aliados.

Desembarcaron éstos en Mesina -en la punta de la bota italiana- y Salerno, en playas que parecían propicias, no lejos de los templos griegos de Paestum. Pero eran lugares demasiados obvios y por ello propicios a los ataques enemigos, elegidos porque se disponía de protección aérea pero que no se empleó a fondo para conseguir una sorpresa que, por otra parte, no tuvo lugar. El resultado fue que los aliados avanzaron mucho más lentamente de lo esperado. En cambio, el desembarco en Tarento fue relativamente sencillo y los aliados hubieran podido avanzar con rapidez en la costa del Adriático de haber dispuesto de medios de transporte más rápidos de los que tuvieron. Kesselring, el general alemán autor de la estrategia de retirada, ha afirmado que los aliados habrían obtenido una victoria decisiva con tan sólo desembarcar al Norte de Roma en vez de hacerlo al Sur de Nápoles. Lo curioso es que pensaron en hacerlo destacando una división aerotransportada, pero la operación les pareció arriesgada en exceso. Lo contrario les sucedió a los británicos en el Dodecaneso: intentaron, sin ayuda norteamericana, ocupar las islas pero se encontraron con una inferioridad aérea que les hizo perder varios buques. En cambio, los franceses de De Gaulle ocuparon Córcega sin mayores problemas. Por motivos de coherencia temática y por la escasa significación real que tuvo en el conjunto de los acontecimientos, éste es, sin duda, el momento de tratar acerca del resto de la campaña italiana.

Puede resumirse con tan sólo unos datos cronológicos: solamente en octubre de 1943 los aliados llegaron a Nápoles y en junio de 1944 a Roma. Las escasas maniobras audaces que intentaron, como el desembarco en Anzio, fracasaron y, en cambio, perduró la tenaz resistencia alemana en una línea favorecida por la orografía (posición de Monte Cassino). En total, para avanzar 1.300 kilómetros los aliados, dirigidos por el nada brillante general británico Alexander, emplearon veinte meses. Esto hizo concluir a los anglosajones que la estrategia patrocinada por Churchill en el sentido de atacar en el "blando bajo vientre" de Europa resultaba indefendible. Cuando los Apeninos causaban tantos problemas cabría pensar cuáles habrían de ser los que se produjeran en los Cárpatos o los Alpes. La tendencia de los anglosajones a tener una superioridad abrumadora antes de pasar al ataque contribuyó a paralizarles. Los alemanes dedicaron quizá demasiadas tropas a un frente secundario como éste, pero lograron una victoria en la batalla a la defensiva. Para los aliados, en definitiva, la ilusión italiana se demostró injustificada. A todo esto, Italia conocía una auténtica guerra civil. Profundamente abatido al principio, Mussolini se recuperó luego, una vez liberado por paracaidistas alemanes. En el Norte del país estableció un régimen republicano que se decía revolucionario -la República Social Italiana, con sede en Saló- y que favoreció la participación de los obreros en la dirección de las empresas, al mismo tiempo que practicaba una sistemática violencia contra el adversario político.

Pero, aunque tuvo el apoyo de una parte considerable de la opinión pública, siempre dependió en todo de Hitler. Éste hizo el balance más ignominioso acerca de la colaboración con los italianos, al asegurar que el mejor servicio que le podían haber hecho es permanecer alejados del conflicto. Durante el verano de 1943, se produjo una evolución militar también contraria a los intereses del Eje en distintos escenarios del Mediterráneo. En Rusia, los ejércitos de Stalin demostraron que habían prosperado en muchos terrenos. Mucho más móviles que al comienzo de la guerra, estaban al mando de generales más jóvenes que los alemanes, pero sobre todo se beneficiaron de una estrategia, basada en la superioridad, que les condujo a la victoria. Al igual que en la ofensiva de 1918 en el frente francés, podían atacar en todo el frente a la vez, evitando que el adversario concentrara su superior calidad en un solo punto. De este modo, la ofensiva en el frente Sur, a partir de la batalla de Kursk del mes de julio, produjo la toma de Dnieper y la caída sucesiva de Jarkov (agosto), Esmolensko (septiembre) y Kiev (noviembre). Este éxito se debió también a innovaciones técnicas, como los carros con cadenas más anchas y fue mérito de los propios militares soviéticos. Los alemanes trataron de resistir en puntos concretos, convertidos en bastiones, pero la insistencia de Hitler en mantener el frente a ultranza, que tan útil había sido en otros tiempos, tuvo consecuencias muy negativas en el sentido de que quitó a los alemanes el valor principal de su ejército, es decir la movilidad.

A estas alturas, Hitler tenía todavía la esperanza, por completo ilusa, de que podría recuperar las regiones que perdiera o de que cuanta más tierra tuviera, de más elementos de intercambio dispondría para intercambiarla con el enemigo en caso de armisticio. En cuanto al Pacífico, también en este caso es posible apreciar una estrategia defensiva del Eje -Japón, en este caso- y la aparición de una nueva, de carácter ofensivo, puesta en práctica por los norteamericanos. El Imperio japonés se limitó a mantener el perímetro alcanzado con la idea de hacer pagar un tan alto precio al adversario en su avance que resultara disuasorio. Sus dirigentes no se daban cuenta, sin embargo, de que las circunstancias bélicas cada vez variaban más en contra de sus intereses. La producción norteamericana era muy superior pero, además, ni siquiera los japoneses podían concentrar sus fuerzas, porque el perímetro defensivo era demasiado amplio: tenían una veintena de divisiones en el Pacífico pero debían mantener otras quince en Manchuria frente a los soviéticos, de quienes no se fiaban a pesar de que los llegaron a felicitar por la toma de Jarkov. Muerto Yamamoto en abril de 1943, las diferencias entre los mandos militares se acentuaron al proponer el Ejército como punto de resistencia principal Nueva Guinea, mientras que la Marina prefería las islas Salomón. Mientras tanto, los norteamericanos hicieron de la necesidad virtud, inventando una estrategia que se demostró muy eficaz. El general Mac Arthur hubiera preferido avanzar directamente desde el Sur hacia China, ocupando todas las posiciones adversarias, pero su insuficiencia de recursos le obligó a un avance por saltos siguiendo dos líneas, una más al Sur, en la costa septentrional de Nueva Guinea, y otra en el centro del Pacífico, por las islas Gilbert, Marshall y Marianas. De esta manera se evitaba expugnar las más duras posiciones adversarias, como Rabaul, que quedaban aisladas y sin sentido alguno en una estrategia de conjunto. Sólo con abrumadora superioridad aérea y marítima era posible cumplir este programa, pero los norteamericanos ya la habían alcanzado.

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