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II Guerra Mundial

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La expresión más estremecedora de lo que el Nuevo Orden europeo nazi supuso fue el Holocausto judío, que significó un cambio esencial en la experiencia colectiva de la Humanidad a través de los siglos. En otros tiempos -como, por ejemplo, durante la Guerra de los Treinta Años- el ser humano había practicado la eliminación de sus semejantes animado por supuestas motivaciones ideales y de principio, en este caso de carácter religioso, pero nunca, en cambio, se había intentado hacer desaparecer de la superficie de la Tierra una entera categoría racial o religiosa. La situación de los judíos europeos en el momento del estallido de la guerra era diferente según las latitudes, pero en términos generales se puede decir que habían experimentado un claro proceso de emancipación en los últimos tiempos. En Alemania, constituían ya una minoría decreciente, no solían ser practicantes desde el punto de vista religioso y tuvieron un papel importante en determinados partidos políticos, como el socialdemócrata. Más al Este, su influencia era mayor: en Polonia representaban la décima parte de la población y eran un tercio del total de los habitantes de Varsovia. Aparte de que aquí la emancipación había sido más reciente, seguían siendo una minoría inasimilada, observante en materia religiosa y confinada a determinadas dedicaciones y actividades. La existencia de problemas de conciencia nacional contribuía de forma poderosa a alimentar tradicionales sentimientos populares antisemitas.

El antisemitismo de Hitler tenía poco de nuevo, casi nada de coherente y tampoco fue constante en sus perfiles concretos. En realidad, esta actitud se hallaba muy difundida en la sociedad alemana, en especial en los medios de la derecha tradicional, sin necesidad de ser nazi. En los años treinta, a estas doctrinas se les sumó, multiplicando infinitamente su peligrosidad, un repudio radical de los ideales de la civilización cristiana y liberal. Fue el abandono de lo que Goering denominó como los "estúpidos, falsos, ingenuos ideales de humanidad" lo que permitió que la sociedad alemana aceptara la persecución de los judíos con indiferencia y en gran parte contribuyera a la misma. Pero el Holocausto en sí no se entiende sin la personal peculiaridad de Hitler. Éste podía decir en términos teóricos que el problema de los judíos no era más que el de la decisión de hacerlos desaparecer, pero eso no suponía en principio que quisiera exterminarlos a todos. Eso podía significar tan sólo, a título de ejemplo, trasladarlos lejos de Europa, allí donde pareciese que su peligrosidad se había hecho inexistente. Potencialmente, sin embargo, la eliminación podía llegar a imponerse, por la sencilla razón de que el lenguaje de Hitler para tratar de ellos era el de la parasitología: siempre los describió como un virus peligroso. Sin embargo, lo que convirtió esta posibilidad en actos fue la sensación de auténtica angustia sentida por el Führer en 1918, cuando atribuyó a la traición la derrota alemana y el peligro de su propia eliminación física.

Lo que produjo el Holocausto fue, en fin, el carácter obsesivo del antisemitismo de Hitler. En condiciones de victoria, podía proponer para los judíos el simple alejamiento. Si le amenazaba la derrota de su sueño megalómano y demencial, podía proponer la eliminación radical de este esencial adversario. A partir de estas afirmaciones, se puede dar respuesta a un interrogante que durante mucho tiempo ha obsesionado a los historiadores. El Holocausto puede, en efecto, ser interpretado como un proceso de intencionalidad clara, en el que cada uno de sus pasos previos llevaba de forma necesaria al siguiente. Sin embargo, parece obvio que en última instancia el camino hacia el estadio de la eliminación masiva sólo puede explicarse como consecuencia de circunstancias concretas de un determinado momento. Sólo con la campaña contra la URSS se hizo inmediata la voluntad de eliminar por completo a los judíos. La victoria de los nazis en la Alemania de 1933 había supuesto en primer lugar la determinación de lo que se entendía como judío desde el punto de vista familiar y religioso, así como la marginación de los judíos de ciertas categorías profesionales. Permaneció, sin embargo, para los afectados la duda acerca de si debían abandonar Alemania o no, porque con el paso del tiempo las medidas persecutorias parecieron desdibujarse un tanto. Desde 1933 hasta 1937, emigraron de Alemania unos 130.000 judíos y en los dos años inmediatos al estallido de la guerra lo hicieron otros 120.

000. Pero las conquistas territoriales del III Reich situaron bajo el dominio de Alemania un mayor número de judíos que en tiempos anteriores, con lo que se complicaron los problemas para las autoridades nazis. En general, en los nuevos territorios se siguió una política de mayor dureza que en la propia Alemania. En ella, sin embargo, respecto a los propios alemanes, se tomaron las medidas que resultan en muchos sentidos más directamente relacionadas con los campos de exterminio del futuro. El racismo nazi, en efecto, tuvo como primera consecuencia la eliminación de disminuidos físicos y mentales, con el objeto de purificar la etnia germánica. En su momento, no se dio publicidad alguna a la aplicación de esas medidas, que supusieron la desaparición de decenas de millares de personas y que solamente se detuvieron en 1941. Hasta este momento, el Reich tan sólo consideraba como posibles medidas a aplicar en el futuro acerca del destino de los judíos la obligada emigración a territorios remotos. Se pensó en obligarlos a la emigración hacia Polonia o Madagascar que, por su condición insular y su lejanía, parecía el lugar más oportuno. A estas fórmulas se las denominó conjuntamente "Solución final", aunque de momento la expresión no tuviera el trágico significado que más adelante adquirió. Al mismo tiempo, se tomaron algunas disposiciones prácticas que, aunque tenían otra razón de ser, acabaron coadyuvando a los planes de eliminación física. La principal de ellas fue la concentración de los judíos en determinadas áreas, primer paso para cualquiera de las dos opciones.

Siguió existiendo la emigración, pero la necesidad de contar con Gran Bretaña para llevarla a cabo impidió que pudiera realizarse de forma sistemática. A mediados de 1941, Hitler adoptó dos disposiciones que antes había rechazado y que obedecían al propósito indicado: por una parte, los judíos debían estar señalados con un distintivo personal; por otra, tenían que ser enviados hacia el Este. Como se apuntaba antes, la chispa que prendió todo el potencial de barbarie que nacía de la ideología nazi fue la guerra contra la Unión Soviética. Hitler confiaba en derrotar en plazo de tiempo muy breve a los ejércitos de Stalin, que habían demostrado su ineficacia contra Finlandia, pero sabía también que en el enfrentamiento se lo jugaba todo. Su racismo le llevaba a considerar que en la nueva ofensiva se debían romper las reglas de la guerra; además quería proceder a explotar lo más rápidamente posible desde el punto de vista económico los territorios conquistados. Aquí, el enemigo, en su opinión, no estaba constituido más que por puras y simples "bestias". La resistencia que le ofrecieron favoreció las instrucciones de eliminación de los cuadros políticos -comisarios de guerra, por ejemplo- y de ellos se pasó a los judíos, incluso mujeres y niños. Se debe tener en cuenta que hasta el momento el número de muertos alemanes apenas superaba las tres decenas de millar y esta cifra fue pronto abrumadoramente superada en suelo soviético.

De ahí el inicio de los asesinatos masivos. Para ello, se crearon unos grupos especiales que se desplazaban por el frente y procedían a ejecuciones sumarias mediante el fusilamiento o el tiro en la nuca. Con el transcurso del tiempo, se imaginó un procedimiento más "humano" -para los verdugos, por supuesto-, como era la utilización de unos camiones que venían a ser algo así como una cámara de gas móvil. La fecha en que se tomaron las disposiciones tendentes a que la "Solución final" decidiera la eliminación del adversario no es segura, pero todo hace pensar que debió ser en torno a septiembre de 1941, cuando empezaba a demostrarse que la resistencia soviética era superior a lo previsto. Y sobre ello, no cabe la menor duda de que la responsabilidad fue de Hitler, sin cuya voluntad no resulta imaginable que se tomara una medida de tal trascendencia. Pero, en la burocratización del genocidio que siguió a continuación, los responsables se multiplicaron de forma exponencial. A partir de este momento, se siguió un doble proceso, paralelo y complementario. En primer lugar, los judíos, otras minorías raciales consideradas inferiores y los disidentes políticos fueron integrados en un sistema de trabajo forzado en campos de concentración, del que los explotadores extrajeron importantes ventajas económicas. El campo de Auschwitz estuvo, por ejemplo, ligado a una de las más importantes industrias químicas alemanas. Aquí, era conocida la existencia de una red de campos de concentración, en los que no se excluía la posibilidad de la liquidación física de los prisioneros.

Solamente en ella murieron más personas que en conjunto en otros seis campos situados al Este, junto a la frontera soviética, que pueden ser considerados como verdaderas fábricas de muerte. El sistema de eliminación racial o política se basaba, en efecto, en una racionalización industrial de acuerdo con criterios de mínimo coste y máxima eficacia. Hubo en todo este sistema dos círculos concéntricos de culpabilidad: la de los burócratas que, con cada una de sus decisiones y sin preguntarse por el efecto que pudieran tener, hicieron posible la totalidad del proceso y la de quienes ocupaban los escalones intermedios en los campos. Un radical despotismo respecto de quienes estaban en ellos ni siquiera hizo necesaria la existencia y actuación de grandes criminales. El poder absoluto transformó la intimidación en terror y éste pasó a ser un horror colectivo como hasta ese momento jamás había sido imaginable. Los resultados cuantitativos se pueden precisar con datos precisos, al menos hasta un determinado punto. Unos seis millones de judíos fueron eliminados, o lo que es lo mismo, casi uno de cada tres de los que vivían en Europa. En determinados países, como Polonia, la proporción todavía fue mayor: de unos 3.300.000, sólo quedaron 50.000 con vida. Ello hizo que numéricamente, al final de la guerra, casi la mitad del judaísmo mundial fuese el residente en Estados Unidos. La Rochefoucauld escribió que "Ni el sol ni la muerte se pueden contemplar con los ojos bien abiertos".

Esta afirmación vale, sin duda, también, para el Holocausto. En el fondo de él existe un problema de comprensión, porque se basa en lo enigmático de la naturaleza humana que toleró tal banalización del mal y una destrucción masiva por parte de quienes eran personas, a fin de cuentas, en su mayor parte, normales. Para el historiador, además, existe un problema de conocimiento complementario. Las decisiones sobre esta materia no sólo no resultan fáciles de documentar, sino que formaron parte de un proceso muy heterogéneo y, en apariencia, contradictorio como es, en definitiva, aquel que parecía hacer compatible la expulsión y la eliminación. Resulta, por ejemplo, muy sorprendente que uno de los principales responsables de la eliminación de los judíos, Heinrich Himmler, fuera, al mismo tiempo, quien mantuvo contactos indirectos con ellos para cambiarlos por camiones o por dinero. Esta imposibilidad de comprender hasta sus últimas consecuencias lo que sucedía la padecieron también los aliados, para quienes los campos de concentración constituyeron una sorpresa. Creían que Hitler se había servido de los judíos como subterfugio para obtener el poder y no llegaron a creer nunca que los considerara sus verdaderos enemigos, con lo que su reacción ante el Holocausto sólo pudo ser muy tardía e incluso incrédula. En última instancia, la enseñanza del Holocausto se encierra en una frase de uno de quienes estuvieron en los campos. El judío italiano Primo Levi escribió que lo que éstos significaban como un acontecimientos tan terrible era algo que "ha sucedido y puede volver a suceder". Hay, en efecto, un lado oscuro de la naturaleza humana que hizo posible un género de barbarie que, de alguna manera, en la Yugoslavia poscomunista de hace tan pocos años estaba destinada a resucitar, como si la lección no hubiera sido aprendida por completo.

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