Compartir


Datos principales


Rango

II Guerra Mundial

Desarrollo


Un rasgo muy característico de la Segunda Guerra Mundial, que la diferencia de la anterior, fue la aparición de un nuevo orden político en aquellas regiones en que las potencias agresoras, al final derrotadas, consiguieron durante algún tiempo imponer su dominio. En 1914-1918, no se puede decir que quedara presagiada una nueva configuración de la vida política en las naciones ocupadas o derrotadas. Pero, por el contrario, ahora la ideología del nazismo empezó a dejar entrever el grado de su ruptura con respecto al pasado y las consecuencias que una potencial victoria final suya podría tener para los vencidos. De todos modos, no se puede decir que la victoria del Eje hasta 1943 supusiera una neta y radical configuración de un "Nuevo Orden" completamente distinto. En realidad, las acciones de Hitler no modificaron de una forma tan decisiva las fronteras europeas. Sus anexiones fueron escasas y poco significativas en cuanto a kilómetros cuadrados, reduciéndose en realidad a rectificar algunas de las consecuencias más hirientes de la derrota alemana de 1918, en zonas como las fronteras con Bélgica, Francia y Polonia. No obstante, al mismo tiempo, el Führer siempre dejó bien claro que esa "Gran Europa", que utilizaba como señuelo en su propaganda, estaría absolutamente dominada por Alemania. Pero como la victoria de ésta no era por el momento total y definitiva, el "Nuevo Orden" se caracterizó, de momento, por la pluralidad de configuraciones y también por el carácter precario de la mismas, quedando sometido por tanto a muy frecuentes cambios.

En ocasiones, Hitler dejó bien claros sus principios racistas y, por tanto, trató de manera diferenciada a unos países y otros, de acuerdo con este tipo de criterio. Pero, al mismo tiempo y por razones de conveniencia temporal, muy a menudo se apoyó en regímenes que se diferenciaban bastante del III Reich. Como veremos, con mucha frecuencia se sirvió de grupos políticos de derecha autoritaria anticomunista, porque para él resultaba más rentable apoyarse en autoridades legales o, por lo menos, aceptadas por buena parte de la población de los países afectados, que en regímenes que mantuvieran una absoluta identidad ideológica con él. Hay que tener en cuenta, a este respecto, que para Hitler el nacionalsocialismo era una doctrina exclusiva de Alemania y su raza. De ahí que hubiera Estados convertidos en protectorados, como si eso quisiera decir que sus habitantes eran considerados inferiores, y otros dominados de forma directa o indirecta, de acuerdo con las conveniencias y el momento de la guerra. Siempre, sin embargo, Hitler actuó con un criterio que partía de la pura y simple explotación del vencido, sea quien fuera, lo que unido al ideario racista hacia prever un siniestro futuro. La explotación se hizo patente en la Europa del Este, en especial en la URSS, donde las tierras del Estado fueron consideradas propiedad de Alemania y algunos de los generales se dispusieron a disfrutar enormes latifundios de su propiedad, en los que los habitantes indígenas trabajarían como esclavos.

Esa voluntad de rapiña, sin embargo, se aplicó de distinto modo en otras partes. Francia, por ejemplo, hubo de pagar los gastos de su ocupación por el Ejército alemán. El III Reich, además, se benefició de la importación de mano de obra extranjera, mal pagada o reducida a una condición servil. En 1944, siete millones de trabajadores extranjeros residían en Alemania, dedicados a incrementar la producción en las industrias bélicas o en actividades cuyo funcionamiento podía ser beneficioso para el esfuerzo económico general alemán. De los países que, "por causas raciales", fueron considerados como asimilables a Alemania, el caso más evidente fue el de Austria que, durante la guerra, acentuó su proceso de germanización. Algunos nazis austríacos desempeñaron importantes papeles en la estructura política del Reich. El destino de Dinamarca, Noruega y Holanda hubiera sido muy probablemente idéntico al de Austria si Hitler llega a ganar en la guerra pero, por el momento, no se optó por una misma solución. Dinamarca fue ocupada sin derramamiento de sangre y los alemanes no se molestaron en cambiar sus instituciones, hasta el punto de que en 1943 se realizaron unas elecciones, en las que, por cierto, el partido nazi apenas obtuvo un 2% del total de los votos. Sin embargo, apenas se ocultó que sería anexionada en un futuro y, a partir del verano del citado año, pasó de una administración dirigida por el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán a la administración militar.

En Noruega y en Holanda hubo colaboracionistas locales (Quisling en el primer caso y Mussert en el segundo). Pero, a pesar de que el primero -cuyo nombre se identificó en adelante con ese fenómeno político- había contribuido a la conquista del país, resultó preterido respecto de la pura ocupación militar. En Bélgica, es probable que Hitler pensara también en una asimilación. La ocupación, bajo el mando de un general muy benevolente que acabó conspirando contra el dictador, no supuso la desaparición de la Monarquía. El rey no participó en actos oficiales y, durante algún tiempo, mantuvo su popularidad hasta que se casó con la hija de un nacionalista flamenco. Fueron los grupos de esta significación quienes más colaboracionistas se mostraron con respecto al ocupante alemán. En las antípodas de estos países estaban los considerados inferiores. Si el Protectorado de Bohemia-Moravia tuvo una cierta autonomía, en Polonia, reducida a una mínima expresión, se manifestó una decidida voluntad de llevar a la población a unas condiciones de vida infrahumanas, con unos abastecimientos mínimos, prohibición de matrimonio hasta los 28 años y también de estudios para ejercer profesiones liberales. El destino de las zonas ocupadas de la Unión Soviética fue todavía peor, tal como se ha apuntado. El caso de los aliados balcánicos y centroeuropeos del Reich fue distinto. En estos países existían fórmulas muy conservadoras o autoritarias que eran compatibles con la existencia de minoritarios movimientos fascistas.

Muy a menudo, estas dos fórmulas no sólo resultaron incompatibles entre sí, sino que dirimieron sus discrepancias por medio de la violencia. Así, en Rumania, los militares se deshicieron de su enemiga la Guardia de Hierro fascista de Horia Sima, por procedimientos represivos que provocaron dos millares de muertos. Lo característico de Hitler es que, en un primer momento, prefirió contar con los sectores más conservadores que con los más fascistas. Así, pudo colaborar con Hungría, un régimen político muy particular que mantuvo a su frente a un regente, Horthy, a pesar de que no existía una monarquía y que conservó ciertas formas de parlamentarismo en el seno de la Europa fascista. Por otro lado, Hungría no se identificó por completo con la Alemania nazi: nunca le declaró la guerra a Polonia, aunque sí a la URSS (Bulgaria, en cambio, nunca estuvo en guerra con el gran vecino eslavo). En general, este tipo de regímenes acentuó su apariencia fascista a partir del momento de máximo esplendor alemán (1941), para luego tratar de desengancharse de un III Reich en declive. En Hungría, esta tendencia produjo la reacción contraria y el país acabó cayendo bajo el radicalizado poder de Szalasi, el líder local del fascismo, y su partido de los Cruces Flechadas. El caso de la Yugoslavia ocupada fue un tanto especial dentro de este conjunto, ya que fue desmembrada entre un Estado -Croacia- situado bajo la órbita italiana, que se extendió por toda la costa dálmata, y una Serbia administrada por el mando militar alemán.

La Grecia también ocupada, por su parte, sufrió amputaciones territoriales y firmó un armisticio pero tanto su Gobierno legítimo como su rey huyeron al exilio. De entre todos los países afectados por la expansión alemana, el caso más singular fue, sin duda, el de Francia. Su peculiaridad reside en que fue dividida en dos: una zona de ocupación militar y otra, relativamente autónoma, con capital en Vichy, en la que los gobernantes no pudieron ser asimilados, en un primer momento, al nazismo. Pétain, un héroe nacional, supuso un caso de colaboración pero no, como Quisling, de colaboracionismo. En un principio, casi todas las autoridades de la República francesa aceptaron la derrota e incluso el Parlamento concedió plenos poderes al mariscal (sólo un prefecto hubo de ser sustituido). Para Pétain, 1940 era una reedición de la derrota de 1870 y Francia debía someterse a una prolongada cura moral. Los colaboradores de Pétain fueron, como él, oportunistas carentes de principios -como Laval o Darlan- que se sustituyeron en el poder pero cuyo programa no varió en exceso. Con el paso del tiempo, el régimen de Pétain adoptó un tono cada vez más tradicionalista y conservador. La extrema derecha juzgó que la derrota había constituido "una divina sorpresa" (Maurras) de la que podía surgir la renovación total, pero nunca hubo un partido único sino, a lo sumo, una Legión formada por los excombatientes.

La prehistoria de la tecnocracia francesa o de la intervención del Estado en determinadas materias sociales hay que situarla en esta Francia. Curiosamente, los núcleos más fascistas de la política francesa (Déat, Doriot...) no residieron en Vichy, sino en París, donde también se mantuvo la embajada alemana. Núcleos estos que nunca fueron muy influyentes, porque a Hitler de momento le interesaba la conservación del derrotado y sojuzgado Estado Libre Francés. En resumen, como puede comprobarse, el panorama de la Europa dominada por Hitler fue un tanto caleidoscópico, aunque esta situación es muy probable que no estuviera destinada a durar. Aun así, el dominio alemán establecía una indudable homogeneidad que también se aprecia en la existencia, en grado muy variable, de movimientos de resistencia desparramados por toda la geografía europea. La guerra mundial fue una guerra civil europea en donde, a la existencia de una nacionalidad identificativa de la postura propia, se sumaba, además, la existencia de una ideología o incluso una religión que podía parecer contradictoria con ella. Ese tipo de enfrentamiento tuvo un componente de brutalidad hasta el exterminio en el seno de comunidades nacionales, rasgo que no se había manifestado durante la Gran Guerra. Si la espectacularidad de las victorias alemanas convirtió a antiguos socialistas -como el belga Henri de Man- en colaboracionistas con el vencedor, hubo también movimientos de resistencia, muy variables en el tiempo y el espacio.

En el caso de Francia, a la interpretación de Pétain se le contrapuso la de De Gaulle, para quien la guerra era mundial y 1940 no significaba otra cosa que una batalla más. De Gaulle, que en ocasiones justificó la postura de Pétain, acabó juzgando que "la vejez -la de su antagonista- es un naufragio". A menudo maltratado por los anglosajones (de Roosevelt dijo tener que soportar "un huracán de sarcasmos") incluso ni siquiera fue informado del desembarco en el Norte de África. Pero con su tenacidad consiguió conquistar para Francia un puesto de primera importancia en las relaciones internacionales de la posguerra. En Francia, sin embargo, la resistencia armada no fue nunca decisiva para la liberación en contra del ocupante alemán; incluso en un principio el propio De Gaulle vetó el empleo de la violencia. Si la Resistencia proporcionó mucha información a los aliados, sólo en 1943 tuvo unos efectivos armados de unas 150.000 personas, pero apenas causó un 2% de las bajas alemanas. La ferocidad de verdadera guerra civil que existió se demuestra, sin embargo, por el hecho de que unas 10.000 personas fueron ejecutadas sumariamente tras el desembarco aliado. De los países occidentales de Europa, el país en el que la guerra tuvo un mayor carácter de conflicto civil fue quizá Italia, donde el proceso de la liberación tuvo una mayor duración y el régimen fascista conservó el control de buena parte de la población.

Las unidades militares y policiales fascistas agruparon, hacia el final de la guerra, a 380.000 combatientes. Casi la mitad de los italianos muertos en la guerra lo fueron después del armisticio del verano de 1943. De ellos, unos 45.000 fueron partisanos y a ellos hay que añadir otros 10.000 civiles muertos en actos de represalia. Sin embargo, la guerra civil y la resistencia armada fueron mucho más importantes y tempranas en el Este de Europa. En la Unión Soviética, los partisanos pudieron contar con un cuarto de millón de efectivos, que motivaron desplazamientos de unidades alemanas enteras, aunque sólo consiguieron, de vez en cuando, cortar las comunicaciones. En Grecia, hubo pronto dos decenas de millares de combatientes, pero fue en Yugoslavia donde la lucha adquirió un tono más bárbaro. Los "ustachis" de Ante Pavelic, el líder fascista croata, llevaron a cabo la expulsión sistemática de la población musulmana y serbia. En Serbia, mientras tanto, existía una resistencia, envuelta a su vez en una guerra civil, entre partisanos comunistas, dirigidos por Tito, y los "chetniks" del dirigente monárquico Mihailovic. La cifra de muertos se aproximó, al final de la guerra, a los dos millones de personas, lo que se explica no por las grandes batallas -que no existieron- sino por la ferocidad de los combatientes que emplearon los campos de concentración de forma parecida a como lo hicieron los alemanes. El vencedor, Tito, fue también el único ejemplo de una revolución autóctona, no introducida en el Este de Europa por la fuerza de las armas soviéticas.

Si el "Nuevo Orden" se caracterizó en Europa por su pluralidad, la llamada "Esfera de Coprosperidad" que Japón intentó establecer sobre el Extremo Oriente también tuvo idénticos rasgos. Aunque los japoneses propulsaron con entusiasmo un antioccidentalismo exacerbado, en realidad explotaron hasta el extremo los recursos de los países que ocuparon. Sin embargo, al menos durante algún tiempo, lograron en varios lugares el apoyo de algunos líderes de la independencia frente a las tradicionales potencias coloniales. Éste fue el caso de Sukarno, dirigente independentista indonesio. También Chandra Bose, uno de los cabecillas independentistas de la India, fue colaborador de los japoneses. En una reunión celebrada en Tokio a fines de 1943, Bose declaró que la derrota del Japón supondría la dilación durante un siglo de la independencia de su país, cuando, en realidad, esto se produjo apenas dos años después. Lo cierto es, por tanto, que la conmoción creada por la ruptura del viejo orden colonial fue tan espectacular que nunca pudo ser reconstruido, ni siquiera tras la victoria aliada.

Obras relacionadas


Contenidos relacionados