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II Guerra Mundial

Desarrollo


La Primera Guerra Mundial había sido, sin duda, una guerra total, en el sentido de que todos los recursos fueron movilizados para la obtención de la victoria, pero la Segunda lo fue mucho más todavía, en el sentido de que las vidas privadas se vieron afectadas de una manera absoluta por ella. Un factor decisivo en la determinación del resultado de la guerra fue, por tanto, el grado de movilización de la retaguardia y éste dependió, en buena medida, del estado de ánimo de los que no estaban en primera línea de combate. En la retaguardia se produjeron, en fin, modificaciones en las formas de vida colectiva y en los modos de dirigir la política, que tuvieron repercusión sobre los acontecimientos militares o sobre la configuración de las realidades institucionales, una vez concluida la guerra. Como resulta necesario referirse, por lo menos de forma somera, a la retaguardia y cada país vivió la experiencia de la guerra de una manera muy peculiar, lo vamos a hacer agrupando a los principales beligerantes de acuerdo con el bando en que combatieron, lo que, por otro lado, coincide con su significación política. Alemania vivió de una forma aparentemente confortable toda la primera parte de la guerra. A diferencia de lo sucedido en 1914, las raciones alimenticias fueron abundantes, como si los dirigentes políticos temieran que una situación problemática pudiera tener idénticos resultados que en 1918.

No se movilizó a la mujer para las tareas productivas, en parte por cuestiones de principio pero también por la ausencia de perentoria necesidad. Speer, el ministro dedicado a la producción de guerra, cuenta en sus Memorias que la invasión de Rusia sirvió para que las clases altas del III Reich multiplicaran su servicio doméstico importando criadas ucranianas. Esta anécdota tiene en realidad más importancia de lo que puede parecer porque, en general, Alemania trasladó gran parte de su esfuerzo de guerra al trabajo forzado de personas de otra nacionalidad o raza. Tras esta apariencia, había realidades siniestras que eran padecidas no sólo por quienes eran considerados racialmente inferiores o por los vencidos, sino también por los propios alemanes. Nada más comenzada la guerra, se empezó a convertir en realidad la eutanasia que, desde siempre, estaba implícita en el ideario racista nazi. La confrontación bélica, inherente al pensamiento de Hitler, tuvo como consecuencia la exacerbación del totalitarismo y, por lo tanto, la marginación y trituración de cualquier competidor al poder del Estado. En las grandiosas planificaciones arquitectónicas que, en plena guerra, se hicieron y con las que Hitler quería remozar las ciudades alemanas después de la victoria final, no había lugar, por ejemplo, para los templos. La dictadura, por otro lado, multiplicó sus perversiones. Bajo la apariencia de una concentración de poder, en la práctica funcionaba como una especie de solapamiento perpetuo entre diversos feudos, con el resultado de la anarquía.

Aislado, dubitativo y en ocasiones histérico, Hitler se convirtió en prisionero del círculo cada vez más pequeño que le rodeaba, en el que jugó un papel creciente Martin Bormann. Sus órdenes en teoría no admitían réplica, pero con frecuencia ni siquiera llegaban a ser tomadas en consideración por los responsables de ponerlas en práctica. Si en un principio consiguió mantener la disciplina, cuando empezaron a producirse derrotas en el frente oriental las autoridades subordinadas incumplieron las órdenes de autoinmolación que el Führer quiso imponerles. Un importante interrogante acerca del III Reich durante la guerra reside en la aparente inexistencia de oposición interna. Hay que tener en cuenta, sin embargo, la dura represión que la llegada del nazismo impuso, así como el severo régimen del frente, que pudo suponer unas 15.000 muertes por razones disciplinarias, impuestas por la justicia militar. En realidad, existió una oposición, principalmente relacionada con círculos conservadores y religiosos, que en un principio habían colaborado con Hitler, desempeñaban tareas importantes en el Ejército o la Administración y acabaron conspirando contra el régimen. Hasta una quincena de intentos de asesinato del Führer fueron planeados por sus opositores, pero este mismo hecho testimonia la debilidad de la conspiración, porque presuponía que nada podía hacerse mientras él estuviera vivo. De todos modos, la intentona efectivamente realizada "Operación Walkiria", en julio de 1944, testimonia que la red había penetrado capilarmente en toda la estructura del régimen y que incluso era mayoritaria en algunos ámbitos.

7.000 personas fueron ejecutadas como consecuencia de la represión posterior a la intentona. Una Alemania que practicó, al menos, un cierto nazismo pasivo olvidó, en la posguerra inmediata, a estos opositores que tienen, sin embargo, el mérito de haber fundamentado su actitud en unos principios morales y en el repudio de la persecución antisemita. Las otras dos grandes potencias del Eje vivieron los comienzos de la guerra con la impresión de que no era necesario proceder a una movilización total de sus recursos. En Japón, esta conciencia se vio fomentada por el hecho de que el país tenía una tradición victoriosa en sus conflictos pasados y una tecnología militar avanzada en muchos terrenos. Por ello, tuvo una repercusión muy negativa el hecho de que los norteamericanos fueran capaces de bombardear el archipiélago. En la fase final de la guerra, el apego a tradiciones militares ancestrales hubiera podido favorecer una resistencia a ultranza que los norteamericanos temieron y que les llevó a decidir el uso de la bomba atómica contra el adversario. Pero, en Japón, el partido favorable al imperialismo agresivo nunca tuvo la hegemonía absoluta. El emperador, de esta manera, pudo contribuir a la petición de paz, aunque años atrás, él mismo no había puesto obstáculo alguno al desencadenamiento de la guerra. Italia tampoco sintió ninguna necesidad de imponer grandes sacrificios movilizadores en el momento de entrar en la guerra, pero su actitud fue mucho más inconsciente y escasamente previsora.

En 1940, el régimen era en general aceptado pasivamente, de modo que la coerción sólo era episódica. Tan sólo 1.200 de los 21.500 oficiales italianos pertenecían al partido, lo que indica la insuficiencia de un poder político que, sin embargo, en su momento había inventado el término "totalitario". Mussolini hubiera deseado en 1940 una guerra un poco más larga, para aprovechar mejor sus posibilidades de cara a la paz. La "guerra paralela" que intentó llevar le condenó a la condición de lastre de Hitler y redujo cada vez más su capacidad de acción. Ni siquiera cuando las cosas empezaron a ponerse difíciles para él, fue capaz de otra cosa que de hacer gestos, como enviar a sus ministros a los puestos de combate. Dentro del partido se apoyó en los más jóvenes, pero no dio el paso hacia un mayor totalitarismo y fueron los cuadros más antiguos quienes acabaron con él, en el verano de 1943. Por su parte, las democracias vivieron el conflicto bélico sin modificar el funcionamiento de sus instituciones. En Gran Bretaña y los Estados Unidos fue posible ir a la huelga en plena guerra y, por si fuera poco, se celebraron elecciones al mismo tiempo que se combatía en el frente. La prensa debatió sobre materias estratégicas y los dirigentes políticos recibieron críticas o fueron preguntados sobre materias muy delicadas. Pero, como contrapartida, también actuó la propaganda como medio de comprometer a la población en la tarea bélica.

En este sentido, jugó un papel decisivo el uso de la radio por parte de los dirigentes. También la radio fue el instrumento decisivo para que el ciudadano conociera las alternativas de las operaciones llevadas a cabo. Gran Bretaña, como sabemos, se movilizó en 1940 y lo hizo a conciencia. Fue ella quien soportó las peores condiciones bélicas durante los años centrales del conflicto: padeció las nuevas armas alemanas y muy severas privaciones en el abastecimiento alimenticio y de ropa. Sin embargo, no se manifestaron problemas de disgregación interna. El buen ánimo y la sensación de participar en una tarea colectiva, a pesar de que los comunistas hasta el verano de 1941 acentuaron las dificultades, se hicieron manifiestos, por ejemplo, en la disminución de las tasas de suicidio. En las elecciones parciales, los dos grandes partidos aceptaron no presentarse contra aquel que tuviera en sus manos el distrito disputado, pero a menudo aparecieron candidatos independientes. Los dos partidos tuvieron un comportamiento leal entre sí, a pesar del escaso aprecio que sus dirigentes mantenían entre ellos. La guerra, de todos modos, tuvo consecuencias políticas destinadas a aflorar en el futuro. Los sindicatos crecieron y, sobre todo, surgió la sensación de que la guerra debía tener consecuencias sociales importantes a medio plazo. A fines de 1942, el informe del liberal Beveridge, acerca de la posible configuración de un sistema de seguridad social "desde la cuna a la sepultura", obtuvo el apoyo de todos los partidos, de la inmensa mayoría de la población e incluso del Consejo de las Iglesias.

Había, pues, un consenso respecto a que, en el futuro, sería preciso llegar a él pero, de momento, las medidas que se tomaron fueron el producto de decisiones ocasionales y expeditivas más que de un programa articulado. El mismo Churchill, considerado como un excelente estadista de guerra, acabó por ser juzgado persona inapropiada para enfrentarse con los retos de la paz. Para el Imperio británico, el principal de ellos fue la disgregación de sus colonias. Si Canadá o Australia anudaron lazos más estrechos con la metrópoli por la sensación de tener una tarea común, en muchas colonias la guerra supuso la quiebra del vínculo colonial. En Egipto, por ejemplo, el rey Faruk y dos jóvenes oficiales de futuro político muy próspero -Nasser y Sadat- manifestaron veleidades germanófilas, en las que todavía fue más beligerante el gran Mufti de Jerusalén, la suprema autoridad musulmana en Palestina. Esta germanofilia era puro anticolonialismo, como acabaría por demostrarse al final de la guerra. En Sudáfrica los "afrikaaners", de origen holandés, fueron germanófilos e, inmediatamente después del armisticio, se harían con el poder político. En Estados Unidos, la guerra produjo algunos cambios importantes. En el terreno político, 110.000 japoneses de origen, que en su mayor parte eran norteamericanos de nacimiento, perdieron sus trabajos, propiedades y negocios y fueron internados en campos de concentración, a pesar de que nunca hubo peligro real de que se produjera un desembarco en la costa Oeste.

Pero si esto denotaba una actitud racista, de la que hay muchas pruebas, la condición de la población negra mejoraría gracias a su participación en las tareas bélicas. La costa del Pacífico se benefició del desplazamiento de la industria hacia allí por motivos bélicos. También en este caso hubo la conciencia de que la guerra implicaba de forma necesaria una cierta reforma social. La Declaración de Derechos del Soldado preveía estos cambios para la posguerra y por medio de ayudas directas. Aunque temió, probablemente en exceso, la penetración germanófila en América Latina, la política de Roosevelt no sólo no estuvo en ningún momento dirigida a mantener el colonialismo sino que, por el contrario, su contenido fue por completo contrario a él, siendo ésta una discrepancia profunda respecto a Churchill. La URSS, en fin, consiguió una movilización general contra el invasor que fue en gran medida la consecuencia de considerar que los alemanes eran aún peores que el régimen comunista. Existieron procedimientos expeditivos para eliminar la discrepancia, como destacamentos destinados a evitar que se produjera la desbandada de las tropas propias y el desplazamiento de pueblos enteros que no volverían a su lugar de origen hasta en los años sesenta o incluso los noventa, cuando en realidad no habían sido, en absoluto, culpables de traición. Pero la conversión del conflicto en la "Gran Guerra Patriótica" jugó también un papel de primera importancia en la agrupación de esfuerzos destinados a conseguir el triunfo bélico. La guerra mundial constituyó, en definitiva, para la Unión Soviética, una esperanza y fue un motivo de orgullo, derivación directa de los grandes sufrimientos padecidos durante ella.

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