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II Guerra Mundial

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Un historiador ha recordado, al referirse a la capacidad de Hitler para imaginar la forma de derrotar al adversario, la frase de Napoleón: "En la guerra, como en la prostitución, el mejor es el no profesional". Sin embargo, llegados al verano de 1940, quedaron demostrados los límites de tal afirmación. Para el Führer no existía otra posibilidad, producida la derrota francesa, que el reconocimiento por parte de Gran Bretaña de que tenía perdida la guerra. Por eso ni siquiera se habían elaborado unos planes mínimos para la invasión de las Islas y, cuando los británicos dieron la sensación de querer resistir, Hitler empezó por no creerlos, esperando que cambiaran de opinión porque -pensó-debían estar tratando de obtener mejores condiciones para la rendición. Pero muchos otros políticos en la Europa de entonces pensaron que el propósito de ofrecer resistencia a Hitler era ficticio o imposible. Así se explica el elevado número de los que, en estos momentos, estuvieron dispuestos a colaborar con el vencedor o a adecuarse a la situación producida por sus triunfos. Incluso quienes habían sido principales adversarios del nazismo ahora imaginaron poder adaptarse a la situación. Pero no lo hizo Gran Bretaña y ello se debió en gran parte a un hombre: Winston S. Churchill. A estas alturas de su vida era, para la opinión mayoritaria en su país, un político pasado de moda, buen orador pero con fama de ser demasiado independiente, aventurero en sus propuestas y, a menudo, un tanto insensato en la forma de llevarlas a cabo.

Pero en él Gran Bretaña encontró un líder en el momento más difícil de su Historia. En el preciso instante en que otros dirigentes tan sólo parecían capaces de deprimirse, él apareció con una sobreabundante energía para dirigir su país hacia la resistencia y la victoria. Supo prever la evolución de la mente de Hitler, concentrar todos los esfuerzos en derrotarle y, aunque se equivocó a menudo, conquistar el apoyo estable de hasta un 80% de la opinión pública británica a lo largo de toda la guerra. Pero, en realidad, después de un inicial titubeo, toda la clase dirigente británica le acompañó en la decisión de resistir en un momento en que parecía lejanísima la posibilidad de una victoria. Los debates en el seno del Gobierno tuvieron lugar durante tan sólo tres días en los últimos días de mayo y, a lo sumo, se pensó en oír propuestas de armisticio de Italia, antes de que ésta entrara en guerra. Algunas figuras preminentes del conservadurismo, como Lord Halifax, estuvieron tentadas de prestar oídos a las condiciones de Hitler para concretar en propuestas su propia victoria; es muy probable que hubieran sido generosas, pero también los laboristas y el propio Chamberlain se negaron a aceptar cualquier conversación. Las discusiones en el seno del Gobierno no adquirieron publicidad y los minoritarios aceptaron la decisión de la mayoría. Cuando, a mediados de julio, el Führer hizo una oferta solemne desde el Reichstag, la decisión británica estaba ya tomada y permaneció inalterable.

Había sido adoptada partiendo de unas presunciones estratégicas, elaboradas por el Estado Mayor, que de hecho se demostraron menos positivas de cuanto se había supuesto. Gran Bretaña podía resistir, se presumió, si tenía una aviación suficiente, lograba la ayuda norteamericana de forma estable, bombardeaba masivamente Alemania y lograba que se produjeran sublevaciones contra ella en el continente dominado. En realidad, sólo la aviación de caza respondió a estas esperanzas de forma inmediata. Aun así, la decisión de resistir estaba tomada y los británicos muy pronto dieron pruebas de ello. La destrucción de la Flota francesa en Mers-el Kebir -que De Gaulle percibió como un "hachazo" a las posibilidades de obtener un apoyo importante de sus compatriotas- lo testimonió. En junio mismo, en contra de todas las convenciones suscritas en la posguerra anterior, los británicos aprobaron incluso la utilización de gases asfixiantes para el caso de que los alemanes decidieran desembarcar en Gran Bretaña. El dirigente fascista británico Oswald Mosley fue detenido y con él centenares de sus partidarios. El duque de Windsor, cuya decisión de casarse con una divorciada, en la que tuvo el apoyo de Churchill, le había excluido del trono, hubiera podido aceptar una negociación con Hitler, pero fue prontamente enviado desde España hasta las Bahamas para apartarle de cualquier tentación proalemana. Si la clase dirigente política supo reaccionar en las gravísimas circunstancias en que se encontraba, fue porque también lo hizo la totalidad de la sociedad.

Nunca un país se había movilizado de una forma tan abrumadora para el combate, con la peculiaridad de que lo hizo manteniendo las instituciones democráticas e incluso celebrando periódicas elecciones parciales. La guerra de 1939 fue, en efecto, un conflicto de "guerreros desconocidos", como afirmó el propio Churchill. El escritor George Orwell, que trabajó de forma destacada para mantener y desarrollar un espíritu patriótico, aseguró que aquella era "la guerra de los ciudadanos". Según él, la reacción de los británicos ante el peligro había sido como la de un rebaño de ovejas ante el lobo. Se había producido un espontáneo agrupamiento y de él nació una fuerza colectiva que resultaría "semejante al despertar de un gigante". En efecto, fue así y bastan algunos datos para comprobarlo. La movilización de la mujer -hasta siete millones, incluidas mayores de 50 años- fue tan decisiva que su papel en la sociedad británica cambió de manera decisiva. Más de la mitad del gasto de la guerra fue cubierto con impuestos y el incremento de la superficie cultivada fue del orden del 50%. La resistencia de los británicos, en definitiva, se produjo porque tuvieron la sensación inequívoca de estar desarrollando una tarea colectiva en la que se jugaban, en última instancia, su propio destino individual. Hitler tardó mucho en darse cuenta de la decisión británica: sólo a principios de julio dio la orden de que se elaborara un plan estratégico para ocupar las islas Británicas.

Fue la operación "León marino" que, en realidad, era de una sencillez incluso elemental. Consistía en reunir en el Canal de la Mancha un número elevado de embarcaciones de todo tipo y tamaño y con ellas proceder a la invasión. Mediante campos de minas se evitaría la intervención de la Flota británica, creando unos pasillos a través de los cuales se conseguiría el paso de los invasores. No se ocultó, en absoluto, la planificación militar de la operación, para la que se requirió el envío de divisiones italianas y la mayor parte de los submarinos de esta nacionalidad. La operación siempre fue considerada extremadamente problemática por la dirección de guerra alemana. Era poco probable que los campos de minas detuvieran a la Flota británica pero, sobre todo, la diferencia entre las disponibilidades de recursos navales entre los alemanes y los británicos era tan considerable que la operación resultaba impensable en este momento. Alemania, en efecto, nunca había tenido una flota que superara algo más de un tercio del tonelaje de la británica y ahora, tras la campaña de Noruega, la diferencia era todavía mayor: sólo llegaba al 15% de la adversaria. La operación "León marino" hubiera sido posible tan sólo en la primavera de 1941, previa una concentración del esfuerzo militar alemán en conseguir, si no la superioridad, al menos una cierta equiparación en el mar. De todos los modos, un requisito previo y todavía más imprescindible era la abrumadora superioridad aérea, que los alemanes daban ya por conseguida cuando lo cierto era, sin embargo, que los últimos combates habían empezado a desmentirla.

En el momento de reembarque del Ejército británico en Dunkerque, se había puesto de manifiesto que la aviación británica podía codearse perfectamente con la alemana, sin que, no obstante esta realidad, apareciera de forma tan clara, dado el hecho de que aquélla fue una severa derrota para los ingleses. Goering se atrevió a asegurar ante Hitler que le bastaban cinco semanas para acabar con el arma aérea británica, pero desde un principio estuvo claro que la realidad iba a ser mucho más complicada. La denominada Batalla de Inglaterra se inició en la segunda semana de julio y se intensificó de manera especial a partir de mediados del mes siguiente. En un principio, los alemanes actuaron de una forma un tanto carente de planificación, lo que quizá se explica porque creyeran que les bastaba la exhibición de su propia fuerza para que el adversario se decidiera a negociar; incluso no llegaron a emplear a fondo la totalidad de sus recursos. Luego, la presión germana se dirigió a los aeropuertos británicos, para destruir el arma aérea adversaria, y, finalmente, desde comienzos de septiembre, los bombardeos se centraron en Londres. Fue probablemente de una manera casual como se llegó a concentrar la capacidad ofensiva en la capital británica: cuando un primer bombardeo fue respondido por los británicos en Berlín, Hitler decidió reducir Londres a escombros. Pero el sufrimiento de su capital, principalmente como consecuencia de bombardeos nocturnos, permitió a los británicos la conservación de sus aeropuertos y por tanto, la supervivencia de su arma defensiva.

Curiosamente, cuando los alemanes consiguieron los mejores resultados fue a lo largo del mes de septiembre: el último día de este mes lograron casi igualar su número de bajas con las del adversario. A estas alturas, era ya impensable que se pudiera producir el desembarco en Gran Bretaña, dadas las condiciones climáticas reinantes. Dos semanas después, el mando alemán decidió posponer de forma temporal las operaciones de invasión. Ya nunca más volvieron a ser consideradas como de inminente ejecución. En la Batalla de Inglaterra, los alemanes partieron de determinadas ventajas que, sin embargo, para su sorpresa, resultaron insuficientes. Sus aviones tenían mejor armamento que los británicos y disponían, además, de mayor número de pilotos. También, en el transcurso de las operaciones organizaron un sistema de recuperación de los pilotos derribados que superó netamente al puesto en práctica por el enemigo. Pero todo eso estuvo lejos de bastarles. Los británicos utilizaron de forma más intensiva sus recursos humanos, lo que explica la frase de Churchill acerca de que nunca tantos habían debido tanto a tan pocos. Este mejor uso de los recursos se explica debido a causas objetivas, como es la mayor cercanía de las bases propias, pues el modesto radio de acción de los bombarderos alemanes sólo les permitía estar poco más de una hora sobre el cielo de Londres. También las condiciones meteorológicas les favorecieron. Pero, además, los británicos fueron también superiores en otros aspectos.

Sus aviones eran más manejables y rápidos y tenían la suficiente potencia de fuego como para convertir en vulnerables a los bombarderos alemanes, que debieron ir siempre protegidos por cazas. De aquéllos, los que habían resultado más efectivos hasta el momento para el combate en el campo de batalla -los de asalto o "stukas"- resultaban poco menos que inservibles para el propósito en que eran empleados sobre Gran Bretaña. La gran superioridad británica, sin embargo, fue la relativa a su información. Disponía de radar, aspecto en el que los alemanes estaban en mantillas, su servicio meteorológico era mucho mejor y sus comunicaciones por radio estaban más avanzadas. Por si fuera poco, el desciframiento de las claves del adversario les permitía conocer el camino que podían seguir las ofensivas enemigas mientras que los alemanes, por ejemplo, siempre se atribuyeron unos daños hechos al adversario muy superiores a los reales. El aspecto, sin embargo, en el que los alemanes estuvieron más engañados fue acerca de su superioridad industrial. Alemania siempre pensó que el número de aparatos que Gran Bretaña era capaz de producir era la mitad de la cifra real. La decisión de resistir a ultranza, la concentración de esfuerzos y la buena gestión de lord Beaverbrook al frente del Ministerio británico de Armamento tuvieron como consecuencia un "milagroso" incremento del número de aviones fabricado por este país. En el año 1940, en que Alemania debía conquistar la abrumadora superioridad aérea si quería conquistar las islas produjo 3.000 aviones, mientras que su adversario fabricó 4.300. El resto de las circunstancias tendía, además, a hacer más difícil el designio alemán. No era infrecuente que las bajas propias fueran el doble que las británicas, lo que convertía en imposible el desembarco. En total, entre julio y octubre de 1940, los alemanes perdieron algo más de 1.700 aviones mientras que los británicos sólo unos 900. Gran Bretaña había resistido al peor embate de su Historia y también lo había superado la propia democracia.

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