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Felices 20

Desarrollo


A lo largo de los años treinta, la situación internacional empeoró de forma sustancial, sobre todo tras el triunfo de Hitler en Alemania. La guerra, o la amenaza de guerra, reapareció como factor principal en las relaciones internacionales. Significativamente, la Conferencia de Desarme de la Sociedad de Naciones antes mencionada, se disolvió en 1934 sin que se hubiese logrado acuerdo alguno. Cronológicamente, la primera crisis alarmante fue la llamada "crisis de Manchuria" de 1931, cuando las tropas japonesas allí estacionadas extendieron su control sobre la región como castigo por la explosión que se había producido el día 18 de septiembre al paso de un tren militar japonés. La crisis demostró la incapacidad de la Sociedad de Naciones -cuya intervención solicitó China- para hacer efectivo el principio de la seguridad colectiva. La Sociedad nombró una Comisión, presidida por lord Lytton, y logró que Japón se retirase de Shanghai (atacada a principios de 1932). Pero no impuso sanción alguna a Japón ni entonces, ni cuando en febrero de 1933 hizo de Manchuria el Estado satélite de Manchukuo, ni más tarde cuando en 1937 estalló la guerra abierta entre Japón y China. La crisis de Manchuria sancionó, por tanto, el derecho de la fuerza y creó un gravísimo precedente. La llegada de Hitler al poder el 30 de enero de 1933 desestabilizó el equilibrio europeo. Hitler significaba -y nadie podía ignorarlo- la denuncia del Tratado de Versalles, el rearme alemán, la idea del Anschluss (unión) con Austria, una amenaza cierta sobre los Sudetes, el enclave alemán en Checoslovaquia, y sobre Danzig, puerto también alemán enclavado desde 1919 como "ciudad libre" dentro de territorio polaco, y aún la posibilidad de que Alemania buscase para sí un "espacio vital" (Lebensraum) en las regiones eslavas del este de Europa.

Hitler no perdió el tiempo. El 14 de octubre de 1933, Alemania abandonó la Conferencia de Desarme y la Sociedad de Naciones. En enero de 1935, recuperó el Saar tras un plebiscito. El 15 de marzo de ese año, Hitler repudió de forma expresa el Tratado de Versalles, restableció el servicio militar, anunció la formación de un Ejército de medio millón de hombres y reveló la existencia de la Luftwaffe y planes para la construcción de una nueva marina de guerra (que, tras el acuerdo naval con Gran Bretaña de 18 de junio de 1935, aceptó en principio reducir a una tercera parte de la flota británica). La comunidad internacional no supo reaccionar con firmeza. El problema estuvo en la distinta percepción que de la significación de Hitler hubo entre las principales potencias, y en las diferencias que entre ellas existieron a la hora de articular respuestas consistentes y coordinadas. Francia, una Francia dividida y debilitada por sus propios problemas internos, volvió a su tesis tradicional de aislar a Alemania y de cercarla a través de la colaboración con Gran Bretaña, la aproximación a Italia y activando una política de alianzas con países del Este europeo. Louis Barthou, el inteligente diplomático que estuvo al frente de Exteriores en 1934, estrechó lazos con los países de la Pequeña Entente (Checoslovaquia, Rumanía, Yugoslavia) y con Polonia, y preparó un pacto con la Unión Soviética que firmaría, en mayo de 1935, su sucesor Pierre Laval. Los líderes británicos (MacDonald, Baldwin, Simon, Neville Chamberlain, Hoare, Halifax) tuvieron que contar con una opinión pública mayoritariamente pacifista y con la existencia de círculos influyentes proclives al entendimiento con Alemania; en todo caso, se vieron absorbidos nuevamente por los problemas coloniales (India, Palestina).

Gran Bretaña trató de eludir la confrontación directa con Hitler, aunque inició pronto un prudente rearme. Algunos de los hombres que en la década estuvieron al frente del Foreign Office (como John Simon, Samuel Hoare, Lord Halifax y con ellos, Neville Chamberlain, primer ministro entre 1937 y 1940) creyeron que una política de concesiones podría satisfacer las aspiraciones alemanas y que incluso acabaría por hacer que Alemania volviera a la Sociedad de Naciones y a las negociaciones de desarme. En todo caso, Gran Bretaña se mostró dispuesta a apoyar a Francia en caso de agresión directa por parte de Alemania, pero no a acompañarle en su política en el Este de Europa, y descartó la idea de ir a una nueva guerra europea por problemas que se derivaran de los conflictos en esa región (como quedaría de relieve en la crisis de Checoslovaquia de 1938). Italia, temerosa de que Hitler procediera a la unión austro-alemana, quiso hacer de la colaboración entre los cuatro (Italia, Gran Bretaña, Francia y Alemania) el fundamento de un nuevo equilibrio europeo. Pero la idea, que pareció posible tras la firma del llamado Pacto de Roma de 15 de julio de 1933, fracasó por la propia actitud alemana: quedó descartada tras el intento de golpe de Estado de los nazis austríacos de julio de 1934, tras de lo cual se vio la mano de Alemania. Italia buscó entonces, primero, el entendimiento con Francia, para lo que encontró un buen interlocutor en Pierre Laval, ministro de Asuntos Exteriores de noviembre de 1934 a enero de 1936 (y jefe del gobierno francés desde junio de 1935 a enero de 1936), política que se materializó en los acuerdos bilaterales entre ambos países de enero de 1935.

Luego, favoreció la formación de un frente entre Gran Bretaña, Francia y la propia Italia, el llamado "frente de Stresa", por el lugar donde, en abril de 1935, tuvo lugar la conferencia correspondiente para hacer frente a una futura agresión alemana. Pero el "frente" se desintegró rápidamente. En junio de 1935, Gran Bretaña negoció unilateralmente -y sorprendentemente, pues se trataba de una violación del Tratado de Versalles- el "acuerdo naval" con Alemania más arriba mencionado. Peor aún, en octubre de ese año, Mussolini, tomando como pretexto ciertos incidentes fronterizos entre tropas etíopes e italianas, invadía Abisinia (Etiopía). La invasión, a la que ya hubo ocasión de referirse al estudiar el fascismo italiano, fue mucho más que una violación flagrante del derecho internacional y que un acto gratuito de agresión y violencia (perpetrado, además, con el más moderno material destructivo ideado hasta la fecha: tanques, aviación, lanzallamas, gas). Fue un desafío abierto -y un golpe definitivo- a lo que pudiera aún quedar de autoridad de la Sociedad de Naciones: puesto que los dos países implicados eran miembros de ésta, la invasión de Abisinia puso en evidencia la total incapacidad del organismo para prevenir y castigar la guerra. En efecto, la Sociedad de Naciones, reunida en asamblea el 7 de octubre de 1935, acordó, tras un emotivo discurso del Emperador etíope Haile Selassie, declarar a Italia "agresor" y aprobó la imposición de "sanciones económicas" contra ella.

Pero, primero, la Sociedad de Naciones tardó más de un mes en hacer efectivo el embargo; segundo, éste fue desobedecido por Alemania y Austria; tercero, se excluyeron de las sanciones productos tan esenciales como el petróleo, el acero y el carbón; cuarto, Italia siguió abasteciendo a sus tropas en Abisinia desde sus colonias en Eritrea y Somalia; y quinto, Gran Bretaña no cerró el canal de Suez al tráfico italiano. Más aún, en diciembre de 1935, la prensa internacional filtró los detalles de un posible pacto sobre Abisinia diseñado por los ministros de Exteriores británico y francés (Hoare y Laval) que preveía entregar a Italia las dos terceras partes de Abisinia a cambio de facilitar a este país una salida al mar. El proyectado "pacto Hoare-Laval" -que indignó a la opinión internacional y forzó la dimisión de los dos ministros responsables- pretendía mantener a la Italia fascista dentro de la órbita occidental. Pero en la práctica, vino a condonar un brutal acto de fuerza. Además, el pacto, aunque frustrado, era premonitorio. Revelaba que Gran Bretaña y Francia podrían optar por una política de apaciguamiento hacia los dictadores, una expresión que empezó a utilizarse ya por entonces, aunque luego se asociaría a la política y personalidad de Neville Chamberlain. De momento, la crisis de Abisinia tuvo una primera y catastrófica derivación. Mussolini, insatisfecho con la conducta de Gran Bretaña y Francia, que acabaron sumándose a las sanciones, basculó definitivamente hacia su único valedor internacional en aquel conflicto, la Alemania de Hitler.

Italia y Alemania colaboraron ya decididamente en la guerra civil española (1936-39), apoyando abiertamente el levantamiento del general Franco. En octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron el "Eje Berlín-Roma" e Italia abandonó la Sociedad de Naciones a fines de 1937. Japón se aproximó al Eje tras firmar con Alemania (25 de noviembre de 1936) el "Pacto Anti-Comintern". Italia y Alemania suscribieron una alianza formal -"el Pacto de Acero"- en marzo de 1939; Japón se incorporó a ella al año siguiente. Por un lado, por tanto, la debilidad de la Sociedad de Naciones y las evidentes contradicciones en que se movían Gran Bretaña y Francia -mientras Estados Unidos permanecía al margen de la política europea y la Unión Soviética sólo empezaba a salir de su aislamiento- reforzaron los planes de la política exterior de Hitler. Luego, enseguida lo veremos, la "política de apaciguamiento" hizo el resto. La escalada de la tensión resultó incontenible. En marzo de 1936, tomando como pretexto el acuerdo franco-soviético de 1935 -que según Alemania violaba los acuerdos de Locarno-, tropas alemanas ocuparon, entre el entusiasmo de la población, la zona desmilitarizada del Rin. El acto destruía literalmente el sistema de Versalles. Gran Bretaña no hizo nada (y probablemente, una buena parte de la opinión no condenó el acto, que hasta fue visto como un derecho de Alemania). Francia se limitó a reforzar su estrategia defensiva en la región, esto es, a ampliar la serie de fortificaciones que había empezado a construir en 1929 el entonces ministro de la Guerra, André Maginot.

Italia estaba implicada en Abisinia. Durante la guerra civil española, Gran Bretaña y Francia trataron de localizar el conflicto e, impulsando una política de neutralidad y no intervención, impedir que la guerra española pudiera desembocar en una conflagración europea. Por su iniciativa, la Sociedad de Naciones creó (septiembre de 1936) un Comité de No-Intervención, con sede en Londres. La iniciativa fue poco menos que una burla. Alemania e Italia, que en teoría aceptaron la resolución, violaron cínicamente el acuerdo enviando armas, soldados y asesores a Franco (unos 70.000 soldados italianos; unos 10.000 técnicos y aviadores alemanes); la República española sólo recibió la ayuda de la Unión Soviética. El uso de la fuerza determinaba la política internacional; la seguridad colectiva era ya un concepto inoperante. El peligro de una nueva guerra mundial era evidente. El deseo de evitarla fue precisamente lo que decidió al nuevo primer ministro británico, Neville Chamberlain (1869-1940), que llegó al poder el 25 de mayo de 1937, a adoptar una política de conciliación hacia los dictadores, una "política de apaciguamiento", que era, al tiempo, una política exterior más activa que la de su predecesor Baldwin, y que iba acompañada de un nuevo impulso al reforzamiento militar británico. La "política de apaciguamiento", sin embargo, no pudo evitar la guerra. Hasta cierto punto la hizo inevitable, dando la razón a quienes como Winston Churchill -el dirigente conservador británico apartado del gobierno de su país desde 1929- habían reclamado políticas de firmeza contra las agresiones de Hitler y Mussolini.

Así, Hitler volvió en 1938 su estrategia hacia el centro y este de Europa, dos áreas que de siempre habían sido objeto de las ambiciones hegemónicas alemanas. En Austria -donde los nazis ambicionaban imponer precisamente aquella unión entre los dos países ("Anschluss") prohibida en los tratados de 1919- Hitler contaba ahora con una baza adicional: la neutralidad de Italia (con la que no había podido contar en julio de 1934; entonces, Italia estuvo incluso dispuesta a intervenir militarmente para impedir el triunfo del intento de golpe pro-nazi que se produjo en la república austríaca en aquella fecha). En febrero de 1938, Hitler impuso al canciller austríaco Schuschnigg la legalización del partido nazi, prohibido desde 1934, y su participación en el poder mediante la incorporación de su líder, Arthur Seyss-Inquart, al gobierno como ministro del Interior. Schuschnigg trató de resistir y de organizar un plebiscito sobre la independencia austríaca. Pero ante la amenaza de intervención militar alemana dimitió. Su sucesor, Seyss-Inquart, pretextando que la seguridad de su país estaba amenazada por la agitación interna, solicitó ayuda a Hitler: el 12 de marzo de 1938, tropas alemanas entraron en Austria, aclamadas por la mayoría de la población, y Seyss-Inquart proclamó, el día 13, el "Anschluss". El gobierno británico, presidido ya por Chamberlain -con Halifax en Exteriores- protestó. Francia, que carecía prácticamente de gobierno en aquel momento, aún hizo menos.

Hubo, pues, una aceptación "de ipso", del hecho consumado. En Checoslovaquia, nuevo objetivo de la estrategia alemana, el pretexto de intervención lo proporcionó la agitación que en demanda, primero, de la autonomía, y luego de la independencia de los Sudetes (región donde vivían unos 3 millones de alemanes), realizó desde 1934, con apoyo alemán, el Partido Alemán-Sudete. La agitación provocó graves y frecuentes disturbios y culminó cuando en septiembre de 1938 el gobierno checo declaró el estado de guerra en la provincia. La posibilidad de que, en caso de intervención militar alemana -que Hitler anunció reiteradamente- el conflicto derivara en una guerra europea era, si cabe, mayor que en la crisis austríaca: las fronteras checas estaban garantizadas por los tratados de Locarno; Checoslovaquia había firmado acuerdos defensivos con Francia y con la URSS. Fue eso precisamente lo que llevó a Chamberlain a mediar en el conflicto. En agosto de 1938, envió una misión, presidida por lord Runciman, que pareció inclinarse por las tesis independentistas de los nazis sudetes. En septiembre, Chamberlain asumió personalmente la responsabilidad, poniendo en marcha, primero, una diplomacia de relación directa entre él y el propio Hitler (con el que se entrevistó sin éxito los días 15 y 22 de aquel mes); promoviendo luego, con la colaboración de Mussolini (con quien Chamberlain, deseoso de romper el eje Berlín-Roma, había establecido una aceptable comunicación personal), una reunión entre los cuatro grandes de la política europea (Chamberlain, Hitler, Mussolini y Daladier, el primer ministro francés) que se celebró el 29 de septiembre en Munich.

En Munich se acordó transferir los Sudetes a Alemania, parte de Rutenia a Hungría y Teschen a Polonia, a cambio de la garantía de los cuatro a la independencia de Checoslovaquia. La reunión se cerró con la declaración que Hitler y Chamberlain firmaron el día 30 expresando su voluntad de no ir jamás a la guerra. De la solución acordada en Munich, Chamberlain dijo que creía que era la paz para nuestro tiempo. Churchill y ocupó Danzig. El día 3, Gran Bretaña y Francia declararon la guerra a Alemania. La II Guerra Mundial había comenzado.

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