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Crisis pensamiento

Desarrollo


En Estados Unidos y en Inglaterra, la crisis de los años treinta generó, además, la aparición de una verdadera "cultura de la Depresión". Ello tuvo que ver con la mayor gravedad de la crisis en aquellos países. Pero tuvo también que ver, y mucho, con algunos rasgos diferenciales fundamentales de la tradición cultural anglosajona. Porque fue el empirismo desideologizado y pragmático, aunque profundamente ético, de dicha tradición lo que hizo que apareciera una literatura realista, descriptiva, muy próxima al documental, y como tal, carente de explicaciones y reflexiones trascendentes y metafísicas. Esa misma tradición empírica explicaría -además- que fuera precisamente en Inglaterra donde el debate se planteara en términos prácticos de teorías y políticas económicas y donde se formulara, como veremos, la respuesta más sólida y eficaz a la crisis. La literatura de la Depresión fue copiosísima. Erskine Caldwell (Tobacco Road, 1932), James T. Farrell, autor de la trilogía Studs Lonigan (1932-35), cuyo último volumen describía la destrucción del protagonista en el Chicago de los años 30, James Agee, Henry Roth, Mike Gold, Richard Wright, en Estados Unidos; y George Blake -autor de varias novelas sobre la crisis en los astilleros del Clyde, en Glasgow-, Phyllis Bentley, H.V. Hodson y Richard Llewellyn (Qué verde era mi valle, 1939), en Inglaterra, escribieron novelas relacionadas con aquélla. El mismo realismo social de obras como la trilogía U.

S.A. (1930-36), de John Dos Passos, o como las novelas "negras" de Dashiell Hammett, publicadas entre 1929 y 1934, respondía al clima ideológico y social generado por la crisis (que afloraba, de alguna manera, incluso en novelas como Suave es la noche, de 1934, y El último magnate, de 1940, de Scott Fitzgerald, el novelista tenido tópicamente por el mejor representante de la frivolidad de los años 20). Pero tres obras sacudieron la conciencia del público lector inglés y norteamericano. En Love on the Dole (Amor en el paro, 1933), Walter Greenwood, un escritor de Manchester con experiencia personal de la vida obrera, contaba con verismo y crudeza insuperables la historia de la destrucción de las ilusiones y esperanzas vitales y de la progresiva degradación moral de los jóvenes de una localidad obrera cercana a Manchester, golpeada por la crisis y condenada al paro, la miseria, los subsidios de subsistencia, los prestamistas, la protesta estéril y la corrupción. George Orwell (1903-1950) hacía referencia a él en su obra El camino de Wigan Pier, la segunda de las tres obras aludidas. Orwell, además, fue un caso aparte en los círculos intelectuales británicos. Radical y socialista como tantos otros intelectuales de su generación -lucharía, como ya se ha dicho, en la guerra de España y resultaría gravemente herido en ella-, su concepción moral de las cosas, su manera de entender la independencia intelectual, le llevarían a asumir sus compromisos con una autenticidad insobornable y a convertirle en un hombre incómodo hasta para la propia izquierda.

El camino de Wigan Pier sería su primer aldabonazo. Luego seguirían la denuncia de la política de los comunistas en la guerra de España (Homenaje a Cataluña), la sátira de la revolución rusa (Rebelión en la granja) y la advertencia contra la amenaza del totalitarismo (1984). La primera parte de El camino de Wigan Pier era un reportaje directo, de primera mano, de la vida de los trabajadores de la localidad minera de Wigan, de las viviendas miserables carentes de todo servicio higiénico, de los salarios de hambre, de la dureza del trabajo en las minas (Orwell convivió durante días con familias de mineros), de los accidentes, de las enfermedades pulmonares, de la infraalimentación, de una mentalidad endurecida y primaria y del efecto devastador que la crisis económica estaba teniendo sobre los mineros de la zona. El libro -escrito en una prosa directa, escueta, precisa- parecía exponer, por su misma crudeza, lo que de artificiosidad y superficialidad podía haber en el radicalismo verbal de los poetas de clase media alta, de los jóvenes aristócratas marxistas de Oxford y Cambridge y de los intelectuales izquierdistas de la burguesía acomodada británica. Eso fue lo que el autor hizo en la segunda parte del libro. En ella, Orwell explicaba su propia evolución hacia el socialismo (y reconocía con su sinceridad característica sus muchos prejuicios de clase y educación respecto a los trabajadores), daba la voz de alarma ante el creciente divorcio que se estaba produciendo entre el socialismo y los trabajadores, y responsabilizaba de ello principalmente al verbalismo inocuo y abstracto de unos intelectuales de izquierda -a los que Orwell satirizaba con mordacidad implacable educados en las aulas universitarias, cómodamente instalados en la prosperidad de las clases medias y ayunos de todo conocimiento directo de la vida de los obreros de las fábricas y las minas.

La tercera de aquellas tres obras, la novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira (1939), no tenía esa doble dimensión del libro de Orwell. Era una novela en la línea del testimonialismo directo de Greenwood si bien, lógicamente, en un medio muy distinto y con unas características literarias e ideológicas también muy diferentes. Narraba la historia de la emigración de una familia de colonos pobres de Oklahoma -los Joad, a los que la depresión había hecho perder sus tierras- desde su región de origen a California. Era la historia de un viaje épico, heroico -tres generaciones hacinadas en una vieja camioneta sin apenas víveres ni dinero- a través de las montañas y del desierto en busca de trabajo, fortuna y de la propia rehabilitación familiar y que llevaría, sin embargo, a la explotación, a la marginación social y legal, a la represión, la miseria, el hambre y la muerte. De todo ello, Las uvas de la ira -la ira que germinaba en el corazón de los explotados- suponía un testimonio sobrecogedor. Pero Steinbeck no cerraba la puerta a toda esperanza. Su idealismo agrarista haría que la solidez de los valores campesinos permitiese a la familia Joad salvar, frente a tanta adversidad, la integridad y la dignidad del núcleo familiar y aun ofrecer a otros más necesitados la generosidad de su ayuda. Otras formas artísticas se ocuparon igualmente de la crisis. En 1931, se fundó en Estados Unidos el Group Theatre para producir obras de significación social.

Uno de sus miembros Clifford Odets (1906-1963) escribió en 1935 los dos mejores textos de aquel teatro de protesta social, Waiting for Lefty (Esperando a Lefíy) y Awake and Sing (¡Despertad y cantad!), en los que abordaba temas directamente relacionados con las secuelas de la crisis económica (como la huelga de taxistas de Nueva York, asunto de la primera de aquellas obras), labor sin paralelo en el teatro europeo (Giraudoux, Salacrou, Noel Coward...) que, con independencia de su indudable calidad literaria, siguió rumbos, muy distintos: ni siquiera Brecht, cuyo gran teatro épico sería algo posterior, ni el autor irlandés Sean O'Casey, ambos militantes comunistas, llegarían a un realismo social tan directo. Odets y otros colaboradores suyos -como él, filocomunistas- se incorporaron a Hollywood en 1935, colaborando en el guión de la película El general murió al amanecer (1936), de Lewis Milestone, uno de los directores más próximos a la izquierda en el cine norteamericano de los años treinta, como demostraría en sus films Sin novedad en el frente (1930), Primera plana (1931) y Halleluja I'am a Bum (1933), un musical de la Depresión. El cine de Hollywood, y el cine en general, sufrió ciertamente los efectos de la crisis, aunque sólo fuese porque ésta afectó profundamente a su misma estructura económica: en 1931, por ejemplo, la asistencia a salas comerciales en Estados Unidos había disminuido en un 40 por 100 y en Francia la industria cinematográfica estaba, en 1935, al borde del colapso.

La reacción del cine ante la Depresión económica fue ambigua y contradictoria. De una parte, la propia necesidad de supervivencia de la industria -en Hollywood trabajaban en los años treinta unas 10.000 personas, llevó a los productores a promover un cine estrictamente comercial orientado a conquistar con fórmulas poco exigentes intelectualmente aunque cinematográficamente óptimas, el gran mercado del entretenimiento de masas. Los años treinta conocieron el gran auge del musical (Busby Berkeley, Fred Astaire-Ginger Rogers), del cine cómico (Chaplin, hermanos Marx), del cine, policíaco, de la comedia ligera (los films de Capra, principalmente), del cine fantástico (como King Kong, 1933), del cine de aventuras y sobre todo "westerns", y del melodrama amoroso, a veces combinado con novela histórica romántica, como en Lo que el viento se llevó, de 1939, sin duda el éxito de masas de toda la década. Fuera de Hollywood, los treinta fueron los años del poético encanto del cine de René Clair en Francia, y de la divertida ironía de los primeros films de suspense de Hitchcock en Inglaterra. Pero al tiempo, el cine no pudo permanecer ajeno al clima de preocupación e incertidumbre creado por la crisis y el desempleo. El cine de "gansters" -con films clásicos, como El enemigo público, de William Wellman, Hampa dorada, de Mervin Le Roy, y Scarface, de Howard Hawks- expresaba de alguna forma la crisis moral de un país, Estados Unidos, que vivía dramáticamente el fin de la prosperidad de los felices años veinte.

Los tipos femeninos creados por Jean Harlow y Mae West, siempre rozando la prostitución y el crimen, o los creados por Joan Crawford -mujeres decididas y ambiciosas- reflejaban a su modo las presiones que la situación histórica creaba a la mujer en el momento que comenzaba su incorporación a la vida social y al trabajo. Directa o indirectamente, la Depresión se asomó a las pantallas: en escenas de barrios miserables, como en Angeles de cara sucia, de Michael Curtiz, en sátiras de la vida industrial (Tiempos modernos, de Chaplin, de 1936), en adaptaciones de novelas como Las uvas de la ira (realizada por John Ford en 1940) y hasta en comedias y musicales como, por ejemplo, Hard to Handle y Gold Diggers of 1933, ambas de Mervin Le Roy. En Francia, no todo fue la poesía amable de René Clair. El naturalismo de los films de Jean Renoir y de los ensayos de cine negro de Carné, Prévert y Duvivier era una forma de abordar la crisis que afectaba a todo el orden social y moral. Como testigo de la Depresión, la fotografía fue ciertamente más explícita. James Agee utilizó fotografías de Walker Evans en su libro Alabemos ahora a los hombres célebres (1941), un documental sobre la vida de tres familias de campesinos pobres del sur de Estados Unidos (como los Joad, de Steinbeck). Las 270.000 fotografías realizadas por Walker Evans, Ben Shahn, Dorothea Lange, Russell Lee y demás fotógrafos del Farm Security Administration norteamericano entre 1935 y 1942 supusieron una verdadera encuesta fotográfica de la recesión, del paro, del hambre, de la miseria, de los años negros norteamericanos, con una calidad, además, tanto estética como documental excepcionales.

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