El altar de Zeus y la segunda escuela pergaménica

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Rango

Pérgamo

Desarrollo


La construcción del impresionante edificio del Altar de Zeus en Pérgamo, hoy tesoro del Museo de Berlín, debió comenzar poco después del 190 a. C., cuando la conclusión de las nuevas murallas permitiese destruir parte de las anteriores y obtener así el espacio suficiente. Sabemos que en el 181 a. C. se crearon o renovaron unas fiestas locales, las Niceforias, en las que los pergaménicos celebraban la victoria de Atenea sobre los Gigantes entregando a la diosa una corona. Es posible que esta ocasión supusiera el inicio de las obras. El Altar de Pérgamo sigue un esquema que ya tenía precedentes, pero con una relación de alturas desacostumbrada: en lugar de un friso bajo con una alta columnata, que era lo más normal, aquí lo que hallamos es un enorme podio, con su fabuloso friso esculpido y su majestuosa escalera, y, por encima, una columnata de escasa altura; es posible, como se ha sugerido, que se quisiesen reproducir las proporciones de los grandes altares de cenizas dedicados a Zeus (por ejemplo, el de Olimpia), en los que sólo la parte más alta se veía rodeada de placas -aquí reeemplazadas por columnas- para sostener las cenizas más recientes. De cualquier modo, la parte esencial del altar pasaba a ser su podio, y por tanto el alto friso que lo recubre. En él se desarrollaba la gran conmoción cósmica que sacudió el principio de los tiempos: la lucha de los dioses, de la naturaleza organizada, contra los Gigantes, fuerzas del desorden y de lo irracional.

Distribuidos según sus ámbitos y esferas de acción, rodeando a las soberanas figuras de Zeus y Atenea, todas las deidades, con sus animales correspondientes, rechazan la acometida de los brutales y monstruosos hijos de la Tierra, igual que los Atálidas habían vencido a la barbarie celta para conservar la paz y la civilización de la Hélade. Imposible detenerse aquí en cada una de las figuras, muchas de las cuales llevan su nombre escrito en el marco: la confusión de telas, formas animales y musculaturas humanas, el grandioso ritmo de todo el conjunto, apenas se ven frenados en algún lugar por la olímpica esbeltez de un dios, recuerdo claro en ocasiones -es el caso de Apolo, por ejemplo- de la plástica del clasicismo. La erudición que posiblemente derrochó en su biblioteca algún sabio mitólogo -probablemente Crates de Malos- para emparejar a los oponentes, supo convertirla en fastuosa sinfonía un genial dibujante y escultor. Por desgracia, desconocemos su nombre: en varias placas aparecen diversas firmas (Dionisíades, Menécrates, Melanipo, Orestes, Teorreto...), pero ignoramos si entre estos realizadores, capaces de unificar su estilo hasta hacer difícil la distinción de sus trabajos, está el nombre de quien los dirigió e hizo el dibujo o maqueta general. Sólo cabe decir que de todos estos artistas, procedentes de distintas ciudades (Pérgamo, Atenas, Tralles, quizá Rodas), salió un estilo unitario, lo que se suele llamar Segunda Escuela Pergaménica; un ambiente donde las telas se abultan y anudan, donde las caras viven la tensión y el anhelo hasta mucho más allá de lo que Escopas concibiera, donde el sol brilla sobre las superficies como si las plasmase a grandes pinceladas, pero donde cualquier calidad -tela, piel, escamas- recibe un tratamiento individualizado y convincente.

Obras como la llamada Tragedia o la Bella cabeza de Pérgamo nos permiten saber lo que esta escuela podía elaborar en bulto redondo. Cuando Eumenes II murió (159 a. C.), el altar no estaba aún concluido: faltaba parte de la columnata, además del friso que, en torno al patio de la parte superior, debía recordar la leyenda del mítico fundador Télefo. El nuevo rey, Atalo II, decidió simplificar el proyecto y concluirlo rápidamente: suprimió una columnata anterior -reempleando piezas ya talladas en su nuevo palacio-, y aceptó un trabajo apresurado tanto para las columnas como para el friso. Aun así, el friso de Télefo será una obra de enorme interés, y marcará un corte en el arte pergaménico: relato seguido de la vida del héroe -como más tarde podrá verse en tantas obras romanas, por ejemplo en la columna de Trajano-, su visión deja de ser dramática, retórica, para buscar lo sencillo, lo simplemente biográfico. Como si se tratase de la traducción a piedra de un friso pictórico, el fondo neutro desaparece, el paisaje se desarrolla, las escenas cobran perspectiva y los personajes se mueven con soltura en el ambiente. Desde ahora, el arte barroco abandonará ya Pérgamo para buscar otros talleres. De este modo, puede decirse que la escuela pergaménica como tal, con sus características de arte oficial grandioso y retórico, había empezado a desaparecer cuando el reino, tras el gobierno del demente Atalo III (138-133 a. C.), pasó a poder de Roma. Los talleres de la ciudad habían adoptado ya las formas y mentalidad de los demás talleres de Asia Menor, y si los romanos, al entrar en la acrópolis, aprendieron a admirar y a imitar -cuando no a saquear- sus riquezas, lo que se apropiaban era en cierto modo cosa del pasado.

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